Me despiertan con suavidad de mi condición de zombi inducida por el Cymbalta las expectativas del público en Camden, Nueva Jersey, en el campus de la Universidad de Rutgers, como una isla flotante en medio de una de las ciudades estadounidenses más deprimidas económicamente y más acosada por la criminalidad.
Pienso en que, no lejos de este estrado, en la pequeña casa de madera que él mismo compró y que ahora está restaurada y sirve de centro de las artes, Walt Whitman vivió los últimos años de una vida que había sido de una exuberancia sin igual; casi se podría decir, la vida más exuberante de todos los poetas. Nuestro mayor cronista del alma norteamericana en su faceta expansiva y extrovertida, igual que su contemporánea Emily Dickinson fue la mayor cronista del alma norteamericana en su faceta íntima e introvertida. Oh, Walt Whitman, ojalá pudiéramos creerte, igual que te admiramos, y soñamos con atraerte dentro de nosotros para que seas nuestro yo más valiente, más optimista y mejor:
El brote más pequeño muestra que no existe verdadera muerte…
Todo va adelante y hacia afuera… y nada se hunde,
Y morir es diferente de lo que cualquiera supone, y más afortunado.
«Canto a mí mismo»
Esta tarde, hace un rato, entre un zumbido de voces, risas cordiales y una cena de bufé en un comedor de Rutgers-Camden con los demás participantes en el festival, experimenté un instante de angustia, un momento inseguro en el que el estupor del Cymbalta no parecía suficiente, clavada en el sitio, mirando los trozos de carne que chorreaba sangre en bandejas adornadas con hojas de lechuga marchitas, mirando a los alegres y enérgicos comensales -casualmente, hombres- que pinchaban esa carne y se la ponían en el plato, sin más vacilación ante la sangre que la que sentiría un león al desgarrar la garganta de su presa viva; pero había otra mujer de luto en la cena, una poetisa, memorialista y traductora con la que pude hablar en la intimidad y con franqueza; una mujer en el cruel estado intermedio de todavía no ser una viuda, porque su marido padece un Alzheimer precoz.
Rachel ha escrito sobre su terrible experiencia. No es ningún secreto, no estoy traicionando su confianza. Entre los campechanos carnívoros del comedor, nos aferramos una a otra como hermanas. Con todo lo terrible que es perder a un marido, existe tal vez una situación peor, que es perder a la persona que era; vivir con él a diario mientras se ve cómo se deteriora; sentir, como sintió Rachel, que al final no tienes más remedio que hospitalizarlo, pese a las protestas de sus parientes y amigos, que no tienen ni idea de lo que está viviendo su mujer… Rachel es muy delgada, de piel muy pálida, también ella es una de las «heridas andantes». Me gustaría consolarla: «Has sufrido un trauma. Debes cuidar de ti».
Conocía a Ray en su calidad de editor; yo nunca había visto a su marido pero había oído hablar de su trayectoria ejemplar, sobre todo como conferenciante, en Columbia.
Entre nosotras flota, implícita, la pregunta: cuál de las dos ha tenido peor fortuna.
Perder a tu marido de pronto, o perder a tu marido con una lentitud extenuante.
Perder a tu marido en medio de una avalancha de compasión, o perder a tu marido en medio de acusaciones y recriminaciones.
Me pregunto: ¿habrá visto Rachel el basilisco con el rabillo del ojo? ¿Con el rabillo de su alma? ¿Ha oído Rachel a ese basilisco con su perverso talento para el lenguaje, su voz cruel y despreciativa?
No me atrevo a preguntar. Tengo miedo de lo que pueda decir Rachel.
Ni tampoco le pregunto, como podría, si está tomando algo para su ansiedad, depresión, insomnio.
¡Cuánta compasión me despierta Rachel! O eso creo. Porque, en mi estado de zombi por el Cymbalta, nunca estoy segura de si «siento» verdaderamente mucho o si sólo simulo lo que se supone que siente una persona normal en esas circunstancias; igual que he aprendido a encarnar a Joyce Carol Oates como una especie de faro post-whitmaniano de exuberancia y optimismo.
– Joyce Carol Oates, autora de…
Pero puede que esto sea un error. Esta velada, en este sitio.
Quizá esta vez me venga abajo de verdad. Quizá me falle hasta el sopor del Cymbalta.
Porque éste es -era- el restaurante preferido de Ray en Nueva York. Porque vinimos aquí muchas veces, cuando hacía sol; una o dos veces con amigos, pero por lo general solos. Celebramos aquí alguno de mis cumpleaños, con una comida en el Boathouse Restaurant de Central Park, el restaurante del embarcadero, en una mesa que daba al estanque en el que los cisnes y otras aves acuáticas se paseaban de forma amigable; y en las aguas oscuras, si se miraban de cerca, podían verse tortugas justo debajo de la superficie, unas tortugas sorprendentemente grandes, de un tamaño y un aspecto arcaicos que les hacía parecer criaturas de una era primitiva.
La ocasión es un acto para recaudar fondos para la Asociación de Niños Autistas. Quizá me han invitado a hablar porque tengo una hermana menor que es autista, pero también puede que sea, sobre todo, porque soy buena amiga de los organizadores y estoy disponible.
Para hacer más intenso aún el aire de casi realidad, voy a leer un poema que escribí hace años y seguramente no he leído en voz alta ante ningún público en los últimos veinte años: «Autistic Child», un poema corto dedicado a mi hermana autista, Lynn, que vive en una residencia de Amherst, Nueva York, desde principios de los sesenta… Cuando los asistentes me preguntan por el poema y por mi hermana, les digo con toda franqueza que cuando diagnosticaron a Lynn, en los años cincuenta, se sabía muy poco sobre el autismo pero se especulaba mucho: estábamos en una era impregnada de Freud hasta la saturación, en la que a las madres de los niños autistas, como a las madres de los homosexuales, se les echaba la «culpa» de las aberraciones de sus hijos.
Cuando digo esto se produce un silencio sepulcral. Porque echar la culpa es la reacción más natural cuando nuestra vida se hace pedazos.
Echar la culpa a la persona más cercana y vulnerable: la madre.
¡Qué tarde tan fría, húmeda y ventosa! Parece increíble que este lugar azotado por la lluvia sea el mismo Boathouse Restaurant que nos gustaba tanto a Ray y a mí.
Es una tarde implacable, fría, húmeda y ventosa; el 27 de abril de 2008. Recuerdo otra época más feliz y soleada, Ray y yo cogidos de la mano en nuestra mesa frente al estanque.
– ¿Alquilamos una barca?
– Quizá otro día.
Pienso en nuestro propio estanque, más pequeño, en los bosques detrás de nuestra casa en el número 9 de Honey Brook Drive, que Ray llenaba con tortugas de un «proveedor de animales de estanque» en Wisconsin. Las tortugas nos encantaban cuando se tumbaban al sol sobre un tronco caído que Ray había arrastrado hasta el estanque y lo había dejado en una diagonal con ese propósito; yo me fijaba siempre en si estaban allí las tortugas para poder llamar a Ray:
– ¡Ven a ver! Tus tortugas.
Ray también llenaba el estanque de renacuajos, con gran éxito. (Cuando uno se acerca al estanque, en las épocas de calor, docenas de ranas se arrojan de un salto al agua croando de alarma.) Tuvo mucho menos éxito al poblar el estanque de pequeños peces koi de colores bellísimos, que, en cuestión de semanas, fueron devorados por una gran garza azul de patas largas que se lanzó sobre su tranquilo hábitat con gran voracidad, como una criatura profética y demoníaca en un paisaje del Bosco.
Uno a uno, los preciosos koi murieron devorados por el ave depredadora hasta desaparecer en su totalidad, y entonces el ave se fue.
¿Recuerdas los koi?
¿Recuerdas la gran garza azul?
¿Recuerdas cómo nos escandalizamos? ¿Qué ingenuos éramos?
¿Recuerdas cómo tú [Ray] corriste hasta el estanque para espantar a la garza, gritando y moviendo los brazos? ¿Que la garza voló hasta los árboles que estaban un poco más allá, tan tranquila, dispuesta a esperar?