Mientras trotaban hacia la playa blanca de sal un viejo que estaba acuclillado en las matas se levantó y se encaró a ellos. Los perros que esperaban para pelearse por sus excrementos empezaron a gañir. En el lago los patos fueron levantando el vuelo de a uno y de a dos. Alguien tumbó al viejo de un mazazo y los jinetes picaron espuelas y enfilaron el campamento detrás de los perros blandiendo sus porras y los perros aullando como en un cuadro de una cacería infernal, diecinueve partisanos lanzados sobre la acampada en donde dormían más de un millar de almas.
Glanton arremetió con caballo y todo contra la primera de las tiendas pisoteando a sus ocupantes. De las puertas bajas empezaban a salir siluetas. Los jinetes cruzaron el poblado a galope tendido y giraron y atacaron de nuevo. Un guerrero se interpuso en su camino y blandió una lanza y Glanton lo dejó seco de un tiro. Otros tres echaron a correr y él mató a los dos primeros con disparos tan seguidos que ambos cayeron a la vez y el tercero pareció desintegrarse mientras corría, herido por media docena de balas.
En aquel primer minuto la matanza se había generalizado. Las mujeres chillaban y niños desnudos y un hombre viejo se adelantaron agitando unos pantalones blancos. Los jinetes pasaron entre ellos y los asesinaron con porras o cuchillos. Un centenar de perros aullaban atados y otros corrían como posesos entre las chozas dando dentelladas entre ellos y a los que estaban atados, y aquel pandemónium y aquel clamor no disminuyeron desde el momento en que los jinetes habían irrumpido en el poblado. Algunas chozas estaban ya en llamas y todo un desfile de refugiados había empezado a correr hacia el norte por la playa lanzando alaridos y con los jinetes entre ellos como pastores aporreando primero a los rezagados.
Cuando Glanton y sus jefes cruzaron de vuelta el campamento la gente huía bajo los cascos de los caballos y los caballos corcoveaban y algunos de los hombres iban a pie entre las chozas armados de antorchas y sacando a las víctimas por la fuerza, empapados de sangre, acuchillando a los moribundos y decapitando a quienes imploraban clemencia. Había en el campamento unos cuantos esclavos mexicanos los cuales corrían hacia los jinetes gritando en español para acabar con la crisma rota o muertos, y un delaware surgió de entre el humo con un niño desnudo en cada mano y se agachó junto a un foso de estiércol y agarrándolos de los talones primero uno y luego el otro les aplastó la cabeza contra las piedras del borde de forma que los sesos salieron disparados por la fontanela en un vómito sanguinolento y humanos incinerados venían gritando como lunáticos y los jinetes los exterminaban con sus enormes cuchillos y una mujer corrió a abrazarse a las ensangrentadas manos del caballo de Glanton.
Para entonces un pequeño grupo de guerreros había conseguido hacerse con varios caballos de la manada desperdigada y marchaban hacia el poblado disparando una lluvia de flechas entre las chozas en llamas. Glanton sacó el rifle de su funda y disparó a los dos caballos de cabeza y enfundó de nuevo el rifle y sacó su pistola y empezó a disparar justo entre las orejas de su montura. Los jinetes indios se debatían entre los caballos tumbados y se agruparon y giraron en círculo y fueron abatidos uno por uno hasta que la docena de supervivientes dio media vuelta y huyó hacia el lago dejando atrás la columna de refugiados para desaparecer en medio de una estela de cenizas de sosa.
Glanton volvió grupas. Los muertos cubrían el médano como las víctimas de una catástrofe marítima y estaban esparcidos por la parte anterior de la playa en un delirio de sangre y entrañas. Algunos jinetes remolcaban cuerpos de las aguas del lago y la espuma que bañaba ligeramente la orilla era de un rosa pálido a la luz que ya medraba. Se movían entre los muertos recolectando con sus cuchillos los largos mechones negros y dejando a las víctimas peladas y extrañas en sus ensangrentadas cofias. Los caballos sueltos de la manada trotaron por el pestilente arenal y desaparecieron entre el humo y al cabo de un rato aparecieron de nuevo. Algunos hombres caminaban por las rojas aguas tirando tajos a a los muertos y los había que se acoplaban a los cuerpos aporreados de jóvenes muertas o agonizantes en la playa. Un delaware pasó con una colección de cabezas cual insólito vendedor camino de algún mercado, enroscados los cabellos a la muñeca y las cabezas colgando y chocando entre sí. Glanton sabía que todo lo que allí ocurría iba a tener su impugnación en el desierto y pasó entre sus hombres metiéndoles prisa.
McGill surgió de entre las fogatas y se quedó mirando inexpresivo toda la escena. Le habían espetado con una lanza y sostenía la vara con ambas manos. Estaba hecha de un tallo de sotol y la punta de una vieja espada de caballería atada al mango y le salía por los riñones. El chaval salió del agua y se le acercó y el mexicano se sentó con cuidado en la arena.
Aparta, le dijo Glanton.
McGill se volvió para mirar a Glanton y mientras lo hacía Glanton levantó su pistola y le disparó un tiro entre los ojos. Volvió a enfundar el arma y sujetó el rifle derecho sobre la silla de montar y lo aseguró con la rodilla mientras vertía pólvora en los dos cañones. Alguien le gritó algo. El caballo tembló y se repropió y Glanton le habló en voz baja y envolvió dos balas en taco y las introdujo. Estaba observando un cerro en lo alto del cual se había agrupado un pequeño grupo de apaches a caballo.
Estaban a unos cuatrocientos metros de distancia, eran cinco o seis, sus gritos llegaban débiles y extraviados. Glanton se acomodó el rifle en el pliegue del brazo y cebó uno de los cilindros e hizo pivotar los cañones y luego cebó el otro, sin dejar de mirar a los apaches. Webster se apartó de su caballo y desenfundó el rifle y extrajo la baqueta de sus abrazaderas e hincó una rodilla en tierra, con la baqueta apoyada en la arena y la caña del rifle descansando en la mano que lo sujetaba. El rifle tenía gatillo doble y Webster amartilló el de atrás y apoyó la cara en la zapatilla. Calculó la deriva del viento y calculó el efecto del sol sobre el costado del alza plateada y levantó el rifle e hizo fuego. Glanton permaneció inmóvil. El estampido se desinfló en el vacío circundante y el humo gris se disipó. El cabecilla del grupo de apaches seguía montado. Luego empezó a ladearse y cayó muerto al suelo.
Glanton salió disparado lanzando un grito de guerra. Cuatro hombres le siguieron. Los guerreros en lo alto del cerro habían desmontado y estaban levantando al caído. Glanton giró en su silla sin quitar los ojos de los indios y le pasó el rifle al hombre que tenía más cerca. Este era Sam Tate y cogió el rifle y enfrenó de tal manera a su caballo que casi lo hizo caer. Glanton y otros tres siguieron adelante y Tate retiró la baqueta para apoyar el arma en ella y se agachó e hizo fuego. El caballo que llevaba al jefe herido se tambaleó, siguió corriendo. Tate rotó los cañones y disparó la segunda carga y el caballo mordió el polvo. Los apaches se detuvieron lanzando alaridos. Glanton se inclinó al frente y susurró al oído de su caballo. Los indios subieron a su jefe a otra montura y montando dos en un mismo caballo partieron de nuevo al galope. Glanton había desenfundado su pistola e hizo señas con ella a los hombres que le seguían y uno detuvo su caballo y saltó a tierra y se tumbó boca abajo y sacó y amartilló su pistola y retiró la manecilla de carga y la clavó en la arena y sosteniendo el arma con ambas manos y la barbilla pegada a tierra apuntó por el cañón. Los caballos estaban a unos doscientos metros y se movían rápido. Al segundo tiro el poni que llevaba al jefe se puso de manos y el jinete que iba a su lado consiguió hacerse con las riendas. Estaban tratando de rescatar al jefe de lomos del caballo herido a media zancada cuando el animal se desplomó.
Glanton fue el primero en llegar al jefe moribundo y como un enfermero estrafalario y maloliente se arrodilló con aquella cabeza extranjera y bárbara apoyada entre sus piernas, ahuyentando a los salvajes con su revólver. Ellos giraron en círculo y agitaron sus arcos y le dispararon algunas flechas y luego volvieron grupas y siguieron su camino. Del pecho del hombre borboteaba sangre y sus ojos miraban vacíos hacia lo alto, vidriosos, con los capilares a punto de reventar. En cada uno de aquellos oscuros pozos había un pequeño sol perfecto.