Era Tate. Estaba sentado al borde del camino viendo acercarse al chaval. El caballo se aguantaba sobre tres patas. Tate no dijo nada. Se quitó el sombrero, miró en su interior y se lo volvió a poner. El chaval había girado en su silla y miraba hacia el sur. Después miró a Tate.
¿Puede andar?
No mucho.
Se apeó y levantó la pata del caballo. La ranilla del casco estaba hendida y ensangrentada y las paletillas del animal temblaban. Le bajó la pata. Hacía un par de horas que había salido el sol y ahora se veía polvo en el horizonte. Miró a Tate.
¿Qué quieres hacer?
No lo sé. Seguir a pie un trecho. A ver si se le pasa.
Lo dudo.
Ya.
Podríamos montarlo por turnos.
También podrías seguir tú solo.
Por descontado.
Tate le miró. Vete si quieres, dijo.
El chaval escupió. Vamos, dijo.
Me sabe mal abandonar la silla. Y me sabe mal abandonar al caballo.
El chaval cogió las riendas del suyo que colgaban. Quizá cambies de opinión sobre lo que te sabe mal y lo que no, dijo.
Partieron a pie guiando de la brida a los animales. El caballo herido hacía ademán de pararse todo el rato. Tate lo animaba a seguir. Vamos, tonto, le decía. Esos salvajes te van a gustar tan poco como a mí.
A mediodía el sol era un pálido borrón y un viento frío soplaba del norte. Hombre y animal iban inclinados a su encuentro. El viento iba cargado de arena y se cubrieron la cara con los sombreros y siguieron andando. La broza seca del desierto revoloteaba en la arena migrante. Pasó una hora y no había rastro visible del grupo de jinetes que los precedía. El cielo estaba gris y de una sola pieza en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista y el viento no menguaba. Al rato empezó a nevar.
El chaval había bajado su manta e iba envuelto en ella. Volvió la cabeza y se puso de espaldas al viento y el caballo se inclinó para apoyar su mejilla en la de él. Tenía las pestañas espolvoreadas de nieve. Tate se detuvo al llegar a su altura y ambos se quedaron mirando a favor del viento hacia donde iba la nieve. No veían más allá de un palmo.
Esto es un infierno, dijo.
¿Tu caballo podría ir delante?
Qué va. Apenas hago que me siga.
Si equivocamos el rumbo, seguramente nos daremos de narices con los españoles.
Nunca he visto que hiciera tanto frío tan de repente.
¿Qué quieres hacer?
Lo mejor es continuar.
Podríamos ir hacia el monte. Mientras sigamos montaña arriba sabremos que no estamos girando en círculo. Nos quedaremos aislados. Nunca encontraremos a Glanton.
Ya estamos aislados.
Tate se volvió y miró sin expresión hacia el norte y hacia la ventisca. Vamos, dijo. No podemos quedarnos aquí.
Siguieron a pie. El suelo estaba ya blanco. Se turnaron para montar el caballo bueno y guiar al lisiado. Treparon durante horas por un largo barranco pedregoso y la nieve no disminuía. Empezaron a encontrar piñones y robles enanos y la nieve en aquellos prados de montaña pronto alcanzó un palmo de alto y los caballos soplaban y humeaban como máquinas de vapor y hacía más frío y anochecía.
Estaban envueltos en sus mantas durmiendo en la nieve cuando los batidores de la avanzadilla de Elías los encontraron. Habían seguido durante toda la noche la única pista que había, afanándose en avanzar para no perder de vista aquellas huellas que se iban llenando de nieve. Eran cinco hombres y llegaron en la oscuridad a través de la espesura y casi se tropezaron con los que dormían, dos montículos en la nieve, uno de los cuales se abrió y del cual una figura se incorporó de repente como una nidada horripilante.
Había dejado de nevar. El chaval los distinguió con claridad a ellos y sus animales sobre el suelo pálido, los hombres a media zancada y los caballos resoplando frío. Tenía las botas en una mano y la pistola en la otra y se levantó de la manta y apuntó e hizo fuego hacia el pecho del hombre más próximo a él y giró y empezó a correr. Resbaló y cayó sobre una rodilla. Un fusil disparó a su espalda. Se levantó de nuevo y corrió por una oscura chavasca de piñones y se desvió hacia el repecho. Sonaron más disparos detrás de él y cuando se volvió pudo ver un hombre que bajaba entre los árboles. El hombre se detuvo y levantó los codos y el chaval saltó de cabeza. La bala de fusil se perdió entre las ramas. El chaval rodó de costado y amartilló su pistola. El cañón debía de estar lleno de nieve, porque cuando disparó un cerco de luz anaranjada salió por la boca y el disparo produjo un extraño sonido. Palpó el arma para ver si había estallado pero no era así. Ya no podía ver al hombre y se incorporó para seguir corriendo. Al pie del repecho se detuvo jadeando en el aire frío y se calzó las botas y miró hacia los árboles. Nada se movía. Se levantó y siguió adelante después de meterse la pistola por el cinto.
Salió el sol y el chaval agazapado al pie de un promontorio contemplando la región que se extendía al sur. Estuvo así durante más de una hora. Un grupo de ciervos subió paciendo por la otra orilla del arroyo buscando comida y paciendo se alejó. Al poco rato se puso de pie y siguió recorriendo el cerro.
Anduvo todo el día por aquellos montes agrestes, comiendo puñados de nieve de las ramas de hoja perenne. Siguió caminos de caza a través de los abetos y al atardecer bordeó un yacimiento aluvial desde donde vio al suroeste el desierto oblicuo salpicado de formas de nieve que reproducían toscamente la faja de nubes que ya avanzaba hacia el sur. El hielo se adhería a las rocas y una miríada de carámbanos brillaba de un rojo sangre entre las coníferas a la luz reflejada por el sol que se ponía al otro lado de la pradera. Se sentó de espaldas a una roca y notó el calor del sol en la cara y lo vio encharcarse y desvanecerse y llevarse con él todo aquel cielo rosado y rosa y carmesí. Un viento helado se levantó y los enebros se ensombrecieron de pronto en contraste con la nieve. Después todo fue quietud y frío.
Se puso otra vez en marcha, apresurando el paso por la roca pizarrosa. Caminó toda la noche. Las estrellas se desplazaban en sentido contrario a las manecillas del reloj y la Osa Mayor giraba y las Pléyades guiñaban en el techo mismo de la bóveda. Caminó hasta que los dedos de los pies se le durmieron y le castañetearon dentro de las botas. La cornisa se adentraba en la montaña orillando una profunda garganta y él no veía modo de bajar de aquellas alturas. Se sentó y se quitó las botas con esfuerzo y se abrazó los pies helados uno después de otro. No se le calentaban y la mandíbula no paraba de temblarle de frío y cuando quiso calzarse de nuevo tenía los pies como un par de palos. Cuando hubo conseguido meterlos en las botas y se levantó y pateó el suelo comprendió que no podía detenerse otra vez hasta que saliera el sol.
Cada vez hacía más frío y la noche se cernía ante él. Siguió en la oscuridad los desnudos espinazos de roca que el viento había despejado de nieve. Las estrellas brillaban con una fijeza sin párpados y se fueron aproximando con la noche y cerca ya del alba se tambaleaba entre los basaltos de la arista más cercana al cielo, una árida extensión de roca tan inmersa en aquella vistosa morada que las estrellas le rozaban los pies y lascas migratorias de materia incandescente cruzaban y volvían a cruzar en torno a él en sus trayectorias desorientadas. Con la primera luz salió a un promontorio y recibió allí antes que ningún otro ser vivo en aquella comarca el calor del sol en su ascensión.
Durmió acurrucado entre las piedras con la pistola pegada al pecho. Los pies le ardían al descongelarse y se despertó y estuvo contemplando aquel cielo de un azul porcelana donde muy arriba dos halcones negros giraban lentamente alrededor del sol, perfectamente simétricos como pájaros de papel en lo alto de un palo.
Caminó todo el día hacia el norte y a la luz larga del crepúsculo divisó desde aquella cornisa una colisión de remotos y silentes ejércitos en la llanura. Los oscuros caballitos giraban en círculo y el paisaje cambiaba con la luz más pálida y al fondo las montañas meditaban en silueta cada vez más oscura. A lo lejos los jinetes cabalgaban y resistían y una tenue acumulación de humo pasó sobre ellos y siguieron adelante por la sombra más compacta ya del valle, dejando tras ellos las formas de hombres mortales que habían perdido sus vidas en aquel sitio. Vio acaecer todo aquello allá abajo, mudo e incoherente y en armonía, hasta que los beligerantes se perdieron en el repentino caer de la noche sobre el desierto. Toda la tierra quedó fría y azul y sin definición y el sol brilló únicamente sobre las rocas en donde se encontraba. Al rato de reanudar la marcha la oscuridad lo envolvió también a él y empezó a soplar viento y en los límites de poniente los relámpagos deshilachados volvieron a hacer repetido acto de presencia. Caminó siguiendo la escarpa hasta que encontró una brecha en la pared, un cañón que se adentraba en las montañas. Se quedó mirando aquel abismo donde las copas de los árboles retorcidos siseaban al viento y luego empezó a bajar.