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Pienso en Shirley Jackson, brillante escritora, terrorífica y divertida y «feminista» en una era -los años cincuenta- anterior a que empezara a instaurarse el «feminismo» como forma nueva y revolucionaria de que las mujeres reflexionaran sobre sí mismas; terminó su vida siendo una agorafóbica aguda, incapaz de dejar ni el miserable dormitorio de su casa en North Bennington, Vermont.

No es que Shirley Jackson hubiera «perdido» a su marido en sentido literal; salvo por el hecho de que Stanley Edgar Hyman le fue abiertamente infiel en múltiples ocasiones, a menudo con sus devotas alumnas de Bennington.

Una muerte de lo más horrible: obesidad mórbida, adicción a las anfetaminas, alcoholismo. Durante meses, Shirley Jackson había permanecido escondida en su mísera habitación; ¿con la complicidad de Hyman? Desde luego, él no sentía más que indiferencia hacia ella por aquel entonces, antes de que la encontrasen muerta, con el corazón detenido, a los cuarenta y nueve años.

Y está el caso de Emily Dickinson, cuya retirada del mundo fue inversamente proporcional al florecimiento de su poesía revolucionaria. Encerrada -¿protegida?- entre las paredes de la casa familiar en Amherst, Massachusetts, Dickinson vivió al mismo tiempo recluida y «libre» -en medio de las tareas domésticas y el cuidado de parientes moribundos- para crear su poesía.

En mi flor me he escondido,

Para que, al desaparecer de tu florero,

Tú sientas por mí, sin sospecharlo,

Casi una soledad.

(903)

Dickinson dijo a su sobrina Mattie que lo único que necesitaba hacer era retirarse a su habitación, cerrar con llave y «¡libertad!». Sus familiares pensaron que su retirada gradual del mundo era «algo que había sucedido porque sí», no a consecuencia de ninguna deficiencia ni anomalía de su personalidad.

¡Qué extraño que me sienta cercana a Emily Dickinson cuando, para un observador neutral, parecemos totalmente distintas!

Sin embargo, igual que «el hombre de acción perfecto es el suicida» -en palabras de William Carlos Williams-, la persona más obsesivamente «en movimiento» quizá esté resistiéndose a la llamada de la agorafobia.

Cuando llegamos a la bella casa de Janette, sobre un lago, cuando me enseña las soleadas habitaciones, y le doy la mano al marido, me desgarra el corazón pensar en que toda esta belleza, estos muebles minuciosamente escogidos, estas alfombras de colores, los cuadros, los libros, todo lo que convierte esta casa en un hogar, le parecerían horribles a Janette, una burla -como las cosas de mi casa me parecen una burla a mí-, si perdiera a Cliff.

«¿Estoy loca pensando estas cosas? ¿En este momento?»

Para la viuda, todas las esposas son futuras viudas. Nuestra mirada es la mirada del basilisco, la que conviene evitar.

Esta noche, en mi habitación del albergue en la Universidad de Carolina del Sur, en la alta cama con dosel que me recuerda a un trineo antiguo, me inundan la mente frases de Emily Dickinson. No sé si estoy despierta o dormida; o en parte despierta y en parte dormida; ese estado poroso del alma en el que la poesía es la expresión más natural y el poeta habla en nombre del alma in extremis:

El cerebro, dentro de su surco

Está tranquilo, y real;

Pero si gira de pronto una esquirla,

Te sería más fácil

Poner una corriente en su sitio

Cuando las aguas han hendido las colinas

Y se han cavado una pista

Y han pisado los molinos

(556)

A la mañana siguiente, de camino al aeropuerto de Columbia -Cliff conduce, Janette está en el asiento del copiloto y yo en el asiento trasero del coche de Cliff-, me oigo decir que, por lo menos, no tengo que volver a preocuparme cuando vuele, como hacía siempre cuando Ray estaba esperándome en casa.

– Siempre pensaba: ¿y si el avión se estrella? Entonces no volveré a ver a Ray. Pero ahora no tengo que preocuparme más por aviones que se estrellan. No me preocupo en absoluto.

Pretendía mostrarme animada, alegre. Pretendía hacer reír a Janette y Cliff. Pero el incómodo silencio en el coche indica que he dicho algo inapropiado y he hecho que mis anfitriones se sientan violentos, y de pronto estoy deseando volver a casa.

50. ¡En movimiento!: «No puede sentarse aquí»

Sanibel Island, Florida. 20 de marzo de 2008.

La ventosa y soleada Sanibel Island, en la costa del Golfo, a la que he venido invitada por la Biblioteca Pública de Sanibel Island; entre las bibliotecas de pueblos pequeños, no creo que haya otra tan espectacular en todo el país. En cuanto me registro en la habitación del hotel, una suite -en realidad, un pequeño apartamento con una minicocina y un balcón que da a una vista increíble de la playa, el mar y el cielo-, me pongo una chaqueta, una gorra y zapatillas y salgo a correr mientras las olas heladas me salpican y me sobrevienen epifanías como si hubiera recorrido cientos de kilómetros para tener estas revelaciones: «Ray no fue desgraciado, Ray no experimentó su muerte como la estás experimentando tú, no experimentó el vacío que estás experimentando tú, no sabía lo que se avecinaba, así que no sufrió; Ray fue feliz en su vida, le gustaba su trabajo, su vida doméstica, Ray adoraba su jardín, no sufrió la pérdida de significado que siente quien le ha sobrevivido; se definía en función de ese significado que tú le proporcionabas; en ningún momento de su vida contigo dejó de ser amado, y lo sabía; para Ray, su muerte no fue una tragedia sino una culminación».

¡Es verdad! Esta lógica me abruma de tal modo que he empezado a tiritar, a estremecerme de forma casi convulsiva de la emoción, creo que debe de ser emoción, porque estoy convencida de que este razonamiento es verdad: Ray no fue desgraciado, sólo lo eres tú. Piensa en Ray y no en ti, por una vez…

La viuda es una persona que tiene este tipo de epifanías con frecuencia. La viuda es una persona a la que le sobrevienen estas perlas de sabiduría, revelaciones profundas y «verdades», con una intensidad desconcertante. Cuando se ve a la viuda mirando fijamente al espacio, como si escuchara algo que nadie más puede oír, uno puede estar seguro de que la viuda está recibiendo estas revelaciones como una persona dormida recibe los sueños o un esquizofrénico experimenta alucinaciones.

En los días inmediatamente posteriores a la muerte de Ray, me sentía como materia inerte bombardeada por ondas radiactivas, cada minuto una revelación aguda y profunda, ¡revelaciones de vértigo!, salvo que se evaporaban y desaparecían casi de inmediato.

¡Así que esto es la vida! ¡La vida está… limitada por la muerte!

¡La gente se muere! ¡La gente se muere y desaparece! ¡Todos vamos a morir!

Todos sufriremos, y todos….

Es una lástima, se podría decir que es injusto, que las revelaciones más desgarradoras sean completamente banales y corrientes. Así que la viuda debe afrontar el hecho de que, aunque está conmocionada hasta las raíces de su propio ser, y la claridad de la pena la inunda a intervalos irregulares, frecuentes e impredecibles, lo único que puede saber de la experiencia es una serie de palabras conocidas.

… sufriremos, y todos moriremos. Y….

Sólo que ahora, volviendo al hotel, con el cielo ya oscuro, lleno de nubes tormentosas y gordas del color de las ollas manchadas, y la espuma de color plomo, toda esa seguridad se ha difuminado, y toda esa alegría espuria, y las ideas que me asaltan ahora son despreciativas, deprimentes: «¡Tú! ¡Eres ridícula! Tratando de animarte a ti misma cuando el único dato significativo de tu vida es que estás sola. Eres una viuda y estás sola. No estás preparada para estar sola porque creías que te iban a amar, proteger y cuidar para siempre. Pero ahora eres una viuda, lo has perdido todo. Tu corazón no está roto sino marchito. Haces el ridículo volando a todas partes, dando "charlas", "lecturas", porque tienes terror de quedarte en casa. Tienes terror de leer la novela de Ray porque tienes terror de descubrir en ella algo que te altere. Eres demasiado cobarde para quedarte en casa, intentar trabajar, escribir, tienes terror de no poder. Eres una fracasada, eres una mujer sin amor que ya no es joven, no vales nada, eres escoria. Y eres ridícula…».