Выбрать главу

Se apearon de los caballos en la escuálida alameda mientras el viento castigaba los árboles y los pájaros que anidaban en el crepúsculo gris chillaban y se asían de las ramas y la nieve barría la placita a remolinos y amortajaba las siluetas de los edificios de barro y enmudecía los gritos de los vendedores que los habían seguido. Glanton y el mexicano con quien había partido regresaron. La compañía montó y desfiló calle abajo hasta llegar a una vieja puerta de madera que daba a un patio. El patio estaba espolvoreado de nieve y en él había aves de corral y otros animales -cabras, un burro- que arañaban y escarbaban a ciegas cuando los jinetes entraron. En una esquina había un trípode de palos renegridos y una gran mancha de sangre que la nieve había cubierto en parte y había tomado un matiz rosa claro en el crepúsculo. Un hombre salió de la casa y habló con Glanton y habló también con el mexicano y luego les hizo una seña para que se pusieran a cubierto.

Se sentaron en el suelo de una habitación larga de techo alto y vigas teñidas de humo mientras una mujer y una niña les traían cuencos de un guisado de cabra y una bandeja de arcilla repleta de tortillas azuladas y después les sirvieron alubias y café y gachas de avena con pedacitos de azúcar moreno de peloncillo sin refinar. Afuera había oscurecido y seguía nevando. No había lumbre en la habitación y la comida humeaba. Cuando hubieron comido se pusieron a fumar y las mujeres recogieron los cuencos y al cabo de un rato entró un chico con un farol y les enseñó el camino.

Cruzaron el patio entre los caballos que venteaban y el chico abrió la puerta de madera basta de un cobertizo de adobe y sostuvo el farol en alto. Trajeron las sillas de montar y las mantas. En el patio los caballos pateaban de frío.

Bajo el cobertizo había una yegua con un potro mamantón y el chico la habría sacado de allí pero ellos le dijeron que la dejara donde estaba. Trajeron paja de un pesebre y la esparcieron por el suelo y el chico les sostuvo el farol mientras preparaban un lecho. El establo olía a arcilla y paja y estiércol, y a la sucia luz amarilla que arrojaba la lámpara su aliento humeaba de frío. Cuando hubieron colocado las mantas, el chico bajó la lámpara y salió al patio y cerró la puerta dejándolos en una profunda y absoluta oscuridad.

Nadie se movió. En aquel establo glacial el cerrarse de la puerta había evocado tal vez en algunos de ellos el recuerdo de otras hosterías y no precisamente de su elección. La yegua olfateaba inquieta y el potrillo iba de un lado a otro. Al rato fueron despojándose todos de sus ropas, los chubasqueros de pelleja y los sarapes y chalecos de lana burda, y uno por uno propagaron a su alrededor una ruidosa crepitación de chispas y se vio que hasta el último de ellos vestía una mortaja del más pálido fuego. Los brazos en alto al sacarse las prendas se veían luminosos y todos y cada uno de aquellos oscuros individuos estaban envueltos en audibles formas de luz como si siempre hubiera sido así. La yegua resoplaba de miedo en su rincón viendo resplandecer súbitamente a aquellos seres imbuidos de oscuridad y el potrillo giró y escondió la cara en el flanco de su madre.

xv

El valle de Santa Cruz - San Bernardino

Toros salvajes - Tumacacori - La misión

El ermitaño - Tubac - Los batidores perdidos

San Xavier del Bac - El presidio de Tucson

Carroñeros - Los chiricahuas - Encuentro peligroso

Mangas Colorado - El teniente Couts

Reclutamiento en la plaza - Un salvaje

Asesinato de Owens - En la cantina

El señor Beli es examinado - El juez habla de pruebas

Perros monstruosos - Un fandango

El juez y el meteorito.

Cuando partieron de madrugada el frío era más intenso aún. No había nadie en la calle y tampoco huellas en la nieve fresca. A las afueras del pueblo vieron que unos lobos habían cruzado el camino.

Salieron bordeando un pequeño río cubierto de hielo, ciénaga helada donde unos patos iban y venían murmurando. Aquella tarde recorrieron un valle exuberante donde la hierba marchita del invierno llegaba a las panzas de los caballos. Campos desiertos en los que la cosecha se había podrido y huertas donde las manzanas, los membrillos y las granadas se habían secado y caído al suelo. Encontraron ciervos apriscados en los prados y encontraron huellas de reses y aquella noche mientras asaban al fuego las costillas y los perniles de una hembra de gamo joven oyeron mugir unos toros en la oscuridad.

Al día siguiente pasaron por las ruinas de la antigua hacienda de San Bernardino. En aquel predio vieron toros salvajes tan viejos que ostentaban en sus ancas hierros españoles y varios de ellos cargaron contra la pequeña columna y fueron muertos a tiros y dejados allí hasta que uno salió de un grupito de acacias y sepultó sus cuernos en las costillas del caballo que montaba James Miller. Este había sacado el pie del estribo al ver venir al toro y el impacto casi había dado con él en tierra. El caballo gritó y coceó pero el toro tenía las patas bien ancladas en tierra y levantó al animal con jinete y todo antes de que Miller pudiera sacar su pistola y cuando apoyó la boca del arma en la testuz de la bestia e hizo fuego y aquel grotesco conjunto se derrumbó al suelo, Miller se apartó de la escena con cara de disgusto y la pistola humeando en su mano. El caballo hacía esfuerzos por levantarse y él volvió y le pegó un tiro y se metió la pistola por el cinto y empezó a aflojar las cinchas. El caballo había quedado boca arriba encima del toro muerto y le costó un buen rato recuperar la silla. Los otros jinetes observaban a cierta distancia y alguien arreó al último caballo de reserva que quedaba pero aparte de eso nadie se brindó a echarle una mano.

Siguieron el curso del río Santa Cruz, serpenteando entre álamos inmensos que crecían del río. No volvieron a ver rastro de los apaches y tampoco encontraron indicios de los batidores. Al día siguiente pasaron por la vieja misión de San José de Tumacacori y el juez se desvió para ir a ver la iglesia que estaba a un kilómetro del camino. Había disertado brevemente sobre la historia y la arquitectura de la misión y quienes le escuchaban no podían creer que él no hubiera estado nunca allí. Tres hombres partieron con el juez y Glanton los vio alejarse con un oscuro presentimiento. El y los demás siguieron cabalgando un trecho y luego Glanton se detuvo y dio media vuelta.

La vieja iglesia estaba en ruinas y la puerta abierta hacia el recinto amurallado. Cuando Glanton y sus hombres cruzaron el casi desmoronado portal cuatro caballos sin jinete estaban entre los frutales y las parras marchitas. Glanton llevaba la cantonera del rifle apoyada en el muslo. Su perro no se separaba del caballo y juntos frisaron con cautela las pandeadas paredes de la iglesia. Iban a entrar por la puerta a caballo pero al llegar allí alguien les disparó desde dentro y mientras unas palomas salían volando ellos desmontaron y se pusieron a cubierto de sus monturas con los rifles apercibidos. Glanton miró a los otros e hizo andar a su caballo hasta un punto desde donde pudiera ver el interior de la iglesia. Parte de una pared había cedido así como casi todo el tejado y había un hombre tendido en el suelo. Glanton guió su caballo hacia la sacristía y se detuvo a mirar con los demás.