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O, si lo hacíamos, era de manera superficial, por cumplir: la mortalidad, la muerte, la pérdida eran «temas» en las obras literarias de las que hablábamos y entendíamos.

Muchas fotografías del Journal las hizo el propio Ray: el hombre invisible tras la cámara. Joyce con abrigo en la playa detrás de nuestra casa de Windsor, a la orilla del río Detroit; Joyce con otro abrigo en una calle de Mayfair, Londres, en 1972; Joyce con una Margaret Drabble de aspecto muy juvenil posando delante de la casa de Maggie en Hampstead Heath, 1972.

Ray había visto el Journal, por supuesto; al menos partes de él, y todas las fotos, pero mis padres, no. Sus fotografías también son desgarradoras.

Debido a la nominación, voy a tener que leer fragmentos de este Journal y hablar de él con mi abogado, poeta y amigo Larry Joseph y con John Freeman, presidente del National Book Circle, dentro de unas semanas en Nueva York. Y debido a la otra nominación, tendré que leer fragmentos de mi novela La hija del sepulturero en algún que otro acto literario.

Qué extraño le resulta al escritor, que parece haberse quedado sin sangre para «dar vida» a una obra en prosa -para darle una apariencia de vida mediante el lenguaje escrito-, verse obligado a revisitar esa obra posteriormente. A veces es una experiencia dolorosa y llena de fuerza: abrir un libro, mirar las líneas impresas y recordar, de la misma forma impotente y vertiginosa con la que se recuerda o semirrecuerda un sueño perdido, el estado emocional en el que estaba en el momento de escribirla.

En mi caso -un caso «póstumo»-, el sentimiento es: «¡Pero estaba viva entonces! Lo recuerdo».

Mis amigos brindan por mí. Mis amigos me sonríen, felices. Mis amigos están a todas luces contentos por mí. Y yo lo agradezco, o parece que lo hago; sonrío, levanto mi copa -de agua con gas-, pongo en mi rostro un gesto razonablemente aproximado a la alegría y la ilusión. Mis amigos llevan tanto tiempo compadeciéndose de mí, que no pueden pasar por alto esta oportunidad de decir «¡Felicidades!», en vez de, por ejemplo, «¡Mis condolencias!».

En este atractivo restaurante de Princeton, mis amigos no están burlándose de mí, lo sé. Nadie se burla de mí. Sólo los adolescentes descarados se burlan de la pena, se ríen de forma escandalosa de la muerte, se sienten atraídos por videojuegos que simulan muertes violentas, seguramente porque no han experimentado la muerte más que en los juegos.

En este estado póstumo, mi carrera -todo lo que tiene que ver con «Joyce Carol Oates»- me resulta ya remota, ligeramente absurda o siniestra, como un dirigible negro que se mueve sobre los árboles a cierta distancia.

John Updike dijo en una ocasión que había creado a «Updike» con las pajas y el barro de su infancia en Pennsylvania; así también había creado yo a «Joyce Carol Oates» con las ramas, el barro, los campos y los canales de mi infancia en el norte del estado de Nueva York. A los dos -es decir, a nuestras personas reales, John y Joyce- parece habernos sorprendido, en general, todo lo logrado por nuestros tocayos. Un estante lleno de libros tiene un aspecto temible cuando se ve de golpe, como si fuera un logro conseguido de una vez, y no obtenido de forma laboriosa y obsesiva durante años de esfuerzos.

Cuando salgo del restaurante para volver a casa, tengo que ir por Rosedale Road para salir al campo, siempre esa ruta, que me recuerda tanto a los días y noches de la vigilia en el hospital; «¡Vivo! ¡Todavía vivo!», qué segura había sonado la voz al otro lado del teléfono, qué sincera; qué esperanzada.

Decepcionar a la gente. Decepcionar a los amigos, editores, agentes. Creo que ésta es una tendencia de «JCO» de la que no puedo acabar de separarme. «Volveréis a sentiros decepcionados. Cuando mis libros no ganen. Lo siento mucho, no puedo hacer nada al respecto.»

El 28 de febrero, John Updike me escribió una elocuente y enternecedora carta de condolencia. Me gustaría poder citarla -la correspondencia personal de John está escrita con tanta belleza como su obra publicada-, pero las disposiciones de su testamento prohíben la publicación de sus cartas. En este breve texto mecanografiado, John decía que su mujer, Martha, y él se habían quedado «conmocionados» al enterarse de la muerte de Ray por la necrológica del New York Times. En su «imaginación», decía John, Ray era «todavía joven y una parte fundamental del mundo literario». Tan «tranquilo, amable, discreto y sensato», que casi no parecía un «hombre de letras».

Al leerlo, pese a las lágrimas, no tuve más remedio que reírme. Porque era muy típico de John Updike, un comentario divertido dentro de un sencillo mensaje de pésame.

John terminaba diciendo que Martha y él iban a echar de menos la «presencia tranquilizadora» de Ray. Había alguna cosa más, por supuesto, pero ésta es la esencia de la carta.

(Durante años, desde abril de 1977, John Updike y yo intercambiamos tal vez cientos de cartas y tarjetas; las tarjetas, que llevaban impresa la dirección de John en Beverly Farms, Massachusetts, eran su medio habitual de comunicación: las escribía con un estilo propio de un sonetista del Renacimiento, y yo pensé en alguna ocasión que me gustaría publicarlas en forma de librito después de su muerte.)

Esta carta de John Updike la había leído nada más recibirla y luego la había apartado.

Junto con muchas otras cartas y tarjetas encantadoras, algunas de las cuales no me atrevía a leer del todo, la guardé en mi bolsa reutilizable Earthwise, de color verde hierba. Y esta noche -a última hora de la noche, porque son las dos de la mañana-, en las pausas de un repentino frenesí de limpieza, siento deseos de releerla y de acordarme de la primera vez que Ray y yo visitamos a John y su esposa (entonces reciente), Martha Bernhardt, en Georgetown, Massachusetts, en el verano de 1976.

Recuerdo la vieja y deliciosa casa en la carretera principal, con un tráfico constante, por lo que a veces casi no podíamos oírnos unos a otros. Recuerdo que Martha me pareció tremenda, una mujer rubia, de carácter fuerte, que había aportado tres hijos pequeños a esta nueva familia: ¡qué prueba de amor!

Recuerdo que John decía que Harvard había tenido un efecto destructivo sobre él, Harvard era «antimateria», y había convertido su identidad de «campesino» en otra personalidad, un «antiyó». Curiosamente dijo que «no era famoso», pero que yo sí.

(Por aquella época, John había tenido un enorme éxito con Parejas, y no sólo era famoso sino que tenía mala fama.)

Por supuesto, John siempre hablaba en broma, de forma provisional. Con su tono ligero, era la antítesis del dogmático, el argumentativo, el autoritario; su tendencia natural era a reírse de sí mismo. Lo más sorprendente que me dijo fue que el Ulises de James Joyce le parecía «feo».

¡Ulises! Esa novela tan bella, rapsódica, fantasmagórica, de la que tanto aprendió Updike.

Años después visitamos a John y Martha en su majestuosa casa situada en lo alto de una colina, en Beverly Farms, al norte de Boston: el arquetípico barrio residencial de clase media alta, que despertaba en John un orgullo de propietario. Para entonces, había dejado ya muy atrás al campesino de Pennsylvania, apartado como ropa vieja. La casa de los Updike era cara, lujosamente amueblada, grande; John nos hizo la visita y vimos el laberinto de pequeñas habitaciones en la planta alta en el que trabajaba éclass="underline" una mesa y una máquina de escribir para la ficción, otra mesa y otra máquina de escribir para las reseñas, otro sitio para los manuscritos, las galeradas, los libros. De todos los hombres escritores estadounidenses, John Updike era quizá el más felizmente doméstico y domesticado. No le iban nada los dudosos placeres de aficiones masculinas como la caza, la pesca, el senderismo; John, que adoraba a las mujeres y era adorado por ellas, no sentía ninguna conexión con los eufóricos lazos masculinos en torno a los deportes de equipo, el ejército, la guerra.