El hombre tendido en el suelo agonizaba e iba completamente vestido con prendas caseras de piel de oveja, incluidas las botas y una extraña gorra. Le dieron la vuelta sobre las agrietadas baldosas y sus mandíbulas se movieron dejando sobre su labio inferior un hilo de saliva sanguinolenta. Tenía los ojos empañados y había en ellos una expresión de miedo y había también algo más. John Prewett apoyó la cantonera de su rifle en el suelo y sacó su cebador para recargar el arma. He visto correr a otro, dijo. Eran dos.
El que estaba en el suelo empezó a moverse. Tenía un brazo apoyado en la ingle y ese brazo fue lo que movió un poco para señalar. Si a ellos o a la altura desde la que había caído o a su destino final en la eternidad, no lo supieron. Luego murió.
Glanton escudriñó las ruinas. ¿De dónde ha salido este hijoputa?, dijo.
Prewett señaló con la cabeza hacia el derruido parapeto. Estaba allá abajo. Yo no sabía quién era. Ni lo sé ahora. Le pegué un tiro en cuanto le vi.
Glanton miró al juez.
Yo creo que era un tarado, dijo el juez.
Glanton guió al caballo hasta una puerta pequeña que daba a un patio. Estaba allí sentado cuando los otros sacaron al segundo ermitaño. Jackson venía empujándole con el cañón de su rifle. Era un hombre menudo, no joven. El que habían matado era hermano suyo. Habían desertado de un barco junto a la costa y llegado a aquel lugar hacía ya mucho tiempo. Estaba aterrorizado y no hablaba inglés y apenas español. El juez se dirigió a él en alemán. Llevaban varios años allí. El hermano había perdido el juicio y el que estaba ante ellos vestido con pieles y unos curiosos borceguíes no estaba del todo cuerdo. Lo dejaron allí. Mientras se alejaban a caballo empezó a corretear por el patio dando voces. Al parecer, no sabía que su hermano estaba muerto dentro de la iglesia.
El juez alcanzó a Glanton y cabalgaron pie con pie hasta llegar al camino.
Glanton escupió. Deberíamos haber matado a ese otro, dijo.
El juez sonrió.
No me gusta ver blancos en ese estado, dijo Glanton. Holandeses o lo que sea. No me gusta.
Cabalgaron hacia el norte siguiendo el río. El bosque estaba desnudo y las hojas caídas mostraban pequeñas escamas de hielo y las escuálidas ramas moteadas de los álamos se veían rígidas contra el acolchado cielo del desierto. Al atardecer pasaron por Tubac, pueblo abandonado, el trigo seco en los campos de invierno y la hierba creciendo en las calles. Un ciego observaba la plaza desde una galería y al pasar ellos levantó la cabeza y escuchó.
Se adentraron en el desierto para hacer un alto. No soplaba viento y aquel silencio era muy del gusto de cualquier fugitivo como lo era el campo abierto y no había montañas cerca donde algún enemigo pudiera esconderse. Ensillaron y partieron antes de que saliera el sol, cabalgando todos a la par con las armas a punto. Cada cual escrutaba el terreno por su cuenta y los movimientos de las criaturas más minúsculas eran registrados en su percepción colectiva, los filamentos invisibles de su vigilancia federándolos entre sí, y avanzaron por aquel paisaje con una única resonancia. Vieron haciendas abandonadas y tumbas junto al camino y a media mañana habían encontrado el rastro de los apaches, venía del oeste y avanzaba ante ellos por la arena blanda del lecho del río. Los jinetes descabalgaron y cogieron muestras de arena removida al borde de las huellas y las tamizaron entre los dedos y calibraron su humedad a la luz del sol y las dejaron caer y miraron río arriba entre los árboles pelados. Volvieron a montar y siguieron adelante.
Encontraron a los batidores colgando boca abajo de las ramas de un paloverde carbonizado. Estaban espetados por los tendones de Aquiles mediante cuñas afiladas de madera verde y pendían grises y desnudos sobre las pavesas resultantes de haber estado asándose hasta tener la cabeza chamuscada mientras los sesos les hervían dentro del cráneo y de sus orificios nasales salía vapor. Tenían la lengua fuera y atravesada por palos puntiagudos y les habían cercenado las orejas y sus torsos habían sido abiertos con pedernal de forma que las entrañas les colgaban por fuera. Algunos hombres se aproximaron con cuchillos y cortaron las ligaduras y los dejaron sobre las cenizas. Los dos cuerpos más oscuros eran los últimos delaware de la compañía y los otros dos eran el tasmanio y un hombre del este llamado Gilchrist. No habían encontrado por parte de sus bárbaros anfitriones ni favor ni discriminación, sino que habían sufrido y muerto con absoluta imparcialidad.
Aquella noche pasaron por la misión de San Xavier del Bac, la iglesia solemne y severa a la luz de las estrellas. No ladró un solo perro. Las chozas de los papagos parecían desocupadas. El aire era frío y diáfano y toda la región estaba sumida en una oscuridad que ni los búhos siquiera reclamaban para sí. Un meteoro verde surgió a sus espaldas remontando el lecho del valle y cruzó el vacío hasta desvanecerse.
Pasando al amanecer por las afueras del presidio de Tucson vieron las ruinas de varias haciendas y vieron junto al camino nuevas señales que anunciaban el lugar de un asesinato. En el llano había una pequeña estancia cuyos edificios humeaban todavía y sobre los segmentos de una valla construida con costillas de cactus había varios buitres que observaban muy juntos la prometida salida del sol, levantando primero una pata, luego otra, y desplegando unas alas como capas. Vieron huesos de gorrinos que habían muerto en un recinto tapiado y en un melonar vieron un lobo encogido entre sus finos codos mirándolos pasar. El pueblo dibujaba una delgada línea de muros pálidos más hacia el norte y agruparon los caballos en un esker de grava y contemplaron la región y las desnudas cordilleras que había al fondo. Las piedras del desierto parecían atadas entre sí por sombras y soplaba viento de allí donde el sol palpitaba a ras de tierra, en los confines del levante. Arrearon sus caballos y salieron a la planicie como hacía el rastro de los apaches, un centenar de jinetes y dos días de ventaja.
Cabalgaron con los rifles sobre las rodillas, marchando de frente y en abanico. El orto resplandecía ante ellos en el suelo del desierto y unas palomas torcaces alzaron el vuelo de a una y a pares y se alejaron del chaparral lanzando gritos anémicos. Un kilómetro más adelante pudieron ver a los indios acampados al pie del muro meridional. Sus animales pacían entre los sauces de la cuenca del río intermitente al oeste del pueblo y lo que de lejos parecían rocas o desperdicios no era sino una sórdida colección de alpendes y cabañas hechos de varas y cueros y lonas de carro.
Siguieron adelante. Varios perros habían empezado a ladrar. El perro de Glanton corría nervioso venteando de acá para allá y del campamento había partido una delegación de jinetes.
Eran chiricahuas, unos veinte o veinticinco. Hacía mucho frío incluso con el sol ya alto, pero ellos montaban medio desnudos, sin otra cosa encima que botas y retales y aquellos emplumados yelmos de cuero en la cabeza, salvajes de la edad de piedra embadurnados de oscuros blasones pintados a la arcilla, grasientos, pestilentes, con los caballos pintados pero pálidos de polvo y corveteando y resoplando el frío. Portaban lanzas y arcos y algunos tenían mosquetes y sus cabellos eran largos y negros y sus ojos, más negros aún, escrutaron a los americanos estudiando sus armas con la esclerótica inyectada en sangre y opaca. Sin cruzar palabra se infiltraron con sus caballos entre el grupo en una suerte de ritual como si ciertos puntos del suelo debieran ser pisados en una determinada secuencia, como en un juego infantil mas con el temor a alguna terrible prenda.