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¡Una y otra vez!

Para los sanos, no requiere ningún esfuerzo especial estar «sanos». Para los heridos, requiere tanto esfuerzo fingir que están «sanos» que la pregunta constantemente al acecho, al alcance de la mano, es: «¿Por qué?».

Nuestros amigos me han dejado dos tiestos de romero, «para recordar». Plantaré uno en el jardín bajo la ventana en la que veía muchas veces a Ray, leyendo el New York Times, o extendiendo papeles de trabajo, y el otro en el cementerio de Pennington, junto a la lápida de la tumba de Ray.

68. ¡Por favor, perdóname!

– Hoy. Sin falta.

Si lo convierto en una especie de ceremonia, quizás pueda hacerlo. Al menos, empezar.

Voy a sentarme en el jardín, en un banco de hierro blanco junto a los tulipanes de Ray, bajo el tibio sol de principios de abril, y empezaré a abrir cartas.

Las cartas de condolencia, de pésame, de conmiseración, que guardo en una bolsa verde -a estas alturas, una bolsa bastante pesada- y que no he sido capaz de abrir. Ahora pienso con calma e incluso cierta excitación: «Voy a hacerlo. Por supuesto que debo hacerlo. Ya soy lo bastante fuerte».

26 de febrero de 2008

Me entristeció muchísimo enterarme de la muerte de Ray. Lo recuerdo como un hombre muy amable y educado. Uno se sentía -¿cómo decirlo?- seguro bajo su mirada, contemplado, y en la maravillosa presencia de una mente mesurada e inteligente. Con su enorme integridad y su enorme franqueza, a través de su propia presencia, daba fe de una bondad humana que nunca olvidaré. Aunque no lo conocía bien, mi vida se enriqueció gracias al contacto con él. No puedo imaginar el dolor que sentirás por su pérdida, pero quiero que sepas que estáis muy presentes en mis pensamientos. Recuerdo una ocasión en la que os vi a Ray y a ti en Princeton, junto a la carretera: os habíais bajado de las bicicletas para ayudar a un animal herido, creo que era un cervatillo. O tal vez habían matado a la madre y estabais rescatando a la cría. Después de todos estos años, todavía me viene a la mente…

Esta carta, de un amigo poeta que después se mudó de Princeton a Nueva York, es la primera que he sacado de la bolsa de Earthwise. Su lectura me deja temblando, mordiéndome los labios para no llorar. Qué desorientada -qué desencarnada- me siento, sentada aquí al sol, en esta mañana de abril de 2008, pero sumergida tan de pronto en el pasado: «os habíais bajado de las bicicletas para ayudar a un animal herido…». Fue en Bayberry Road. Desde luego que lo recuerdo. Y me da vergüenza no haber respondido a esta bella carta, escrita con tanto mimo. Ni siquiera la había leído hasta ahora, y no había respondido, y han pasado semanas, y estoy avergonzada.

Han pasado demasiadas cosas. Demasiadas cosas han escapado de mi control.

De pronto, siento ansiedad. No sé si es buena idea, abrir el correo. Llamo a los gatos -«¡Reynard! ¡Cherie!»- para que me hagan compañía. La puerta de la cocina está entreabierta y uno de los gatos sale, vacilante, cauteloso. Es Reynard, el más viejo, que anda con dificultad; la otra, Cherie, ha empezado a fiarse más de mí, quizá porque se da cuenta, con la astuta sabiduría gatuna, de que ya no nos tenemos más que la una a la otra, Ray no va a volver nunca más para darle el desayuno y dejarle que se siente encima del New York Times mientras intenta leerlo.

Los dos gatos aparecen parpadeando como si les deslumbrase el sol. Ambos se extienden en la terraza de baldosas, al sol. Reynard mueve la cola, lo cual significa que está incómodo, intranquilo. Cherie disfruta del calor y se da la vuelta para mostrar su estómago peludo de color gris claro, en una postura de hermoso abandono. Quiero llamar a Ray para que vea los gatos al sol; Cherie le daría risa.

– ¿Cariño? ¿Dónde estás? Ven a ver esto.

Un joven ciervo junto a la ventana de mi estudio, unos pavos silvestres que pasan por delante, cardenales rojos, arrendajos y pajaritos en el baño colocado para ellos:

– ¡Cariño, ven a ver! Deprisa.

En junio, fui corriendo al estudio de Ray a decirle que viniera al mío, para observar, a unos seis metros, a una cierva dando a luz dos crías diminutas en una zona boscosa frente a mi ventana.

Observamos fascinados. Era una imagen asombrosa: la cierva tan tranquila, los partos tan aparentemente fáciles y sin esfuerzo; las crías, del tamaño de gatitos, se pusieron de pie casi de inmediato, sobre sus patas larguiruchas, y pudieron andar, aunque de forma un poco inestable.

La rapacidad de la naturaleza es tal que un ciervo recién nacido tiene que poder andar y correr al poco de nacer. Si no, los depredadores lo devoran.

En Mercer County, Nueva Jersey, no existen depredadores naturales. En otoño e invierno está la caza, en los lugares autorizados. Pero no en las zonas residenciales. No aquí.

Un invierno, antes de que el Ayuntamiento de Hopewell prohibiera esta muestra de ingenuidad bienintencionada, Ray esparció comida para ciervos en una de nuestras terrazas de piedra, donde podíamos observarlos a través de las paredes acristaladas de nuestro salón y nuestro solario. Al principio nos encantaron los ciervos, varias hembras y un joven macho, que se acercaron a comer; al día siguiente, el número de ciervos se había duplicado; al día siguiente, triplicado; al final, había tantos ciervos, tantos ciervos irascibles y ruidosos, incluido uno muy agresivo que no dejaba acercarse a los más jóvenes, resoplando y pateando, que Ray dijo:

– Me parece que ésta no ha sido una buena idea.

Se acabó la comida para los ciervos. Siguieron apareciendo durante un tiempo, mirando nuestras ventanas con expresiones de mudo reproche animal.

La cosa más extraña por la que llamé una vez a Ray a que viniera a la ventana de mi estudio parece inverosímil al contarla: un cervatillo pasaba junto a mi ventana y, detrás de él, un pavo silvestre muy agresivo le picoteaba los talones. Observamos con asombro hasta que los dos desaparecieron por la esquina de la casa: el ciervo corriendo y el pavo silvestre, detrás. Ray dijo:

– Si no lo hubiéramos visto, nunca nos lo habríamos creído.

Ray solía decir: «Es muy difícil hacer nada en esta casa, con todas las cosas que suceden al otro lado de nuestras ventanas».

Ahora estoy tratando de recordar: ¿cuándo nos vio nuestro amigo poeta «rescatando» al cervatillo? ¿Hace cinco años? ¿Diez? Íbamos en bicicleta por Bayberry Road cuando descubrimos un cervatillo diminuto, aparentemente abandonado, en la cuneta. Fui ingenua y me traje al cervatillo a casa en el cesto de la bicicleta, envuelto en mi jersey, y, cuando llamamos al Refugio de Animales de Hopewell, nos regañaron por «entrometernos»; deberíamos haber dejado al cervatillo exactamente donde lo habíamos encontrado, y se suponía que la madre habría acabado por volver y se habría reunido con su cría.

– Sí, pero ¿y si no vuelve? -preguntó Ray.

Fuimos en coche a devolver el cervatillo. Lo dejamos en la cuneta. Cuando volvimos un rato después, no había rastro del ciervo.

El principio parece ser: «¡No interfieras con la naturaleza!».

Las siguientes cartas que saco de la bolsa no me dan tanta pena, aunque son unas expresiones de pésame muy pensadas y amables. La viuda se entera de que la muerte de su marido es tema de preocupación para otros, no sólo para ella; y se supone que eso debe consolarla. «Queríamos mucho a Ray.» «Ray era un hombre humano, digno, listo, sabio y amable. Es una pérdida irreparable…» Y ésta, de otra antigua residente en Princeton, una escritora que ahora vive en Filadelfia: