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– … esta tarde, nuestra invitada… «Joyce Carol Oates»… ha creado algunas de las «obras de ficción más imperecederas de nuestra época»… nacida al norte del estado de Nueva York, en la actualidad reside en Princeton, Nueva Jersey… ganadora del National Book Award, el Prix Femina… autora de demasiados títulos como para enumerarlos…

La simpática bibliotecaria que está presentándome no se burla de mí, lo sé. Intelectualmente, lo sé. Pero los increíbles elogios que dedica a «JCO», las listas de premios y galardones, citas de revistas, de críticos como Henry Louis Gates Jr. y Elaine Showalter, tienen cierto aire ridículo; a mitad de discurso, tengo la impresión de que los espectadores van a empezar a reírse, a mover las cabezas con aire burlón: «¡Tú! ¿Piensas por un momento que nos creemos todas esas cosas tan ridículas sobre ti?».

Pero los espectadores se muestran muy educados, incluso entusiastas. Me satisface ver que forman un público muy numeroso. ¿Qué voy a decirles? ¿Leo algo? Qué desolados se quedarían los habitantes de Sanibel Island si les contara lo que me han revelado mis epifanías en la playa; si dijera: «Sí, es verdad que antes era escritora, una escritora con una reputación desigual, controvertida es el adjetivo más amable. Pero ahora, ahora ya no soy escritora. Ahora no soy nada. Legalmente soy una viuda, ésa es la casilla que debo marcar. Pero aparte de eso, no estoy segura de existir».

Mientras me dirijo a los residentes de Sanibel en una imitación impecable de mi identidad de escritora (¡eso espero!), me descubro examinando la sala como si buscara… ¿qué? ¿A quién? En los lugares públicos tengo la sensación de buscar a alguien que falta, me pregunto si voy a pasarme el resto de mi vida buscando a alguien que no está…

Siento como si me faltara algo visible: un brazo, una pierna. O como si tuviera parte del rostro emborronado y distorsionado como en un cuadro de pesadilla de Francis Bacon. Como si lo hubiera encontrado en un pronóstico cruel y escueto en una galleta de la fortuna, se me ocurre que «no hay una sola persona en esta sala que estaría dispuesta a ocupar tu lugar: el de viuda».

Mientras hablo, me llaman la atención los hombres mayores, de pelo blanco, que están en el público, unos hombres quizá de la edad de Ray, aunque Ray no tenía el pelo blanco, sino oscuro con canas plateadas; en esta comunidad de jubilados con dinero en Florida, hay numerosas personas mayores, ancianas, que van con bastón y andador, en silla de ruedas… Se me ocurre una idea extravagante: que voy a conocer a un hombre, un anciano, un hombre en silla de ruedas, y voy a tener una segunda oportunidad con él; no pude llevarme a mi marido del centro de rehabilitación a casa, no llegué a «cuidarlo» ni un día.

Pero es una idea absurda, incluso en teoría; ningún anciano con necesidad acuciante de una enfermera o acompañante habría venido hasta la biblioteca de Sanibel por sí solo. Y en efecto, cuando miro con más atención, cada hombre anciano o enfermo lleva un acompañante.

¿Puede haber algo más ridículo que mirar con envidia a desconocidos en sillas de ruedas? Nadie puede creer en qué fantasiosa compulsiva se ha convertido la viuda, ni siquiera ella misma.

¡Sí! Hemos decidido que tiene usted permiso para recuperar a su marido, pero en un estado muy débil. A cambio de dejarlo vivo, usted va a tener que cuidar de un hombre convaleciente, inválido, muy enfermo; un hombre que ha perdido la vista, o el oído; un hombre con respiración asistida; un hombre al que hay que alimentar por un tubo; quizá tenga usted que donar sangre, médula, un riñón…

Más tarde, en el motel, estoy en el salón, a oscuras, mirando el mar, una franja de playa de arena pálida, unas nubes vaporosas y una pizca de luna, y de pronto me abruma la convicción de que Ray no puede ver esto, Ray no puede respirar… Igual que he pensado, en restaurantes, viendo el menú y obligada a escoger algo para comer: «Esto no está bien. Esto es cruel, egoísta. Si Ray no puede comer…».

Hace sólo unas horas corría por esta playa bajo un sol reluciente sin darme cuenta, al parecer, de que Ray no puede ver este sol, el océano, nada de esto.

¡Cierro las persianas con fuerza! Con tanta fuerza, que la cuerda me hace daño en los dedos. Si, por la mañana, el sol da en la ventana, me ahorraré tener que verlo.

Cierro las persianas con fuerza. Por la mañana, si el sol da contra la ventana, no lo veré.

– Perdone, no puede sentarse aquí.

Una fila de asientos, un asiento roto, ningún sitio para sentarse en el abarrotado aeropuerto de Charlotte, Carolina del Norte, así que he puesto mi abrigo sobre ese asiento, he dejado el bolso en el suelo, mientras espero el transbordo a un vuelo a Filadelfia que va retrasado y miro al espacio, pensando. Con tantas ganas de volver a casa y, sin embargo, con miedo de volver a casa. Veo una y otra vez a Ray en la cama del hospital; me veo a mí misma acercándome con timidez; oigo mi voz que pregunta: «¿Cariño? ¿Cariño?». Es el instante justo anterior a cuando lo supe, cuando ya no fue posible no saber; antes lo había sospechado, había temido lo peor, igual que, cuando el accidente de coche, me había preparado para lo peor, pero ahora, en ese instante, iba a saber. Es el momento crucial de mi vida: antes de ese instante existe la posibilidad de sentirme aliviada, feliz; después, estoy maldita, condenada.

Me sorprende una voz áspera de hombre:

– Está él.

– ¿Él? ¿Quién?

– Mi hijo.

Aunque el asiento no está ocupado y está roto, es cierto que hay un niño pequeño sentado o arrastrándose en la suciedad del suelo delante de él, ajeno a mí y a la indignación de su padre conmigo. Me apresuro a coger mis cosas y pedir perdón al hombre furioso:

– Lo siento muchísimo, no había visto a su hijo. No había visto que nadie estuviera «sentado» en este asiento.

Aunque el padre del niño está extrañamente molesto conmigo, como si yo, además de quitarle la silla a su hijo, hubiera violado la santidad de su familia, mis tartamudeos de disculpa y las lágrimas que se me agolpan en los ojos parecen apaciguarle, porque deja de mirarme con severidad y dice:

– No pasa nada.

Me apresuro a retroceder. Hay una madre también, y otro niño, una familia, ¡sin darme cuenta he importunado a una familia! Soy muy consciente de mi estado aislado y despreciable -sin familia, sin marido- y sigo pidiendo perdón mientras mi rostro se disuelve y mi frágil autocontrol se evapora, antes de darme la vuelta e irme a toda prisa ya estoy llorando desconsolada, como llora un niño, abriéndome paso a ciegas a través de una muchedumbre que toma posiciones para subir a un avión.

Voy dando tumbos por el aeropuerto atestado. No tengo dónde esconderme, la gente me mira al pasar, mi rostro anegado en lágrimas, como alguien reconozca a la «wonder woman de la literatura norteamericana», ¡qué embarazoso!, ¡qué vergüenza!

Pienso: «Estoy derrumbándome. Estoy viniéndome abajo. Sufriendo un ataque de nervios. Debo irme a casa. No debo volver a salir de casa nunca más».