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Allá abajo hay un lago, dijo el chaval.

Sproule no quiso mirar.

Centelleaba en la lejanía, un reborde de sal en toda la orilla. El chaval lo miró con detenimiento y así también los caminos. Al rato señaló hacia el sur. Yo creo que por ahí pasa más gente.

Tranquilo, dijo Sproule. Vete tú.

Como quieras.

Sproule le vio alejarse. Al cabo de un rato se levantó y le siguió.

Habrían andado unos tres kilómetros cuando se detuvieron a descansar un poco, Sproule sentado con las piernas al frente y las manos en el regazo y el chico en cuclillas un poco más allá. Parpadeando y barbudos y asquerosos.

¿Tú crees que son truenos?, dijo Sproule.

El chaval alzó la cabeza.

Escucha.

El chaval miró al cielo, ahora azul pálido, sin otra marca que el sol ardiendo como un agujero blanco.

Lo noto en el suelo, dijo Sproule.

No es nada.

Escucha.

El chaval se levantó y echó un vistazo. Hacia el norte un leve movimiento de polvo. Lo estuvo observando. Ni se elevaba ni se disipaba.

Era una carreta que daba tumbos por la llanura, tirada por un pequeño mulo. El cochero quizá se había dormido. Cuando vio a los fugitivos en el camino frenó al mulo y empezó a dar media vuelta y casi lo había conseguido pero el chaval se había adelantado ya y agarró la cabezada de cuero y tiró del animal hasta hacer que se detuviera. Sproule se acercó cojeando. Dos niños miraban desde la trasera de la carreta. Estaban tan pálidos de polvo, tan blanco tenían el pelo y tan arrugada la cara, que parecían dos pequeños gnomos. Al ver al chaval frente a él el cochero se echó atrás y la mujer que estaba a su lado se puso a gorjear con voz estridente y a señalar de un horizonte al otro pero el chaval saltó a la plataforma y Sproule le imitó como pudo y se tumbaron boca arriba mirando la recalentada cubierta de vaqueta mientras los dos niños se acurrucaban en el rincón y los observaban con sus ojos negros de ratón de monte y la carreta giró de nuevo al sur y partió con un creciente traqueteo de madera y metal.

Un cántaro de arcilla con agua colgaba del horcate por una correa y el chaval lo bajó y bebió un poco y se lo pasó a Sproule. Luego lo cogió otra vez y bebió el agua que quedaba. Tumbados en la cama del carromato entre cueros viejos y sal derramada, al cabo de un rato se durmieron.

Llegaron al pueblo que ya era de noche. Les despertó notar que la carreta ya no daba sacudidas. El chaval se incorporó y miró hacia afuera. Una calle de barro a la luz de las estrellas. El carro vacío. El mulo resollaba y pateó entre las limoneras. Al poco rato el hombre llegó de las sombras y los condujo por una calle estrecha hasta un patio y allí hizo recular al mulo hasta que la carreta quedó paralela a una pared y luego desenganchó el mulo y se lo llevó.

Se recostó en la plataforma inclinada. Hacía frío y tenía las rodillas encogidas bajo un pedazo de pellejo que olía a moho y orina y toda la noche durmió a intervalos y ladraron perros toda la noche y al alba cantaron unos gallos y pudo oír caballos en el camino.

Con la primera luz las moscas empezaron a cebarse en él. Al tocarle la cara le despertaron y él las ahuyentó con la mano. Al cabo de un rato se incorporó.

Estaban en un corral tapiado y había una casa hecha de cañizo y arcilla. Las gallinas se apartaron sin dejar de cloquear y picotear. Un niño salió de la casa y se bajó los pantalones y defecó en el patio y luego se levantó y volvió a entrar. El chaval miró a Sproule. Estaba tendido cara a las tablas del carro. Un enjambre de moscas rondaba su cuerpo parcialmente tapado por una manta. El chaval alargó la mano para sacudirlo. Estaba frío y tieso. Las moscas se apartaron y volvieron a posarse.

Estaba meando junto a la carreta cuando los soldados entraron a caballo en el corral. Lo apresaron y le ataron las manos a la espalda y miraron en la carreta y hablaron entre sí y después lo sacaron a la calle.

Fue conducido a un edificio de adobe y encerrado en una habitación pequeña. El chaval se sentó en el suelo mientras un muchacho le vigilaba con un viejo mosquete y los ojos desorbitados. Al poco rato vinieron a sacarlo otra vez.

Mientras era conducido por las estrechas calles de barro pudo oír cada vez más fuerte una especie de fanfarria. Primero le acompañaban niños y luego gente mayor y por último una muchedumbre de aldeanos de tez oscura vestidos de algodón blanco como enfermeros de alguna institución, las mujeres envueltas en rebozos oscuros, algunas con los pechos al aire, teñidas las caras de rojo con almagre y fumando puros pequeños. Cada vez eran más y los soldados con sus fusiles al hombro fruncieron el ceño y gritaron a los que empujaban y siguieron bordeando la alta pared de adobe de una iglesia hasta llegar a la plaza.

El bazar estaba en su apogeo. Una feria ambulante, un circo primitivo. Pasaron junto a robustas jaulas de sauce atestadas de víboras, de enormes serpientes de color lima procedentes de alguna latitud más meridional o granulosos lagartos con la boca negra húmeda de veneno. Un raquítico leproso viejo sostenía en alto puñados de tenias sacadas de un tarro y pregonaba sus remedios contra la solitaria y era zarandeado por otros boticarios impertinentes y por buhoneros y mendigos hasta que llegaron todos ante una mesa de caballete sobre la cual había una damajuana de cristal que contenía un mezcal translúcido. En dicho recipiente, con el pelo flotando y los ojos vueltos hacia arriba en una cara pálida, había una cabeza humana. Lo arrastraron entre gritos y aspavientos. Mire, mire, exclamaron al llegar a la mesa. Le instaron a estudiar aquella cosa y dieron vuelta a la damajuana hasta que la cabeza quedó mirando al chaval. Era el capitán White. Hacía poco en guerra contra los paganos. El chaval observó los ojos anegados y ciegos de su antiguo comandante. Miró luego a los aldeanos y a los soldados, todos pendientes de él, y escupió. No es pariente mío, dijo.

Lo encerraron en un viejo corral de piedra junto a otros tres refugiados de la expedición. Estaban sentados contra la pared aturdidos y parpadeando o bien daban vueltas al perímetro por el rastro seco de los mulos y caballos y vomitaban y cagaban mientras unos niños les abucheaban desde lo alto del parapeto.

Se puso a hablar con un chico flaco de Georgia. Yo estaba más enfermo que un perro, dijo el chico. Pensaba que me iba a morir y luego me dio miedo seguir viviendo. He visto a un hombre montando el caballo del capitán no muy lejos de aquí, dijo el chaval.

Sí, dijo el de Georgia. Los mataron a él y a Clark y a otro chico que nunca supe cómo se llamaba. Llegamos al pueblo y al día siguiente ya nos habían metido en el calabozo y el mismo hijo de perra estuvo aquí con sus guardianes y bebiendo y jugando a las cartas, él y el jefe, para ver quién se quedaba el caballo del capitán y quién las pistolas. Supongo que has visto la cabeza del capitán.

Sí. Es lo peor que he visto en toda mi vida.

Alguien debió ponerla en conserva hace ya tiempo. En realidad deberían hacerlo con la mía. Por haber hecho caso de aquel imbécil.

A medida que el día avanzaba fueron cambiando de pared en busca de un poco de sombra. El chico de Georgia le habló de sus camaradas expuestos sobre losas en el mercado, fríos y muertos. El capitán con la cabeza cortada en mitad de un bañadero y casi devorado por cerdos. Arrastró el talón por el polvo y excavó un poco para apoyarlo allí. Piensan llevarnos a Chihuahua, dijo.

¿Cómo lo sabes?

Eso dicen. Yo no lo sé.

¿Quién es el que lo dice?

Ese marinero de allá. Chapurrea un poco el idioma. El chaval miró al hombre de marras. Meneó la cabeza y escupió seco.

Durante todo el día grupos de niños encaramados a las paredes los observaron y los señalaron sin parar de hablar y chillar. Rodeaban el parapeto e intentaban mear sobre los que dormían a la sombra pero los presos estaban ojo avizor. Algunos les tiraban piedras pero el chaval cogió una del tamaño de un huevo que había caído al polvo y con ella tumbó a un niño pequeño que cayó de la pared sin más ruido que un golpe sordo cuando aterrizó en el suelo por el otro lado.