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El fue el primero en levantarse. El caballo forcejeaba por alzarse y pensó que se habría lastimado en la caída pero no era así. Le pasó el cinto alrededor del hocico y lo montó y el caballo se irguió y quedó temblando debajo de él con las patas separadas. Le palmeó la cruz varias veces y le habló y el caballo echó a andar con paso vacilante.

Pensó que sería uno de los caballos de carga comprados en Ures. El caballo se paró y él lo animó a seguir pero no había manera. Le clavó los talones de las botas debajo de las rodillas y el caballo se posó sobre sus cuartos traseros y se puso a trotar de lado. Desató el cinto que le había puesto en el hocico y lo picó con el pie y le dio un azote con el cinturón y el caballo se echó a andar en seguida. Agarró un buen puñado de crin en una mano y se ajustó la pistola en la cintura y siguió adelante, subido al lomo desnudo del animal, cuyas vértebras se articulaban palpables y discretas bajo la capa.

Cabalgando así se les unió otro caballo venido del desierto y se puso a andar junto a ellos y allí seguía cuando amaneció. Por la noche un grupo más numeroso se había sumado a las huellas de los jinetes y ahora la pista era una amplia calzada que remontaba e1 valle en dirección norte. Al salir el sol se inclinó con la cara pegada a la paletilla de su montura y estudió las huellas. Eran ponis indios sin errar y había un centenar de ellos. Y no se habían unido a los jinetes sino estos a aquellos. Siguió adelante. El pequeño caballo que los acompañaba desde la noche se había alejado unas leguas y ahora les seguía ojo avizor y el caballo que montaba estaba nervioso y enfermo por falta de agua.

A mediodía el animal empezó a desfallecer. Intentó persuadirlo de que dejara la pista e ir a por el otro caballo pero no había manera de apartarlo del curso que se había marcado. Chupó un guijarro y examinó los alrededores. Entonces vio jinetes delante de él. Primero no estaban y luego sí. Comprendió que era su proximidad lo que había inquietado a los dos caballos y siguió adelante observando ora a los caballos ora el horizonte. La jaca que montaba empezó a temblar y apretó el paso y al poco rato pudo ver que los jinetes llevaban sombrero. Picó a su caballo y cuando llegó a su altura el grupo se había detenido y estaban todos sentados en el suelo observando su llegada.

Tenían mal aspecto. Estaban exhaustos, ojerosos y sucios de sangre y habían vendado sus heridas con ropa blanca que ahora estaba mugrienta y ensangrentada y sus ropas incrustadas de sangre seca y de negro de pólvora. Los ojos de Glanton en sus cuencas oscuras eran dos centroides de asesinato y él y sus jinetes harapientos miraron funestos al chaval como si no fuera de los suyos pese a que se parecían tanto en la miseria de sus circunstancias. El chaval se bajó del caballo y quedó entre ellos flaco y acartonado y con la mirada ida. Alguien le tiró una cantimplora.

Habían perdido cuatro hombres. Los otros estaban explorando el camino. Elías se había adentrado en las montañas durante la noche y todo el día siguiente y se había lanzado sobre ellos por la nieve en la oscuridad del llano sesenta kilómetros más al sur. Los había perseguido hacia el norte a través del desierto como si fueran reses y ellos habían seguido deliberadamente el rastro del grupo a fin de despistar a sus perseguidores. No sabían qué ventaja llevaban a los mexicanos y no sabían cuánta ventaja les llevaban los apaches.

Bebió de la cantimplora y los miró a todos. De los que faltaban no tenía modo de saber quiénes habían ido con los batidores y quiénes habían muerto en el desierto. El caballo que le trajo Toadvine era el que Sloat había montado al salir de Ures. Cuando partieron media hora más tarde dos de los caballos no pudieron levantarse y fueron abandonados. Montaba una desvencijada silla sin cuero en el caballo del muerto e iba encorvado y dando tumbos y pronto sus brazos y sus piernas colgaban de cualquier manera y él sacudiéndose en sueños como una marioneta a caballo. Al despertar vio que el ex cura cabalgaba a su lado. Se durmió otra vez. Cuando despertó más tarde era el juez quien estaba junto a él. También había perdido su sombrero y cabalgaba con una corona de matojos del desierto en torno a la cabeza como un egregio bardo de las salinas y miraba al refugiado con aquella sonrisa de siempre, como si el mundo hubiera sido agradable aunque solo fuera para él.

Cabalgaron todo el resto del día por colinas bajas y ondulantes cubiertas de chollas y espino blanco. De vez en cuando uno de los caballos de reserva se detenía y quedaba vacilante en el sendero y se iba empequeñeciendo a sus espaldas. Descendieron por una larga pendiente orientada al norte en la fría tarde azul y por una árida explanada donde solo crecían ocotillos y rodales de grama y acamparon en el llano y el viento no dejó de soplar toda la noche y pudieron ver otros fuegos hacia el norte en el desierto. El juez fue a echar un vistazo a los caballos y eligió de la lastimosa manada el animal que peor aspecto tenía y se lo llevó. Pasó con él por delante de la lumbre y pidió que alguien se lo sujetara. Nadie se levantó. El ex cura se inclinó hacia el chaval.

No le hagas caso.

El juez llamó de nuevo desde la oscuridad y el ex cura apoyó una mano en el brazo del chico a modo de advertencia. Pero el chaval se levantó y escupió al fuego. Volvió la cabeza y miró al ex cura detenidamente.

¿Crees que le tengo miedo?

El ex cura no respondió y el chaval se alejó hacia lo oscuro en donde el juez esperaba.

Estaba junto al caballo. Solo sus dientes brillaban a la luz de la lumbre. Se llevaron al animal un poco más allá y el chaval sujetó la reata trenzada mientras el juez agarraba una piedra redonda que debía de pesar cien libras y aplastaba el cráneo del animal de un certero golpe. Las orejas escupieron sangre y el animal cayó a tierra con tal fuerza que una de sus manos se partió bajo su peso con un chasquido.

Despellejaron los cuartos traseros del caballo sin destriparlo y los hombres cortaron filetes y los asaron al fuego y cortaron en tiras el resto de la carne y la colgaron a ahumar. Los batidores no llegaban y apostaron vigías y todos se dispusieron a dormir con las armas cerca del pecho.

A media mañana del día siguiente atravesaron un hondón alcalino en donde una asamblea de cabezas humanas se había convocado. La compañía se detuvo y Glanton y el juez se adelantaron a caballo. Eran ocho cabezas en total y todas ellas llevaban sombrero y formaban un círculo mirando hacia afuera. Glanton y el juez las rodearon y el juez desmontó y empujó una de las cabezas con la bota. Como si quisiera cerciorarse de que no había nadie enterrado debajo. Las otras cabezas miraban ciegas desde sus ojos marchitos como individuos de alguna secta virtuosa que hubiera hecho votos de silencio y de muerte.

Los jinetes miraron hacia el norte. Siguieron adelante. Pasado un pequeño promontorio estaban los pecios renegridos de un par de carros y los torsos desnudos del grupo. El viento había trasladado las cenizas y los ejes de hierro marcaban las formas de los carros como la sobrequilla lo hace con el costillaje de los barcos en el lecho marino. Los cadáveres habían sido parcialmente devorados y unos grajos alzaron el vuelo al acercarse los jinetes y un par de busardos corretearon por la arena con las alas desplegadas como coristas sucias, sacudiendo obscenamente sus cabezas de carne hervida.

Siguieron adelante. Cruzaron un estuario desecado de la planicie y por la tarde atravesaron una serie de angostos desfiladeros en una región de colinas suaves. Olieron el humo de las lumbres de piñón y antes de que oscureciera entraban en la población de Santa Cruz.

Como todos los presidios a lo largo de la frontera, este pueblo había mermado respecto a su trazado inicial y muchas casas y edificios estaban en ruinas. La llegada de los jinetes había sido anunciada a gritos y el camino estaba flanqueado de habitantes que los miraban con dureza, las viejas en sus rebozos negros y los hombres armados con espingardas y miqueletes o armas fabricadas con restos ensamblados de cualquier manera en culatas de álamo a las que habían dado forma con hachas como las armas de una caseta de tiro. Las había incluso que por no tener no tenían ni cerrojo y que se disparaban metiendo un cigarrillo por el oído del cañón, con lo cual las piedras de río que hacían las veces de munición salían zumbando por el aire en trayectorias excéntricas y peculiares como las de los meteoritos. Los americanos siguieron avanzando. Nevaba otra vez y un viento frío se colaba por la callejuela. Incluso en su penoso estado dirigían miradas de inequívoco desprecio a aquella milicia falstafiana.