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Rusia es un país muy continental; su masa terrestre constituye una sexta parte del firmamento mundial. La idea de construir una ciudad al borde de la tierra, y para colmo proclamarla como capital de la nación, fue considerada por los contemporáneos de Pedro I como desdichada, por decir lo mínimo. El mundo uterino y claustrofóbico, y tradicional en lo idiosincrático, de la Rusia propiamente dicha tiritaba bajo el viento frío y penetrante del Báltico. La oposición a las reformas de Pedro fue formidable, sobre todo porque las tierras del delta del Neva eran verdaderamente adversas. Eran tierras bajas y marismas, y para construir sobre ellas era necesario reforzar el suelo. Había abundancia de madera en los alrededores, pero no voluntarios para cortarla, y mucho menos para clavar los pilares en el suelo.

Pero Pedro I tenía una visión de la ciudad, y de algo más que la ciudad, pues él veía a Rusia con su rostro vuelto hacia el mundo. En el contexto de su época, esto quería decir hacia Occidente, y la ciudad estaba destinada a convertirse -como dijo un escritor europeo que visitó entonces Rusia- en una ventana hacia Europa. En realidad, Pedro quería una puerta, y la quería entreabierta. A diferencia de sus antecesores y también de sus sucesores en el trono de Rusia, ese monarca, con su estatura de un metro noventa y cinco, no padecía la tradicional dolencia rusa: un complejo de inferioridad respecto a Europa. Él no quería imitar a Europa: quería que Rusia fuese Europa, tal como él era, al menos en parte, un europeo. Desde su infancia, muchos de sus íntimos amigos y compañeros, así como los principales enemigos con los que guerreaba, eran europeos, y había pasado más de un año trabajando, viajando y literalmente viviendo en Europa, a la que después visitaría con frecuencia. Para él, Occidente no era tierra incógnita. Hombre de mente sobria, aunque tremendamente inclinado a la bebida, contemplaba cada país en el que había puesto el pie -incluido el suyo- como una mera continuación del espacio. En cierto modo, la geografía era para él mucho más real que la historia, y sus direcciones predilectas eran el norte y el oeste.

En general, estaba enamorado del espacio, y del mar en particular. Quería que Rusia poseyera una marina de guerra, y con sus propias manos ese «zar carpintero», como le llamaban sus contemporáneos, construyó su primera embarcación (que hoy se exhibe en el Museo de la Marina), empleando los conocimientos que había adquirido mientras trabajaba en los astilleros holandeses y británicos. Por consiguiente, su visión de esta ciudad era bastante particular. El quería que fuese un puerto para la marina rusa, una fortaleza contra los suecos, que durante siglos habían asediado esas costas, y el baluarte septentrional de su nación. Al propio tiempo, pensaba en que esta ciudad llegara a convertirse en el centro espiritual de la nueva Rusia: el centro de la razón, de las ciencias, de la educación y de los conocimientos. Para él, éstos eran los elementos de la visión y los objetivos conscientes, no los productos secundarios del impulso militar de las épocas subsiguientes.

Cuando un visionario es al mismo tiempo emperador, actúa de una manera implacable. Los métodos a los que recurrió Pedro I, para llevar a cabo su proyecto, podrían definirse, en el mejor de los casos, como un reclutamiento obligatorio. Aplicó impuestos a todo y a todos con tal de obligar a sus súbditos a luchar con la tierra. Durante el reinado de Pedro, un súbdito de la corona rusa tenía una opción más que limitada entre incorporarse al ejército o ser enviado a construir San Petersburgo, y es difícil decir cuál de las dos alternativas era peor. Decenas de millares de hombres encontraron un final anónimo en las marismas del delta del Neva, cuyas islas gozaban de una reputación similar a la de un gulag actual. Con la excepción de que, en el siglo XVIII, uno sabía lo que estaba construyendo y tenía además la posibilidad de recibir al final los últimos sacramentos y tener una cruz de madera sobre su tumba.

Quizá Pedro no tuviera otra manera de asegurar la ejecución de su proyecto. Con la excepción de las guerras, hasta su reinado Rusia apenas había conocido la centralización y nunca había actuado como una entidad todopoderosa. La coerción universal ejercida por el futuro Jinete de Bronce para completar su proyecto unió a la nación por primera vez y originó el totalitarismo ruso, cuyos frutos no saben mejor de lo que sabían sus semillas. La masa había invitado a una solución masiva, y ni por su educación ni por la propia historia de Rusia estaba Pedro preparado para otra cosa. Trataba al pueblo exactamente como trataba a la tierra donde se alzaría su futura capital. Carpintero y navegante, este gobernante reglamentador utilizó un solo instrumento para diseñar su ciudad: una regla. El espacio que se extendía ante él era totalmente plano, horizontal, y no le faltaban razones para tratarlo como un mapa, donde una línea recta basta. Si algo se curva en esta ciudad, ello no se debe a una planificación específica, sino a que él era un dibujante torpe cuyo dedo se escapaba a veces del borde de la regla, y el lápiz seguía este desliz. Y lo mismo hacían sus aterrorizados subordinados.

En realidad, la ciudad descansa sobre los huesos de sus constructores, tanto como sobre los pilares de madera que éstos clavaron en el suelo. Lo mismo ocurre, hasta cierto punto, en gran parte del Viejo Mundo, pero la historia sabe poner a buen recaudo los recuerdos desagradables. Ocurre que San Petersburgo es demasiado joven para albergar mitologías, y cada vez que se produce un desastre natural o premeditado, cabe detectar entre la multitud una cara pálida, algo demacrada, carente de edad y con unos ojos hundidos, blancos y de mirada fija, y oír en un murmullo: «¡Os digo que este lugar está maldito!». Uno se estremece, pero momentos después, al tratar de echar otra ojeada al que ha hablado, el rostro ha desaparecido. En vano los ojos recorren el lento curso de las multitudes y el tráfico que fluye trabajosamente a su lado, pues nada se ve, excepto los indiferentes transeúntes y, a través del velo oblicuo de la lluvia, los rasgos magníficos de los grandes edificios imperiales. La geometría de las perspectivas arquitectónicas de esta ciudad es perfecta para perder las cosas definitivamente.

Pero, en conjunto, el sentimiento de una naturaleza que regrese un día para reclamar su propiedad usurpada, cedida una vez ante el asalto humano, tiene aquí su lógica. Procede del largo historial de inundaciones que han asolado esta ciudad, de la proximidad física, palpable, de la ciudad respecto al mar. Aunque el trastorno nunca llegue más allá de un Neva que se desprende de su granítica camisa de fuerza, la mera visión de aquellos enormes y plomizos nubarrones que, procedentes del Báltico, se abalanzan sobre la ciudad, hace que sus habitantes tiemblen con unas ansiedades que, por otra parte, siempre están presentes. A veces, sobre todo a fines del otoño, este clima, con sus vientos húmedos, sus lluvias a cántaros y el Neva que desborda su cauce, dura semanas. Aunque nada cambie, el mero factor tiempo obliga a pensar que la situación está empeorando. En tales días, uno recuerda que no hay diques alrededor de la ciudad y que uno se encuentra literalmente rodeado por esa quinta columna de canales y tributarios; que uno vive prácticamente en una isla, una de las 101 existentes; que uno vio en aquella película -¿o fue en un sueño?- aquella ola gigantesca que…, un largo etcétera, y entonces uno pone la radio para oír la siguiente previsión meteorológica. Y ésta suele ser positiva y optimista.