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XIV

Tormentas de montaña

Tierras quemadas, tierras despobladas – Jesús María

La posada - Tenderos - Una bodega - El violinista

El cura - Las Animas - La procesión

Cazando las almas – Glanton sufre un acceso

Perros en venta - El juez prestidigitador

La bandera - Un tiroteo - Exodo - La recua

Sangre y mercurio - En el vado - Jackson, repuesto

La selva - Un herbolario - El juez recoge especímenes

Su punto de vista de cientifico - Ures - El populacho

Los pordioseros – Un fandango - Perros parias

Glanton y el juez.

Muy al norte la lluvia había sacado zarcillos negros a los cúmulos como trazas de negro de humo caídas en el vaso de una mariposa y por la noche pudieron oír el rumor de la lluvia a varios kilómetros de distancia en la pradera. Escalaron una pendiente escabrosa y los relámpagos definían las temblorosas montañas distantes y los relámpagos hacían vibrar las piedras y copetes de un fuego azul se pegaban a los caballos como espíritus incandescentes que no se dejaban ahuyentar. Luces de fundición corrían por el metal de los arneses, luces azules y líquidas también en los cañones de las armas. Liebres enloquecidas echaban a correr y se detenían en el resplandor azulado y allá arriba entre los sonoros peñascos unos milanos se atrincheraban en sus plumas o abrían medio ojo amarillo a la tormenta que descargaba a sus pies.

Cabalgaron bajo la lluvia durante días y cabalgaron con lluvia y granizo y todavía más lluvia. A la luz gris de la tormenta cruzaron una llanura anegada donde las larguiruchas formas de los caballos se reflejaban en el agua entre nubes y montañas y los jinetes cabalgaban desfallecidos y acertadamente escépticos respecto de las ciudades que rielaban a orillas de aquel vasto mar por donde andaban milagrosos. Subieron a través de prados ondulantes donde los pájaros huían asustados gorjeando en el viento y un ratonero alzó pesadamente el vuelo entre unos huesos haciendo fup fup fup con sus alas como un juguete pendiendo de un cordel y en el largo ocaso rojo las cortinas de agua allá en el llano parecían balsas de marea de sangre primordial.

Cruzaron un prado alfombrado de flores silvestres, acres de dorada hierba cana y de zinia y de genciana púrpura y enredaderas silvestres de campanilla azul y una extensa llanura de variados capullos que se extendía como un estampado de zaraza hasta las prietas cornisas periféricas azules de calina y las diamantinas sierras surgiendo de la nada como lomos de bestias marinas en una aurora devoniana. Llovía otra vez y marchaban encogidos en chubasqueros cortados de pellejas grasas a medio curtir y encapuchados así con estas pieles primitivas haciendo frente a la lluvia gris y pertinaz parecían guardianes de alguna oscura secta enviados a hacer proselitismo entre las bestias de la tierra. La región que se extendía ante ellos estaba inmersa en nubes y tiniebla. El sol se puso y no hizo luna y hacia el oeste las montañas no dejaban de estremecerse en un crepitar de cuadros y llameaban hasta ser devueltas a la oscuridad y la lluvia siseaba en el ciego país nocturno. Subieron hacia las estribaciones entre pinos y roca viva y subieron entre enebros y píceas y los raros aloes gigantes y los altos tallos de las yucas con sus pálidos pétalos silenciosos y sobrenaturales entre los árboles de hoja perenne.

Por la noche siguieron un torrente de montaña en una garganta virgen atascada de rocas musgosas y pasaron bajo oscuras grutas de donde goteaba y salpicaba un agua que sabía a hierro y vieron los filamentos plateados de unas cascadas que se dividían en la pared de cerros distantes y parecían signos y portentos de los cielos mismos, tan oscura era la tierra de sus orígenes. Cruzaron un bosque destruido por el fuego y cabalgaron por una región de rocas hendidas donde unos enormes bloques yacían partidos en dos con sus lisas caras descentradas y en las pendientes de aquel terreno ferroso viejos senderos abiertos por el fuego y esqueletos renegridos de árboles asesinados en las tormentas. Al día siguiente empezaron a ver acebos y robles, bosques de frondosas muy parecidos a los que habían abandonado en su juventud. En las oquedades de la pendiente norte el granizo estaba asentado como tectitas entre las hojas y las noches eran frías. Viajaron por aquellas tierras altas adentrándose aún más en las montañas donde las tormentas tenían su guarida, una región estruendosa donde llamas blancas corrían por los picos y la tierra despedía el olor a quemado del pedernal roto. De noche los lobos les llamaban desde los oscuros bosques del orbe inferior como si fueran amigos del hombre y el perro de Glanton trotaba gimiendo entre las patas en perpetua articulación de los caballos.

Nueve días después de partir de Chihuahua traspasaron una cañada e iniciaron el descenso por una pista tallada en la imponente pared de un farallón situado a mil metros sobre las nubes. Un gran mamut de piedra observaba al acecho desde aquella escarpa gris. Fueron pasando en fila india. Cruzaron un túnel labrado en la roca y al salir vieron los tejados de una población asentada en un congosto.

Descendieron por pedregosos toboganes y cruzaron lechos de arroyos donde pequeñas truchas se erguían sobre sus desvaídas aletas para estudiar los hocicos de los caballos que bebían. Cortinas de niebla que olían y sabían a metal llegaban del congosto y los envolvían para luego perderse en el bosque. Atravesaron el vado y siguieron el rastro y a las tres de la tarde entraban en el viejo pueblo de piedra de Jesús María bajo una llovizna persistente.

Avanzaron repicando sobre los mojados adoquines a los que las hojas habían quedado pegadas y cruzaron un puente de piedra y enfilaron la calle bajo los chorreantes aleros de los edificios con balcones y enseguida una torrentera que atravesaba el pueblo. Habían practicado pequeños bocartes en las rocas pulimentadas del río y en las colinas que dominaban el pueblo había un sinfín de túneles y andamiajes y desmontes y relaves. La abigarrada aparición de los jinetes fue anunciada por unos cuantos perros calados que sesteaban en los portales y la compañía torció por una calle estrecha y se detuvo enfrente de una posada.

Glanton dio unos golpes a la puerta y la puerta se entreabrió y apareció un muchacho. Salió después una mujer y los miró y volvió a entrar. Finalmente un hombre fue a abrirles la verja. Estaba un poco borracho y esperó en el portal mientras los jinetes entraban uno detrás de otro al pequeño patio inundado y cuando todos estuvieron dentro cerró la verja.

En la mañana sin lluvia salieron a la calle, andrajosos, pestilentes, adornados de partes humanas como los caníbales. Llevaban las enormes pistolas metidas en el cinto y las pieles cochambrosas con que iban vestidos estaban sucias de la sangre y el humo y la pólvora. Había salido el sol y las ancianas que arrodilladas con bayeta y cubo limpiaban las piedras frente a los comercios se volvían para mirarlos y los tenderos les daban unos cautelosos buenos días mientras sacaban su género. Los americanos eran extraña clientela para aquella clase de tiendas. Se quedaban en el umbral mirando las jaulas de mimbre con pinzones dentro y los descarados loros verdes que se aguantaban en una pata y graznaban desasosegados. Había ristras de fruta seca y de pimientos y artículos de hojalata que colgaban como campanillas y había pieles de cerdo llenas de pulque balanceándose de las vigas como marranos cebados en el corral de un matarife. Pidieron unos vasos. En ese momento un violinista fue a aposentarse en un umbral de piedra y se puso a tocar una canción morisca y cuantos pasaban por allí camino de sus recados matinales no dejaban de mirar a aquellos pálidos y rancios gigantes.