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La nieve formaba bolsas profundas en la pendiente y se debatió por ellas apoyándose en las rocas desnudas para mantener el equilibrio hasta que las manos se le entumecieron de frío. Cruzó con precaución un deslizadero de grava y bajó por el otro lado entre escollos y arbolillos nudosos. Las caídas eran constantes, trataba de agarrarse a algo en la oscuridad, se levantaba y se palpaba el cinto en busca de la pistola. Así pasó la noche entera. Cuando llegó a los bancales oyó un arroyo que corría allá abajo por la garganta y caminó tambaleándose con las manos en los sobacos como un fugitivo embutido en una camisa de fuerza. Arribó a un aguazal arenoso y lo siguió cuesta abajo para llegar finalmente al desierto, donde quedó tiritando de frío y buscando alguna estrella en el cielo cubierto.

En el llano donde ahora se encontraba la nieve había desaparecido, venteada o derretida. Tormentas sucesivas venían del norte y los truenos retumbaban a lo lejos y el aire era frío y olía a piedra mojada. Se encaminó resueltamente por el hondón, árido salvo por algún que otro montecillo de hierba y unas palmillas que se erguían solitarias y silenciosas bajo el sol en descenso como otros seres que se hubieran apostado allí. Hacia el este las montañas formaban un zócalo negro en el desierto y delante de él había barrancos o promontorios que se extendían como formidables y sombríos farallones sobre el lecho desértico. Siguió andando estoicamente, medio congelado, insensibles los pies. Hacía casi dos días que no probaba bocado y había descansado muy poco. Se orientó en el terreno aprovechando los periódicos destellos de los relámpagos y siguió adelante y de este modo dobló un oscuro saliente de roca a su derecha y se detuvo, tiritando y soplándose las manos yertas y como garras. A lo lejos ardía una lumbre en la pradera, una llama solitaria deshilachada por el viento que se renovaba y languidecía y esparcía chispas hacia la tormenta como escoria al rojo vivo de una fragua irreal rugiendo en el páramo. Se sentó a observarla. Era difícil decir a qué distancia estaba. Se tumbó boca abajo para estudiar el terreno a la luz del cielo a fin de ver quiénes eran los que estaban allí pero no había cielo ni luz. Estuvo mirando un buen rato pero no vio moverse nada.

Cuando reanudó la marcha, el fuego pareció retroceder. Una tropa de figuras pasó entre él y el resplandor. Luego otra vez. Quizá lobos. Siguió adelante.

Era un árbol y ardía en mitad del desierto. Un árbol heráldico que la última tormenta había dejado en llamas. El peregrino solitario había hecho un largo camino para llegar hasta aquel punto y se arrodilló en la arena caliente y extendió sus manos entumecidas mientras alrededor de aquel círculo se congregaban humildes tropas auxiliares encandiladas por aquel falso día, pequeños búhos que se agazapaban en silencio y cambiaban el peso de pata y también tarántulas y solpugas y vinagrones y las crueles migales y lagartos de collar con la boca negra del chowchow, mortales para el hombre, y pequeños basiliscos del desierto que evacuan sangre por los ojos y pequeñas víboras de las arenas parecidas a deidades agradables, silenciosas e iguales en Yeddah como en Babilonia. Una constelación de ojos ígneos que bordeaba el círculo de luz unidos en precaria tregua ante aquella antorcha solitaria cuyo brillo había devuelto las estrellas a sus respectivas órbitas.

Cuando salió el sol el chaval estaba dormido bajo el esqueleto todavía humeante de una rama renegrida. La tormenta había avanzado hacia el sur y el cielo nuevo era puro y azul y la espiral de humo del árbol quemado se elevaba verticalmente en el quieto amanecer como un esbelto gnomon señalando la hora con su peculiar sombra palpitante sobre la faz de un territorio que carecía de otra referencia. Todos los animales que habían velado con él por la noche se habían ido y a su alrededor no había más que las formas coralinas de la fulgurita en sus chamuscados surcos fundidos en la arena donde relámpagos en bola habían corrido por el suelo entre silbidos y un hedor a azufre.

Sentado a lo sastre en el ojo de aquel yermo convertido en cráter vio desdibujarse las márgenes del mundo en una conjetura espejeante que circundó el desierto. Al poco rato se levantó y fue hasta el borde del hondón y remontó el cauce seco de un arroyo, siguiendo las pequeñas huellas demoníacas de unas jabalinas hasta que las encontró bebiendo en una charca. Los venablos huyeron bufando por el chaparral y él se tendió en la arena pisoteada y húmeda y bebió y descansó y volvió a beber.

Por la tarde echó a andar por la vaguada con el peso del agua bamboleándose en sus tripas. Tres horas después pisaba el arco de un rastro de caballos que venía del sur allí donde había pasado el grupo. Siguió el borde de las huellas e identificó los distintos jinetes y calculó cuántos eran y le pareció que cabalgaban a medio galope. Siguió la pista durante varios kilómetros y dedujo por la alternancia de huellas superpuestas que todos aquellos jinetes habían pasado juntos y dedujo por las piedras removidas y los hoyos de los cascos que habían pernoctado allí. Hizo visera con la mano y miró tierra adentro en busca de polvo o rumores de Elías. Nada. Siguió adelante. Un kilómetro más allá llegó a una extraña masa carbonizada en el camino que parecía el cadáver quemado de alguna bestia impía. La rodeó. Huellas de lobos y coyotes habían cruzado las pisadas de caballo y de botas, breves idas y venidas que iban hasta el borde de aquella forma incinerada y se alejaban otra vez.

Eran los restos de las cabelleras arrancadas a orillas del Nacozari y las habían quemado sin remisión en una verde y hedionda hoguera para que no quedara nada de los poblanos salvo aquel grumo de sus vidas pretéritas. La incineración se había efectuado sobre un montículo y el chaval estudió hasta el último palmo de terreno pero no había nada que ver. Avanzó siguiendo las huellas, huellas que sugerían persecución en la oscuridad, siguiéndolas a través del crepúsculo. El sol se puso y arreció el frío, pero no era nada comparado con el frío en las montañas. El ayuno le había debilitado y se sentó en la arena para descansar y despertó retorcido en el suelo. La luna había salido, la mitad de ella cual barca de juguete posada en el hueco de las negras montañas de papel que había al este. Se levantó y se puso en camino. Aullaban coyotes y los pies empezaron a fallarle. Una hora después se encontró con un caballo.

Estaba en mitad del camino y se apartó hacia lo oscuro y quedó quieto otra vez. El chaval se detuvo empuñando la pistola. El caballo pasó de largo, forma oscura, con jinete o sin, era imposible decirlo. Dio la vuelta y regresó.

Le habló. Pudo oír el rumor de su respiración pulmonar y lo oyó moverse y cuando regresó pudo olerlo también. Lo estuvo siguiendo de un lado a otro durante casi una hora, hablándole, silbando, tendiéndole las manos. Cuando estuvo lo bastante cerca para tocarlo agarró su crin y el caballo siguió trotando con él corriendo al lado agarrado a la crin y finalmente le rodeó una mano con las dos piernas y lo hizo caer al suelo hecho un ovillo.