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Leisha aplaudió tan fuerte que le dolieron las manos. Cuando iba hacia los camerinos con Papá sintió que le costaba respirar, ¡Kenzo Yagai!

Pero las bambalinas estaban más pobladas de lo que esperaba.

Había cámaras por todas partes.

Papá dijo:

– Señor Yagai, le presento a mi hija Leisha -y las cámaras se acercaron y la enfocaron a ella. Un japonés le dijo algo al oído a Yagai, y él la miró más de cerca.

– ¡Ah, sí! -dijo.

– Mira aquí, Leisha -dijo alguien, y ella obedeció. Una cámara robot se le acercó tanto a la cara que Leisha retrocedió, sobresaltada. Papá protestó agudamente a uno, luego a otro. Las cámaras no se movieron. Súbitamente una mujer se arrodilló frente a Leisha y le acercó un micrófono:

– ¿Cómo es no dormir nunca, Leisha?

– ¿Qué?

Alguien rió. No era una risa amable.

– Criando genios…

Leisha sintió una mano sobre su hombro. Kenzo Yagai la asió firmemente, apartándola de las cámaras. Inmediatamente, como por arte de magia, se formó una línea de japoneses ante Yagai, que se abrió solamente para que pasara Papá. Cubiertos por esa línea, los tres se dirigieron a un camarín y Kenzo Yagai cerró la puerta.

– No debes dejar que te molesten, Leisha -dijo con su maravilloso acento-. Nunca. Hay un viejo proverbio oriental que dice: "Los perros ladran pero la caravana avanza". No debes dejar que los ladridos de perros groseros o envidiosos retrasen tu caravana personal.

– No los dejaré -suspiró Leisha, no muy segura de qué querían decir sus palabras, pero sabiendo que luego habría tiempo de pensarlo, de charlarlo con Papá. Por ahora estaba encandilada por Kenzo Yagai, por ver en persona al hombre que estaba cambiando el mundo sin violencia, sin armas, intercambiando el resultado de su particular esfuerzo individual.

– Estudiamos su filosofía en mi escuela, señor Yagai.

Kenzo Yagai miró a Papá. Éste dijo:

– Una escuela privada. Pero la hermana de Leisha también la estudia, aunque superficialmente, en el sistema público. Despacio, Kenzo, pero llega.

Leisha notó que su padre no explicó por qué Alice no estaba con ellos allí.

Al volver a casa, Leisha se sentó por horas a pensar en todo lo que había sucedido. Cuando Alice volvió de casa de Julie a la mañana siguiente, Leisha corrió a su encuentro. Pero Alice parecía enojada por algo.

– Alice, ¿qué pasa?

– ¿No te parece que ya tengo bastante que soportar en la escuela? -gritó Alice-. ¡Todos lo saben, pero al menos cuando te estabas tranquila no importaba demasiado! ¡Habían dejado de molestarme! ¿Por qué tuviste que hacer eso?

– ¿Hacer qué? -preguntó Leisha, azorada.

Alice le arrojó algo: una copia en papel del periódico de la mañana, con un papel más fino que el del sistema que usaban los Camden. Cayó abierta a sus pies, y Leisha se quedó viendo su propia imagen, a tres columnas, junto a Kenzo Yagai. El titular decía:

YAGAI Y EL FUTURO:

¿QUEDA SITIO PARA LOS DEMAS? INVENTOR DE ENERGIA-Y CONFERENCIA CON HIJA "SIN SUEÑO" DEL MEGAFINANCISTA ROGER CAMDEN.

Alice pateó el papeclass="underline"

– También estaba en la televisión anoche… por ¡televisión! ¡Yo me esfuerzo por no resultar estirada o extraña, y tú haces esto! ¡Ahora Julie probablemente ni me invite a su fiesta de pijamas la semana próxima! -subió corriendo las amplias escaleras curvas hacia su habitación.

Leisha bajó la vista hacia el periódico. Oyó la voz de Kenzo Yagai dentro de su cabeza: "Los perros ladran pero la caravana avanza". Miró hacia la escalera vacía y dijo en voz alta:

– Alice… te queda muy lindo el pelo así, rizado.

IV

– Quiero conocer a los demás -dijo Leisha-. ¿Por qué me mantuvieron aparte de ellos tanto tiempo?

– No te mantuve aparte -respondió Camden-. No ofrecer no es lo mismo que negar. ¿Por qué no habrías de pedirlo tú? Ahora eres tú quien lo quiere.

Leisha lo miró. Tenía 15 años y estaba en el último curso de la Escuela Sauley.

– ¿Por qué no me lo ofreciste?

– ¿Por qué habría de hacerlo?

– No lo sé -contestó Leisha-. Pero me diste todo lo demás.

– Incluida la libertad para pedir lo que quisieras.

Leisha buscó la contradicción, y la encontró.

– Yo no pedí la mayor parte de las cosas que me brindaste para mi educación, porque no sabía lo bastante como para pedirlas, y tú, como adulto, lo hiciste. Pero nunca me ofreciste la oportunidad de conocer a ninguno de los otros mutantes insomnes…

– No uses esa palabra -interrumpió Camden.

– … de modo que o bien pensaste que no era esencial para mi educación o bien tenías otro motivo para no querer que los conociera.

– Falso -dijo Camden-.

Existe una tercera posibilidad.

Que yo pensara que es esencial para tu educación conocerlos, que yo lo quisiera, pero que este asunto ofreciera una oportunidad de fomentar tu iniciativa personal esperando que lo pidieras.

– Muy bien -dijo Leisha, un poco desafiante; parecía haber muchos desafíos entre ellos últimamente, sin motivo aparente.

Cuadró los hombros y adelantó sus pechos nacientes:

– Lo estoy pidiendo. ¿Cuántos insomnes hay, quiénes son y dónde están?

– Si usas ese término "los insomnes" -respondió Camden-, es que ya has estado leyendo algo por tu cuenta. De modo que probablemente sepas que hay 1.082 de vosotros hasta ahora en los Estados Unidos, unos pocos más en el extranjero, la mayoría en grandes ciudades. Hay setenta y nueve en Chicago, la mayoría niños pequeños. Sólo diecinueve son mayores que tú.

Leisha no negó haber leído algo de eso. Camden se inclinó hacia adelante en su silla para mirarla. Leisha se preguntó si estaría necesitando anteojos; su cabello ya era totalmente gris, escaso y tieso como solitarias pajas de escoba. El Wall Street Journal lo incluía entre los cien hombres más ricos de América, y el Women's Wear Daily señalaba que era el único multimillonario del país que no se movía en la sociedad de las fiestas internacionales, de los bailes de caridad y los jets particulares. El jet de Camden lo transportaba a reuniones de negocios por todo el mundo, a la presidencia del Instituto de Economía Yagai y poco más. Con los años se había vuelto más rico, más aislado y más cerebral. Leisha sintió una oleada del viejo afecto.

Se arrojó de costado en un sillón de cuero, con las largas piernas colgando sobre un apoyabrazos. Se rascó, distraída, una picadura de mosquito en el muslo. -Bueno, entonces me gustaría conocer a Richard Keller.

– Vivía en Chicago y era el insomne del testeo beta más próximo a ella en edad. Tenía 17.

– ¿Y por qué pedírmelo? ¿Por qué no vas directamente?

Leisha sintió una nota de impaciencia en su voz. Le gustaba que explorara las cosas primero, para comentarlas con él luego.

Ambas partes eran importantes.

Leisha rió: -¿Sabes, Papá?, eres predecible.

Camden rió también. En medio de las risas entró Susan: