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Pero el motivo principal de este sentimiento es el propio mar. Curiosamente, pese a todo el poderío naval amasado hoy por Rusia, la idea del mar todavía le resulta más bien extraña a la población en general. Tanto el folklore como la propaganda oficial tratan este tema de un modo romántico, vago aunque positivo. Para la persona corriente, el mar se asocia sobre todo con el Mar Negro, las vacaciones, el sur, centros turísticos, y tal vez palmeras. Los epítetos más frecuentes que se encuentran en canciones y poemas son «amplio», «azul» y «bello». A veces se oye un «alborotado», pero esto no afecta al resto del contexto. Las nociones de libertad, de espacio abierto, de largarse de aquí, son instintivamente suprimidas y por consiguiente afloran en las formas inversas de miedo al agua y miedo a ahogarse. En este aspecto por sí solo, la ciudad situada en el delta del Neva es un reto para la psique nacional y con justicia lleva el nombre de «extranjera en su patria», que le adjudicó Nikolai Gogol. Si no un extranjero, sí por lo menos un marino. En cierto modo, Pedro I consiguió su objetivo, pues esta ciudad se convirtió en un puerto, y no sólo en el aspecto literal, sino también metafísicamente. No hay ningún otro lugar en Rusia donde los pensamientos se alejen tan libremente de la realidad, y con la aparición de San Petersburgo se inició la existencia de la literatura rusa.

Por cierto que pueda ser que Pedro planeara tener una nueva Amsterdam, el resultado tiene tan poco en común con esta ciudad holandesa como pueda tenerlo su ex homónima a orillas del Hudson. Pero lo que, en la última, escaló las alturas, en la primera se extendió horizontalmente, aunque el programa fuera el mismo. Y es que, por sí sola, la anchura del río exigía una escala arquitectónica diferente.

En las épocas posteriores a la de Pedro se empezaron a construir, no edificios separados, sino conjuntos arquitectónicos completos o, para ser más precisos, paisajes arquitectónicos. Intacta hasta entonces en lo referente a estilos de arquitectura europeos, Rusia abrió las compuertas y el barroco y el clasicismo irrumpieron e inundaron las calles y los terraplenes de San Petersburgo. Se alzaron, parecidos a tubos de órgano, bosques de altas columnas que flanquearon ad infinitum las fachadas de los palacios en un triunfo euclidiano de kilómetros de longitud. Durante la segunda mitad del siglo XVIII y el primer cuarto del XIX, esta ciudad se convirtió en un auténtico safari para los mejores arquitectos, escultores y decoradores italianos y franceses. Al adquirir su aspecto imperial, la ciudad se mostró escrupulosa hasta en el último detalle, y el revestimiento de granito de ríos y canales, y las elaboradas características de cada voluta en sus verjas de hierro forjado, hablan por sí mismos. Lo mismo cabe decir acerca de la decoración de los aposentos interiores en los palacios y las residencias campestres de la familia del zar y de la nobleza, una decoración cuya variedad y exquisitez lindan en la obscenidad. Y no obstante, tomaran lo que tomasen los arquitectos como patrón en su trabajo -Versalles, Fontainebleau, etcétera-, el resultado siempre era inconfundiblemente ruso, porque lo que dictaba al constructor lo que poner en otra ala, y con qué estilo debía hacerse, era más la superabundancia de espacio que la voluntad caprichosa de su cliente, a menudo ignorante pero inmensamente rico. Cuando se contempla el panorama del Neva abriéndose desde el bastión Trubetzkoy en la fortaleza de Pedro y Pablo, la Gran Cascada junto al golfo de Finlandia, se tiene la extraña sensación de que no es Rusia tratando de ponerse a la altura de la civilización europea lo que allí hace acto de presencia, sino una proyección ampliada de ésta a través de una linterna mágica y sobre una enorme pantalla de espacio y aguas.

En último análisis, el rápido crecimiento de la ciudad y de su esplendor debería ser atribuido en primer lugar a la presencia ubicua del agua. Los veinte kilómetros del Neva ramificándose en pleno centro de la ciudad, con sus veinticinco canales serpenteantes, grandes y pequeños, proporcionan a esta ciudad tal cantidad de espejos que el narcisismo resulta inevitable. Reflejada a cada segundo por miles de palmos cuadrados de amalgama de plata líquida, es como si la ciudad fuese filmada constantemente por su río, que descarga su caudal en el golfo de Finlandia, el cual, en un día soleado, parece un depósito de estas imágenes cegadoras. No es extraño que a veces esta ciudad dé la impresión de ser egoísta, preocupada tan sólo por su propio aspecto. Es verdad que en tales lugares se presta más atención a las fachadas que a las caras, pero la piedra es incapaz de procrear. La inagotable y enloquecedora multiplicación de todas estas pilastras, columnatas y pórticos sugiere la naturaleza de este narcisismo urbano, sugiere la posibilidad de que, al menos en el mundo inanimado, el agua puede ser considerada como una forma condensada del tiempo.

Pero tal vez más que en sus canales y ríos, esta extremadamente «premeditada ciudad», como la calificó Dostoievski, se ha visto reflejada en la literatura de Rusia, pues el agua sólo puede hablar de superficies, y además superficies expuestas. La descripción del interior, tanto real como mental, de la ciudad, de su impacto en las gentes y en su mundo interno, se convirtió en el tema principal de la literatura rusa casi desde el día de la fundación de esta urbe. Técnicamente hablando, la literatura rusa nació en ella, a orillas del Neva. Si, como suele decirse, todos los escritores rusos «salieron de El capote de Gogol», vale la pena recordar que este capote fue arrebatado de los hombros de aquel pobre funcionario nada menos que en San Petersburgo, muy al principio del siglo XIX. El tono, sin embargo, fue fijado por El jinete de bronce de Pushkin, cuyo protagonista, un escribiente de cualquier departamento, después de perder a su amada en una inundación, acusa a la estatua ecuestre del emperador de negligencia (no hay diques) y enloquece cuando ve al enfurecido Pedro, jinete en su caballo, saltar del pedestal y lanzarse en su persecución para aplastarlo bajo sus cascos, por insolente. (Esto podría ser, desde luego, un simple cuento sobre la rebelión de un hombrecillo contra el poder arbitrario, o acerca de la manía persecutoria, subconsciente contra superego, y así sucesivamente, de no ser por la magnificencia de los versos, los mejores nunca escritos en alabanza de esta ciudad, con la excepción de los de Osip Mandelstam, que fue literalmente estigmatizado en el territorio del imperio un siglo después de que Pushkin muriera en un duelo.)

Sea como fuere, a principios del siglo XIX San Petersburgo era ya la capital de las letras rusas, hecho que bien poco tenía que ver con la presencia allí de la corte. Al fin y al cabo, la corte se alojó en Moscú durante siglos y, a pesar de ello, casi nada salió de allí. El motivo de esta súbita explosión de poder creativo fue, también, y sobre todo, geográfico. En el contexto de la vida rusa en aquellos tiempos, la aparición de San Petersburgo fue similar al descubrimiento del Nuevo Mundo, pues ofreció a los pensadores de la época una oportunidad para mirarse a sí mismos y a la nación como si lo hicieran desde el exterior. En otras palabras, esta ciudad les brindó la posibilidad de objetivar el país. La noción de que la crítica es más válida cuando es efectuada desde fuera todavía hoy goza de considerable popularidad. Entonces, realzada por el carácter utópico alternativo -al menos visualmente- de la ciudad, instiló en aquellos que eran los primeros en tomar la pluma el sentimiento de la casi incuestionable autoridad de sus manifestaciones. Si es cierto que cada escritor debe distanciarse de su experiencia para ser capaz de comentarla, entonces la ciudad, al prestar este servicio alienante, les ahorró el viaje.

Procedentes de la nobleza, de familias terratenientes o del clero, todos estos escritores pertenecían, utilizando una estratificación económica, a la clase media, la clase que es casi la única responsable de la existencia de literatura en cualquier parte. Con dos o tres excepciones, todos ellos vivían de la pluma, es decir, con la suficiente estrechez para comprender, sin exégesis ni perplejidad, el malestar de los peor dotados, así como el esplendor de los que ocupaban la cima. Estos últimos no atraían su atención de una manera tan importante, aunque sólo fuera porque las posibilidades de ascender eran mucho más reducidas. Por consiguiente, disponemos de un retrato muy completo, casi estereoscópico, del San Petersburgo interior, real, ya que es el pobre el que constituye la parte principal de la realidad; el hombrecillo es casi universal. Además, cuanto más perfecto su entorno inmediato, más discordante e incongruente resulta él. Nada tiene de extraño que todos ellos -los oficiales retirados, las viudas empobrecidas, los funcionarios esquilmados, los periodistas hambrientos, los oficinistas humillados, los estudiantes tuberculosos y tantos otros-, vistos ante el impecable y utópico telón de fondo de los pórticos clasicistas, excitaran la imaginación de los escritores e inundaran los primerísimos capítulos de la prosa rusa.