Y quizás a las once de la noche cambiaremos a CNN para ver cuáles son las últimas revelaciones morbosas sobre el escándalo de Eliot Spitzer.
49. ¡En movimiento!: «La wonder woman de la literatura norteamericana»
Columbia, Carolina del Sur, 19 de marzo de 2008.
Y ahora estoy en la acogedora compañía de Janette Turner Hospital, que me ha invitado a dar una lectura en la Universidad de Carolina del Sur en conjunción con su enorme clase sobre escritores estadounidenses contemporáneos; la novela mía que han leído es Niágara, pero algunos han leído también hace poco La hija del sepulturero; hay una nube de aplausos, apretones de mano y rostros sonrientes, me siento eufórica, flotando, porque qué fácil es, qué natural, sonreír cuando sonríen otros. La viuda tendría que tener una depresión clínica o estar catatónica para no reaccionar.
– ¡Señora Oates! Es usted mi escritora favorita, la primera novela suya que leí fue Ellos….
– ¡Señora Oates! He leído todos sus libros, mi favorito es Blonde….
– El cumpleaños de mi hermana es el domingo, puede poner «Feliz cumpleaños, Sondra», la firma y la fecha, gracias…
Un runrún de voces, un rugido en mis oídos, aunque parece que sonrío y la verdad es que estoy muy contenta de estar aquí, sea quien sea «Joyce Carol Oates» o fuera lo que fuera, estoy muy contenta de ser ella, si ésa es la persona a la que se presta tanta atención, por lo menos durante esta hora afectuosa, acogedora y pasajera.
Estoy tratando de recordar cómo era -no sería hace mucho tiempo, un mes y un día- sentir que estaba viva; sentir que era una persona real, y no este simulacro de persona; sentir que, si no me retiro pronto a mi habitación del hotel, me desintegraré en pedazos que rebotarán por el suelo. Y, sin embargo -ésa es la vanidad (secreta) de la viuda-, creo que sólo ahora, en este estado disminuido pero totalmente lúcido, se me permite ver las cosas como verdaderamente son.
Porque cuando Ray vivía, incluso cuando no estaba conmigo, nunca estaba sola; ahora que Ray ha muerto, incluso cuando estoy con otra gente, una multitud de otras personas, nunca estoy no sola.
«La cura para el sentimiento de soledad es estar solos», dice Marianne Moore. ¡Pero cuánto miedo me da la soledad en estos momentos!
Hace muchos siglos, los escritores aspiraban a obtener una especie de inmortalidad mediante sus escritos; los sonetos de Shakespeare están llenos de esta esperanza, y los últimos versos de las Metamorfosis de Ovidio muestran esa reivindicación de forma casi desafiante:
Ya he hecho mi trabajo. Perdurará,
confío, más allá de la cólera de Júpiter, el juego y la espada,
más allá de la voracidad del tiempo…
Parte de mí,
la mejor parte, inmortal, ascenderá
sobre las estrellas; mi nombre será recordado
donde el poder romano gobierne tierras conquistadas,
me leerán, y por los siglos de los siglos,
si son ciertas las profecías de los bardos,
estaré vivo eternamente.
(Ovidio, Metamorfosis, «Epílogo»)
En la época contemporánea -al menos en Occidente-, no es sólo que la mayoría de los escritores no crea ya en nada parecido a la «inmortalidad», ni para nuestros libros, ni para nosotros; es que una afirmación así, o incluso un deseo así, tiene un tinte irónico y cómico. Quién podía imaginar, en tiempos de Ovidio, en el siglo I a. C., que un día existiría un mundo en el que las palabras «el poder romano gobierne tierras conquistadas» no tendrían ya ningún significado, como el dios de dioses, «Júpiter». Es triste consuelo -mucho más triste que consuelo- saber que nuestros libros se traducen, se venden y es de suponer que se leen en muchos países, incluso cuando la vida del autor está destrozada; y qué «buena noticia» tan irónica es saber, por un mensaje de correo electrónico recibido la víspera del cumpleaños de Ray, la semana pasada, que en la Powell Library de la Universidad de California en Los Angeles acaba de montarse una muestra muy esperada de la colección que posee el escritor y entrevistador Larry Grobel de mis libros bajo el título joyce carol oates, la wonder woman de la literatura norteamericana («… a lo largo de Cuatro decenios, ha escrito más de ciento quince libros, cincuenta y cinco novelas, más de cuatrocientos relatos breves, más de una docena de libros de no ficción y ensayos, ocho libros de poesía y más de treinta obras de teatro…»).
Cómo se habría sonreído Ray, o directamente reído: «La wonder woman de la literatura norteamericana».
Lo que ha perdido la viuda -a otros puede parecerles una pérdida insignificante- es la posibilidad de que le tomen el pelo.
De todas las categorías de seres humanos, la viuda es a la que con menos probabilidad van a tomarle el pelo, de la que menos van a reírse.
Es la víspera del cumpleaños de Ray, el 11 de marzo. Mañana habría cumplido setenta y ocho años.
Janette me confiesa que no sabe cómo soportaría la muerte de su marido, un profesor jubilado, especialista en sánscrito, en historia comparada y en filosofía de las religiones mundiales, que había dado clase en la Universidad de Queen, en Kingston, Ontario; piensa que quizá «me acurrucaría en posición fetal y me taparía la cabeza con las sábanas durante un par de meses».
Y pienso: «¡Sí! Qué imagen tan atractiva».
Janette me lleva en su coche a un acto. Janette habla conmigo como suelen confiar una en otra las mujeres que no tienen mucho tiempo para estar juntas: hay que decir cosas importantes, y deprisa. Me habla de una buena amiga suya que perdió a su marido de forma inesperada y se ha vuelto depresiva y agorafóbica.
¡Agorafobia! Pienso: «Eso es algo que podría probar a continuación».
La perspectiva de quedarme en casa, esconderme en casa, en vez de este viajar frenético… Viajar, tras la muerte de mi marido, es el rostro exterior de mi locura, igual que mi locura es el rostro interior de mi pena. Pero se considera que viajar es «profesional», se respeta, lo que no se respetaría sería que me quedara en casa.
Agorafobia: miedo a los espacios abiertos. Claustrofobia: miedo a los espacios cerrados.
¡Qué infernal sería que los dos estuvieran unidos! Porque al menos en la agorafobia habría cierto consuelo primitivo. Igual que un animal herido o moribundo se esconde para estar solo, la persona abatida tiene ansia de soledad, para morir de ella o para curarse.
La agorafobia es una dolencia más frecuente en las mujeres que en los hombres, entre tres y cuatro veces más frecuente. No puede ser porque los hombres sean menos neuróticos y dados a las fobias que las mujeres, sino que debe de ser porque tradicionalmente no han tenido más remedio que salir de casa para «ganarse la vida», mientras que las mujeres, las esposas y las madres, tradicionalmente «se quedaban en casa»,
En algunas culturas fundamentalistas, las mujeres son casi prisioneras de su hogar: prisioneras de su/nuestro sexo. Es, llevada al extremo, la misma situación de la que el «ama de casa» de la cultura contemporánea estadounidense es un ejemplo más liberal y aparentemente más liberado. En nuestra cultura, ser una reclusa se ve como una decisión voluntaria (y malsana); para ser una reclusa patológica hace falta al menos una persona que lo facilite, por lo general un familiar. Alguien que esté dispuesto a ganar dinero, hacer la compra, hacer de mediador entre la agorafóbica y el mundo exterior.