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Cuando Glanton regresó al zaguán había allí cuatro o cinco caballos. Los arreó con el sombrero y fue hasta la puerta y contempló la silenciosa caterva de espectadores.

Mozos de cuadra, dijo en voz alta. Venga. Pronto.

Dos muchachos avanzaron hacia la puerta y otros más les imitaron. Glanton hizo un gesto al más alto de ellos y le puso una mano sobre la cabeza y le hizo darse la vuelta y mirar a los otros.

Este hombre es el jefe, dijo. El jefe aguardó solemne, cortando el espacio con la mirada. Glanton le giró otra vez la cabeza y le miró.

Te encargo de todo, ¿entiendes? Caballos, sillas, todo.

Sí. Entiendo.

Bueno. Ándale. Hay caballos en la casa.

El jefe se volvió y gritó los nombres de sus amigos y seis o siete se adelantaron y entraron en el albergue. Cuando Glanton se alejó por el pasillo estaban conduciendo a aquellos animales -conocidos algunos como asesinos de hombres- hacia la puerta, regañándolos pese a que el menor de los chicos apenas era más alto que las patas del animal que custodiaba. Glanton fue hasta la parte posterior del edificio y buscó al ex cura para darse el gusto de enviarlo a por putas y bebida pero no le encontró por ningún lado. Tratando de buscar un pequeño destacamento en cuyo regreso se pudiera confiar razonablemente se decidió por Doc Irving y Shelby, les dio un puñado de monedas a cada uno y volvió a la cocina.

Al anochecer había media docena de cabritos asándose espetados en el patio que había detrás del albergue, figuras renegridas que brillaban en la luz humosa. El juez se paseaba por el recinto con su traje de hilo y dirigía a los chefs agitando su cigarro, siendo seguido a su vez por una banda de cuerda formada por seis músicos, todos ellos viejos y serios, que en todo momento permanecían unos tres pasos detrás de él y eso sin dejar de tocar. Un odre de pulque colgaba de un trípode en mitad del patio e Irving había vuelto con unas veinte o treinta prostitutas de todas edades y tallas, y frente a la puerta del edificio había un verdadero convoy de carros y carretas vigilados por vivanderos improvisados pregonando cada cual sus productos y rodeados de una cambiante galería de lugareños y por docenas de caballos para la venta y apenas amansados que relinchaban y se engrifaban y vacas y cerdos y ovejas todos juntos y con expresiones desoladas lo mismo que sus dueños hasta que la población que Glanton y el juez habían querido evitar a toda costa estaba casi al completo delante de sus narices en un carnaval respaldado por ese espíritu de fiesta y de fealdad propio de todo festejo en aquella parte del mundo. La hoguera que ardía en el patio había alcanzado tales alturas que desde la calle la parte posterior del recinto parecía estar en llamas y a todo esto iban llegando nuevos comerciantes con su mercadería y nuevos espectadores junto con grupos de taciturnos indios yaqui en taparrabos que se ofrecían como mano de obra.

A medianoche había fuegos en la calle y había baile y embriaguez y la casa entera resonaba con los gritos agudos de las putas y en el patio humeante ahora en penumbra se habían infiltrado jaurías de perros rivales de lo que se derivó una espantosa pelea por unos chamuscados huesos de cabrito y allí estalló el primer tiroteo de la noche y los perros aullaban y se arrastraban heridos hasta que Glanton en persona salió al patio y los mató con su cuchillo, una escena horripilante a media luz, los perros totalmente mudos salvo por el castañeteo de sus dientes, reptando por el suelo como focas u otras bestias y acurrucándose contra los muros mientras Glanton les hendía el cráneo uno por uno con la faca con canto de cobre que llevaba al cinto. Acababa de entrar en la casa, cuando nuevos perros empezaron a gruñir junto a los asadores.

Con la primera luz la mayoría de los fanales del albergue se habían apagado y las habitaciones eran un coro de ronquidos etílicos. Los vivanderos habían partido con sus carretas y los cercos renegridos de las lumbres parecían cráteres de bombas en mitad de la calle. Los leños que aún ardían fueron apilados para alimentar la única fogata, alrededor de la cual había viejos y muchachos fumando e intercambiando historias. Mientras las montañas del este empezaban a perfilarse de entre la aurora también aquellas figuras se dispersaron. En el patio los perros supervivientes habían esparcido los huesos por todos los rincones y los perros muertos yacían en el polvo en oscuros detritos de su propia sangre seca y unos gallos estaban cantando. Cuando el juez y Glanton aparecieron en la puerta con sus trajes, el juez de blanco y Glanton de negro, no había allí más que uno de los pequeños palafreneros durmiendo en los escalones.

Joven, dijo el juez.

El muchacho se levantó de un salto.

¿Eres de los mozos de cuadra?

Sí señor. Para servirle.

Nuestros caballos, dijo. Le iba a explicar cuáles eran pero el chico ya corría hacia allá.

Hacía frío y soplaba viento. El sol no había salido aún. El juez se quedó en el dintel y Glanton paseó arriba y abajo estudiando el terreno. A los diez minutos el muchacho y otro más aparecieron tirando de la brida a los dos caballos ensillados y almohazados que trotaban alegres por la calle, los muchachos a todo correr, descalzos, y los caballos echando vaho por el hocico y moviendo la cabeza de un lado al otro con brío.

xv

Nuevo contrato - Sloat - Matanza en el Nacozari

Encuentro con Elías - Perseguidos hacia el norte

Lotería - Shelby y el chaval - Un caballo lisiado

Nortada - Emboscada - In extremis

Guerra en la llanura - Descenso

El árbol incendiado - Siguiendo la pista

Los trofeos - El chaval se reintegra a la tropa

El juez - Sacrificio en el desierto

Los batidores no vuelven - El octeto

Santa Cruz - La milicia - Nieve - Un hospicio

La cuadra.

El 5 de diciembre partían hacia el norte en la fría tiniebla previa al amanecer llevando consigo un contrato firmado por el gobernador del estado de Sonora por la entrega de cabelleras apaches. Las calles estaban desiertas y en silencio. Carroll y Sanford habían desertado y con ellos cabalgaba ahora un muchacho llamado Sloat que semanas atrás había sido abandonado allí enfermo y a punto de morir por una de las caravanas del oro que se dirigían a la costa. Cuando Glanton preguntó a Sloat si era pariente del comodoro del mismo nombre, el muchacho escupió y dijo No, ni él pariente mío. Cabalgaba casi en cabeza de la columna y sin duda pensaba que no volvería más a aquel lugar, pero si daba gracias a algún dios lo hacía en un momento inoportuno porque la región no había dicho aún la última palabra.

Siguieron al norte por el gran desierto de Sonora y en aquel cauterizado páramo vagaron durante semanas persiguiendo rumores y sombras. Algunas bandas poco numerosas de bandidos chiricahuas presuntamente avistadas por boyeros en algún rancho desolado. Unos cuantos peones salteados y asesinados. A las dos semanas de partir exterminaron un pueblo a orillas del río Nacozari y dos días después yendo a Ures con las cabelleras se toparon en la llanura al oeste de Baviácora con un destacamento de la caballería del Estado al mando del general Elías. Se produjo una escaramuza en la que murieron tres del grupo de Glanton y otros siete fueron heridos, cuatro de los cuales no pudieron montar.