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Por esos motivos, y otros más personales, no quise nunca darle a Ray mis obras de ficción. La reacción de Ray ante mi trabajo habría sido probablemente idéntica a la que tenía ante mi labor de cocinera: «¡Cariño, esto está muy bueno!», o: «Cariño, esto es excelente».

Aunque Ray Smith era muy mordaz con otros y fue una figura polémica en el Departamento de Lengua y Literatura Inglesa de Lamar -donde en su primer semestre suspendió a más alumnos que el resto de sus colegas juntos, y con muchas más notas muy bajas-, con mis escritos, no solía ser nada crítico; en realidad, nunca criticó nada de lo que le daba a leer, siempre se mostró alentador y entusiasta. Durante más de cuarenta años, Ray leyó mis ensayos y mis reseñas con la mirada aguda e implacable de alguien formado por los jesuitas para detectar errores gramaticales y de lógica: era el editor ideal, de los que señalan a lápiz sus comentarios.

Ahora pienso, al escribir esto, que Ray nunca lo verá…

Nunca más veré un «poco claro» escrito a lápiz, ni la sutileza de un «?».

El matrimonio ideal es el formado por un escritor o escritora y su editor, si éste es, a la vez, su más íntimo amigo y compañero.

En los huecos que me dejaban mis largas jornadas de escribir en una mesita plegable en el dormitorio de Sweet Gum Lane, decidí empezar mis estudios de posgrado en la Universidad Rice -que entonces se llamaba Instituto Tecnológico Rice-, en Houston, a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia; supongo que, para alguien que aspiraba a dar clases en la universidad, era el siguiente paso necesario. No me gustaban demasiado la especialización ni la inmersión en documentos históricos que constituían, o constituyen, la esencia de los estudios de posgrado en Literatura Inglesa, pero estaba deseando ser autosuficiente; no quería que mi marido me mantuviera de manera indefinida; me parecía injusto que Ray tuviese que trabajar en unas circunstancias tan desagradables mientras yo tenía tiempo para escribir. A mitad de semana tomaba el autobús a Houston y asistía a dos seminarios, que daban gran énfasis a los documentos históricos: Shakespeare, el siglo XVIII; Ray iba luego en el Volkswagen a recogerme, cenábamos y nos quedábamos a pasar la noche en un hotel, y volvíamos a Beaumont por la mañana. ¡Qué romántico era! El mero hecho de escapar de Beaumont era un gran alivio; Houston era una ciudad, y Rice era un oasis bellísimo, un campus de tanto prestigio que, cuando conté a la mujer de un profesor de Beaumont que estaba haciendo un curso de posgrado en la universidad, la mujer me miró con asombro:

– Pero si es dificilísimo entrar en Rice; debes de ser muy lista.

Abandoné de pronto los estudios de doctorado en Rice cuando descubrí un día, durante el trayecto en autobús a Houston, que un relato que había publicado en una revista literaria figuraba en la «lista honorífica» de The Best American Short Stories 1962, la colección de relatos editada por la prestigiosa Martha Foley.

Es probable que Ray leyera algunos relatos -o incluso todos- recogidos en mi primer libro, By the North Gate, porque estaba dedicado a Raymond Smith. No creo que leyera mi primera novela, With Shuddering Fall, escrita en su mayor parte durante nuestro exilio en Beaumont.

Recuerdo leer a Ray un aforismo de Nietzsche, que iba a utilizar como epígrafe para With Shuddering Falclass="underline" «Lo que se hace en nombre del amor siempre está por encima del bien y del mal».

Ray me pidió que se lo repitiera.

– «Lo que se hace en nombre del amor siempre está por encima del bien y del mal.»

El astuto editor formado en los jesuitas dijo:

– Siempre; haría un círculo en siempre, con una interrogación.

Y aquella mañana en la que llamé a Ray -desde un teléfono público en una gasolinera cercana (éramos demasiado pobres, en nuestro piso de Sweet Gum Lane, para tener teléfono)- para darle la buena noticia, la increíble noticia: una editorial de Nueva York había aceptado By the North Gate para publicarlo, una editorial famosa por sus libros «de izquierdas»: varias novelas de James T. Farrell, por ejemplo, y la primera novela de Saul Bellow, El hombre en suspenso. Me había sorprendido recibir una carta en un sobre, y no un manuscrito devuelto, en un paquete; y me había sorprendido aún más leer el comienzo de la carta: «Nos complace informarle…», en vez del habitual «Lamentamos informarle…».

Todavía más extraordinario: iban a pagarme un adelanto de 500 dólares; para nosotros, en aquella época, equivalentes al menos a 5.000.

Escribir puede ser un descenso al yo -o los yoes- más profundo, escondido e «intenso»; para un escritor joven, intentar que le publiquen se parece a pescar, echando cañas en un río turbio y misterioso con la esperanza de que le «acepten». Cuantas más cañas echa, más desesperado está; pero también más probabilidades tiene de que ocurra algo, ¡algo positivo!, un día. Y eso me pasó a mí.

En las turbulentas y despiadadas aguas editoriales de nuestros días, ¿qué suerte correría una colección de relatos breves de orientación «filosófica» escritos por una joven desconocida bajo el título de By the North Gate, y remitida desde una dirección en Sweet Gum Lane, Beaumont, Texas?

¿Qué suerte correría la mayoría de los manuscritos «no pedidos» que se envían a una editorial de Nueva York?

Desde luego, Vanguard Press, una editorial pequeña, familiar e independiente, desapareció hace mucho, y Random House adquirió su considerable catálogo.

Esa mañana, al llamar a Ray a la universidad, mi euforia por la buena noticia se vio nublada por un ataque repentino de síntomas físicos: veía con manchas, me costaba respirar y el corazón me latía de forma desigual, tenía los dedos de las manos y de los pies helados y, lo más extraño, ¡la lengua dormida!

– Tengo buenas noticias pero también tengo malas noticias -le dije a Ray mientras me castañeteaban los dientes-. La buena noticia es que Vanguard Press ha aceptado mi manuscrito, y la mala es que creo que estoy sufriendo un derrame cerebral…

Ray me pidió que le describiera los síntomas. Y dijo:

– Lo que te pasa es que estás feliz y emocionada. ¡Felicidades!.

70 . ¡Sangre en el agua!

Joyce Carol Oates lamenta sinceramente no poder leer, ni mucho menos comentar, los numerosos manuscritos, galeradas y libros que recibe, a menudo de gran calidad, y que suman miles a lo largo de un año. Lamenta sinceramente no poder entablar correspondencia con personas a las que, en otras circunstancias, le habría encantado conocer.

Joyce Carol Oates lamenta sinceramente no poder proporcionar frases promocionales, salvo en circunstancias excepcionales, porque está inundada de peticiones.

Joyce Carol Oates lamenta sinceramente que, con su vida deshaciéndose como un calcetín viejo, no puede ayudarle a tejer la suya. ¡Lo lamenta de corazón!

Con la agudeza de los tiburones que perciben sangre en el agua, presas vulnerables que se mueven sin cuidado, en las semanas y los meses posteriores a la muerte de Ray muchos desconocidos -y por desgracia, no sólo desconocidos- me escriben con peticiones que siempre empiezan con estas palabras inevitables, idénticas y vertiginosas: «Sé que debe de estar terriblemente ocupada, pero…».

Ahora que el volumen de cartas de condolencia se ha reducido -y no recibo una cesta de pésame de Harry & David desde hace semanas-, parece que este otro tipo de correo, que podríamos llamar «suplicatorio», e incluso «implorante», aumenta a una velocidad alarmante.

«Sé que, deshecha de pena, seguro que con ideas suicidas y, en cualquier caso, exhausta y no en su sano juicio, quizá pueda convencerle de que me haga un favor, aunque apenas me conoce; ¡pero dese prisa! El plazo para entregar las frases de las cubiertas es el próximo lunes.»