Se detuvieron en la oscuridad para dejar descansar a los animales y varios hombres metieron sus armas en los carros por miedo a atraer los relámpagos y uno que se llamaba Hayward dijo una oración pidiendo lluvia. Oró así: Dios Todopoderoso, si eso no se aparta demasiado de tus designios eternos, qué te parece si nos envías un poquito de lluvia.
Dilo en voz alta, clamaron algunos, y arrodillándose gritó Hayward en medio de los truenos y del viento:
Señor, aquí abajo estamos más secos que la cecina. Manda unas pocas gotas a estos pobres muchachos perdidos en la pradera y tan lejos de casa.
Amén, dijeron, y montando en sus caballos siguieron adelante. No había pasado una hora que el viento empezó a refrescar y de aquella salvaje oscuridad empezaron a caer gotas de lluvia del tamaño de la metralla. Pudieron notar el olor de la piedra mojada y el olor dulzón de los caballos mojados y el cuero mojado. Siguieron adelante.
Cabalgaron al calor del día siguiente con los barriletes de agua vacíos y los caballos extenuados y por la tarde aquellos elegidos, astrosos y blancos de polvo como una compañía de panaderos armados y a caballo errando de pura demencia, dejaron atrás el desierto por una brecha en las lomas y descendieron hacia un solitario jacal, burda choza de barro y juncos con un establo rudimentario y unos corrales.
Empalizadas de huesos delimitaban estos reducidos y polvorientos recintos y la muerte parecía ser el rasgo predominante del paisaje. Extrañas cercas que el viento y la arena habían estregado y el sol blanqueado y agrietado como porcelana vieja, visibles las fisuras pardas dejadas por la intemperie y allí ninguna cosa viva se movía. Las formas acanaladas de los jinetes pasaron tintineando por la tierra reseca color de hollín y frente a la fachada de adobe del jacal, temblorosos los caballos, oliendo el agua. El capitán levantó la mano y el sargento habló y dos hombres desmontaron para aproximarse a la choza con los rifles a punto. Abrieron una puerta hecha de cuero crudo y entraron. Pocos minutos después volvieron a salir.
Por aquí tiene que haber alguien. Hay brasas calientes. El capitán oteó vigilante la distancia. Desmontó con la paciencia de alguien habituado a bregar con incompetentes y se dirigió hacia el jacal. Cuando salió volvió a examinar el terreno. Los caballos estaban inquietos y no paraban de piafar y los hombres les tiraban del bocado y los reprendían con aspereza.
Sargento.
Señor.
Esta gente no puede andar lejos. Vea si puede encontrarlos. Y mire si hay forraje para los animales.
¿Forraje?
Sí, forraje.
El sargento apoyó una mano en el fuste de la silla y miró en derredor y meneó la cabeza y se apeó del caballo.
Atravesaron el chamizo y el cercado de la parte de atrás y fueron hasta el establo. No había animales ni nada aparte de una casilla con un montón de sotoles secos por toda comida. Salieron por detrás y fueron a una pila en donde había agua estancada y un arroyuelo corría por la arena. Había huellas de cascos cerca de la alberca y estiércol seco y al borde del riacho correteaban unos pajarillos.
El sargento, que se había acuclillado, se levantó y escupió al suelo. Bien, dijo. ¿Hay algo que no se vea en treinta kilómetros a la redonda?
Los soldados escudriñaron la inmensidad que les rodeaba.
No creo que esta gente haya ido tan lejos.
Bebieron y regresaron al jacal. Los demás estaban guiando los caballos por el estrecho sendero.
El capitán aguardaba de pie con los pulgares metidos en el cinto.
No sé dónde se pueden haber metido, dijo el sargento.
¿Qué hay en el cobertizo?
Un poco de pienso reseco.
El capitán frunció el ceño. Debería haber una cabra o un puerco. Algo. Gallinas como mínimo.
A los pocos minutos dos hombres llegaron del establo arrastrando a un viejo. Estaba cubierto de polvo y broza seca y se protegía los ojos con el brazo. Fue llevado a la fuerza ante el capitán y allí quedó postrado y como embobinado en algodón blanco. El viejo se puso las manos en los oídos y los codos delante de los ojos como uno al que le exigen que presencie algo espantoso. El capitán volvió la cabeza asqueado. El sargento dio un puntapié al viejo. ¿Qué le pasa a este?, dijo.
Se está meando, sargento. Se está meando encima. El capitán señaló hacia él con los guantes.
Sí señor.
Lléveselo de aquí ahora mismo.
¿Quiere que Candelario hable con él?
Es un bobo. Lléveselo ya.
Se fueron con el viejo a rastras. Había empezado a balbucir pero nadie le hizo caso y se perdió de vista en la mañana.
Vivaquearon junto a la alberca y el herrador se ocupó de los mulos y los ponis que habían perdido algún casquillo y trabajaron reparando los carros a la luz de la lumbre hasta bien entrada la noche. Partieron con una aurora escarlata donde la unión de cielo y tierra era como el filo de una cuchilla. A lo lejos oscuros y pequeños archipiélagos de nubes y el vasto universo de arena y de matojos punteados en el vacío sin márgenes en donde aquellos islotes azules temblaban y la tierra se volvía incierta, seriamente sesgada y virando entre matices de rosa para desaparecer en la oscuridad más allá del alba hasta el último rebajo del espacio.
Atravesaron regiones de piedra multicolor solevantada en tajos mellados y capas horizontales de roca trapeana alzadas en fallas y anticlinales curvados sobre sí mismos y desgajados como tocones de grandes troncos de piedra y piedras que los rayos de alguna vieja tormenta habían hendido, convirtiendo el agua infiltrada en una explosión de vapor. Dejaron atrás diques de roca parda que bajaban por las angostas gargantas de los cerros para salir al llano como ruinas de viejos muros, otros tantos augurios de la mano del hombre antes de que el hombre o cualquier ser vivo existieran.
Cruzaron un pueblo entonces y ahora en ruinas y acamparon entre las paredes de una esbelta iglesia de adobe y quemaron las vigas caídas del techo para hacer fuego mientras en la oscuridad de las arcadas gritaban los búhos.
Al día siguiente vieron nubes de polvo que ocupaban varios kilómetros de lado a lado del horizonte. Siguieron adelante atentos al polvo hasta que este empezó a aproximarse y el capitán levantó la mano ordenando detenerse y sacó de su alforja un viejo catalejo de la caballería y lo desensambló y barrió lentamente la lejanía. El sargento descansaba sin desmontar a su lado y al poco rato el capitán le pasó el anteojo.
Eso es una manada de algo.
Yo creo que son caballos.
¿A qué distancia cree que están?
Es difícil decirlo.
Haga venir a Candelario.
El sargento se volvió e hizo señas al mexicano. Cuando este llegó a caballo le pasó el catalejo y el mexicano se lo llevó a un ojo y miró. Luego bajó el aparato y observó a ojo descubierto y después volvió a mirar. Se quedó montado con el anteojo puesto sobre el pecho como un crucifijo.
Bueno, qué, dijo el capitán.
Candelario meneó la cabeza.
¿Qué diablos significa eso? No son búfalos, ¿verdad?
No. Me parece que son caballos.
A ver ese anteojo.
El mexicano se lo pasó y el capitán oteó el horizonte una vez más y cerró el tubo con el pulpejo de la mano y lo devolvió a su alforja y levantó la mano ordenando seguir adelante.
Había vacas, mulos, caballos. Varios millares de cabezas, y avanzaban en diagonal hacia la compañía. A media tarde se podían ver jinetes a simple vista, un puñado de indios desharrapados en los flancos exteriores de la manada a lomos de sus ágiles ponis. Otros llevaban sombrero, mexicanos tal vez. El sargento retrocedió hacia donde estaba el capitán.
¿Qué opina usted, capitán?
Yo opino que es un hatajo de paganos ladrones de ganado. ¿Y usted?
Eso pensaba yo.
El capitán observó por el anteojo. Supongo que nos han visto, dijo.
Seguro.
¿Cuántos jinetes diría que hay?