Nunca has ido a cazar aborígenes, ¿verdad?, dijo Bathcat.
¿Quién lo ha dicho?
Lo sé yo.
Toadvine no respondió.
Lo encontrarás bastante divertido.
Eso he oído decir.
El tasmanio sonrió. Las cosas han cambiado, dijo. Cuando pisé por primera vez este país había salvajes allá en el San Saba que apenas habían visto hombres blancos. Vinieron a nuestro campamento y compartimos la comida con ellos y los tipos no les quitaban ojo a nuestros cuchillos. Al día siguiente trajeron reatas enteras de caballos al campamento para hacer trueque. Nosotros no sabíamos lo que querían. Ellos también tenían cuchillos, o lo que fueran. Lo que pasa es que nunca habían visto huesos cortados en un puchero.
Toadvine quiso mirarle la frente pero el hombre tenía el sombrero calado hasta los ojos. El tasmanio sonrió y se lo echó un poco hacia atrás con el pulgar. La huella de la cinta interior parecía una cicatriz en la frente pero aparte de ésa no tenía otras marcas. Pero en la cara interna del brazo llevaba tatuado un número que Toadvine vería primero en una casa de baños de Chihuahua y después cuando rajaría el torso del hombre colgado de una rama espetado por los talones en los páramos de Pimeria Alta el otoño de aquel mismo año.
Subieron entre chollas y nopales, un bosque enano de cosas espinosas, cruzaron un desfiladero abierto en la roca y luego bajaron entre artemisas y aloes floridos. Pasaron por una amplia llanura de hierba del desierto salpicada de palmillos. En las faldas se erguían muros de piedra gris que costeaban las cumbres de las montañas hasta donde se escoraban y se abatían sobre la llanura. No pararon a almorzar ni a hacer la siesta y el ojo algodonoso de la luna descansaba a plena luz del día en el cuello de la montañas de más al este y cabalgaban todavía cuando los avanzó en su meridiano nocturno, dibujando en el llano un camafeo azul de aquella espantosa columna de peregrinos que se dirigía rechinando al norte.
Pasaron la noche en el corral de una hacienda donde toda la noche hubo fuegos de vigilancia encendidos en las azoteas. Dos semanas antes un grupo de campesinos había sido pasado a cuchillo con sus propias azadas, siendo parcialmente devorados por los cerdos mientras los apaches capturaban todo el ganado que podían conducir y desaparecían en las colinas. Glanton ordenó matar una cabra, cosa que hicieron en el corral mientras los caballos temblaban de espanto, y al resplandor de las llamas los hombres procedieron a asar la carne y la comieron con sus cuchillos y se limpiaron los dedos en el pelo y se echaron a dormir en la tierra quebrantada.
Con el crepúsculo del tercer día entraron en el pueblo de Corralitos, los caballos cruzando con cautela las cenizas endurecidas y el sol esplendiendo rojizo entre el humo. Las chimeneas de las herrerías se alineaban contra un cielo ceniciento y las luces globulosas de los hornos destacaban bajo la oscuridad de las colinas. Había llovido durante el día y a lo largo del camino las casitas de barro proyectaban sus ventanas iluminadas en charcas de las que unos puercos chorreantes, como demonios zafios salidos de un pantano, huyeron gimiendo al ver a los caballos. Las casas estaban protegidas por troneras y parapetos y el aire iba cargado de vapores de arsénico. Los lugareños habían salido a ver a los tejanos, como los llamaban, todos muy solemnes junto al camino, y se fijaban hasta en el más mínimo de sus gestos con expresiones de miedo, expresiones de asombro.
Acamparon en la plaza, ennegreciendo los álamos con sus fogatas y ahuyentando a los pájaros que dormían. Las llamas iluminaban todo el mísero pueblo hasta en sus más oscuros corrales y hacían salir incluso a los ciegos, que venían tambaleándose con las manos extendidas al frente hacia aquel día conjetural. Glanton y el juez y los hermanos Brown siguieron hasta la hacienda del general Zuloaga, donde les dieron bienvenida y cena y la noche transcurrió sin incidentes.
Por la mañana una vez ensilladas sus monturas y reunidos todos en la plaza a punto de partir se les acercó una familia de saltimbanquis en busca de una travesía segura tierra adentro hasta la localidad de Janos. Glanton los miró desde su caballo en cabeza de la columna. Sus enseres estaban apilados en unos cuévanos viejos atados a los lomos de tres burros y eran un hombre y su mujer y un chico y una niña. Vestían trajes circenses con estrellas y medias lunas bordadas y los antaño chillones colores estaban descoloridos y pálidos por el polvo de los caminos y parecían así un grupo de vagabundos abandonados en aquel territorio funesto. El viejo se adelantó y agarró la brida del caballo de Glanton.
Saca las manos del caballo, dijo Glanton.
El hombre no hablaba inglés pero obedeció. Empezó a exponer su caso. Gesticulaba, señalaba hacia los otros. Glanton le observaba pero era difícil saber si le estaba escuchando. Se volvió para mirar al chico y a las dos mujeres y miró de nuevo al hombre.
¿Qué sois?, dijo.
El hombre se llevó la mano a la oreja y se lo quedó mirando boquiabierto.
Digo que qué sois. ¿Tenéis un espectáculo?
Miró hacia los otros.
Un espectáculo, repitió Glanton. Bufones.
La cara del hombre se iluminó. Sí, dijo. Si, bufones. De todo un poco. Miró al chico. ¡Casimiro! ¡Los perros!
El chico corrió hacia uno de los burros y empezó a hurgar entre los embalajes. Sacó una pareja de animales calvos con orejas de murciélago, ligeramente más grandes que ratas y pardos de color, y los lanzó al aire y los cogió al vuelo y los animales se pusieron a hacer piruetas en sus manos.
¡Mire, mire!, exclamó el hombre. Estaba buscando algo en sus bolsillos y momentos después se puso a hacer malabarismos con cuatro pequeñas pelotas de madera frente al caballo de Glanton. El caballo resopló y alzó la cabeza y Glanton se inclinó en la silla y escupió y se limpió la boca con el dorso de la mano.
Qué gansada, dijo.
El hombre insistía en sus malabares y les gritó algo a las mujeres y los perros bailaban y madre e hija estaban preparando alguna cosa cuando Glanton le habló al viejo.
No sigas con esa mierda. Si queréis venir con nosotros poneos a la cola. No prometo nada. Vámonos.
Picó a su caballo. La compañía se puso en movi miento y el malabarista mandó a las mujeres hacia los burros y el chico se quedó parado con los ojos muy abiertos y los perros bajo el brazo esperando instrucciones. Partieron en medio de la chusma entre grandes conos de escoria y relaves. La gente se los quedó mirando. Algunos hombres estaban cogidos de la mano como enamorados y un niño pequeño llegó tirando de un ciego por un cordel para buscarle un lugar estratégico.
A mediodía cruzaron el pedregoso lecho del río Casas Grandes y siguieron una cama de roca por encima del desvaído hilo de agua dejando atrás un osario donde varios años antes soldados mexicanos habían exterminado un campamento de apaches, mujeres y niños, los huesos y los cráneos esparcidos a lo largo de medio kilómetro y los pequeños miembros de niños de pecho y sus endebles cráneos desdentados como osamentas de pequeños monos en el lugar de su muerte y algunos restos de cestas arruinadas por la intemperie y vasijas rotas entre los cascajos. Siguieron adelante. El río salía de las áridas montañas por un pasillo de árboles verde lima. Al oeste se recortaba el Carcaj y al norte los borrosos picos azules de las Ánimas.
Aquella noche acamparon en una ventosa meseta de piñón y enebro y las lumbres se inclinaban a favor del viento y cadenas de chispas incandescentes correteaban por entre las matas. Los saltimbanquis descargaron sus burros y empezaron a levantar una enorme tienda gris. La lona ilustrada de garabatos arcanos restallaba dando bandazos, se erguía imponente, orzaba y los envolvía en sus faldones. La niña estaba en el suelo sosteniendo una esquina de tela rebelde. Su cuerpo empezaba a reptar por la arena. El malabarista dio unos pasitos. Los ojos de la mujer estaban rígidos a la luz de la lumbre.