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– Dormía yo -contó Alsir a mi señor Merlín-, bien descuidado y como dicen a pierna suelta, que venía cansado de feriar en Tilsit, y hasta me durmiera alegre, medio ensoñando brincos con doña Ofelia, que es cuanto hay que ver en condesitas de quince, con aquella blanca garganta… Dormía cuando me despertaron grandes gritos, y me vino a llamar para delante de la señora condesa la su ama mayor, que aunque venía media vestida, y con los hierros de rizar montados en los cuatro pelos que le quedan, traía el pajecillo portacolas recogiéndole el entredós del camisón. Siempre hubo mucha etiqueta en Elsinor. Me pasaron a la cámara de la condesita, que estaba en un repente de lloros y suspiros, y el médico del rey don Hamlet procuraba volverla en sí haciéndole beber una tila anisada. Todos fueron contra mí, poniéndome de presente que le vendiera a la señorita un espejo encantado, en el que se mostraron, cuando al acostarse se miraba alisándose el cabello, fantasmas de las cuatro suertes, un demonio colgado de un peral, un caballo que saltaba desde las almenas al mar, y ella misma, ahogada, río abajo, y un martín pescador posado entre las dulces manzanas de su pecho. Yo no sabía del hechizo del espejo, y tanto repliqué que me creyeron, y devolví los cuartos y la ganancia, y me ordenaron que a la mañana pasara a audiencia con el coronado de Dania, este don Hamlet de quien hablé. No cerré ojo y lo más de la noche lo pasé mirándome en el espejo, y lo que vi en él, pasando como una nube sobre mi rostro, fue un rebumbio de gente de colorado vestida, el caballo blanco que se tiraba al mar, y a doña Ofelia ahogada, y una zarza que posaba en el agua se prendía el vestido azul y hacía virar el graciosísimo cuerpo, y era ahora la cabecita la que rompía el camino de las ondas, y la condesita llevaba abiertos los grandes y amigos ojos verdes. Viendo estaba cuando dieron las doce en la torre de la ronda y todo se borró en el espejo, y quedó solo, y muy luciente, mi negro rostro a la luz de la vela… Supe después que las visiones del espejo eran por el sábado, desde anochecida a las doce, y fueron muchas las cosas que pude ver, y alguna ya va cumplida.

Calló sidi Alsir como si se le posara en la imaginación una sombra dolorosa, y mi amo, muy serio, limpiando los anteojos con el forro de seda de su tabardo, dijo:

– Este espejo que traes, amigo Alsir, me viene a ser tan conocido como mi sombrero, pues tuve yo arte y parte en su fábrica, y fue encargo de la Señoría de Venecia, que es el más secreto gobierno que tenga nación alguna en el mundo, y descansa en la adivinación del porvenir. Aconteció que en la mixtura del soleo me pasé un punto, y este condenado espejo, según supe después, comenzó a enhebrar con el verdadero futuro cosas que él mismo inventaba. Incluso gente inventó el rebelde, y los señores de Venecia andaban como locos buscando un asesino que solamente vivía en la imaginación de este espejo, e inquiriendo muertes, embarques de especiería y naves turcas que él inventaba, y tesoros ocultos y copas llenas de aguas resolutivas. Y yo, amigo Alsir, te lo voy a comprar ahora por lo que por él pagaste en Tilsit, más otro tanto de intereses, y lo he de romper en mil trozos sin esperar a mañana, que es sábado, para ver en su campo esa doña Ofelia ahogada que el río de Dinamarca se lleva al mar. Y quizás este retrato sea una de las pocas verdades que de algún tiempo a esta parte contó mi espejo.

Levantóse mi amo, fue al cajón de la mesa grande, cogió el saquito del oro, contó onza y media, y fue dejándolos caer, los pesos contantes y sonantes, en el cuenco de las manos de sidi Alsir, quien todavía los volvió a contar antes de guardarlos en su faltriquera.

– Pues vuestra señoría manda, yo me conformo. Y algo de lo que trapaceaba este espejo ya lo entendió don Hamlet cuando pasé a su audiencia. Estaba el señor príncipe sentado, cual acostumbra, en el sillón de piedra que decora una sierpe labrada, acariciando una calavera, y me mandó aposentar a sus pies, y con la voz tan mirada y señora que tiene, me habló cortés y me dijo que aquel espejo no podría ser un avizor verdadero, ni era cosa de pasar por escribano todo lo que espejeaba.

"-Yo no lo quiero en mi Dinamarca -me dijo-, que bastante tengo con tentar el día presente, sin meterme a sufrir por el futuro. De este vago sueño que llamamos vida, nadie tiene el hilo, Alsir. Y en lo que respecta a doña Ofelia, ¿no querría este espejo compararla con el rosal de la ribera, del cual alguna rosa, un verano dichoso, ha de caer forzosamente a las ondas, que la llevarán mansamente? Pon fuera de mi reino tu espejo, moro Alsir, y si alguna vez supieras que fue verdad lo que viste en su azogue, mejor para ti será que lo rompas contra una piedra del camino.

"Esto me dijo, y dejó el sillón, recogiendo alrededor del brazo izquierdo la cola de su manto negro, y posando la calavera en la ventana. El Rey me despidió, amistoso y triste.

Quebró el señor Merlín en el mortero grande el espejo, mezcló los mil pedazos con sal y un ajo castellano, y yo cocí en el horno las arenas, según su mandado. Y para curar al jeque Rufas hizo mi amo un agua solemne y unas píldoras purgativas, y mucho le rogó a sidi Alsir que le mandara noticias de la salud del príncipe capador. El moro me agasajó con la "Novela del Pedo del Diablo", por lo bien que le mantuve la burra en que viajaba, y porque le curé a ésta una verruga que tenía en el hocico.

– No le quise contar a sidi Alsir -me dijo mi amo así que se marchó el moro-, que ya se había cumplido la muerte de doña Ofelia, quien jugando por la orilla a coger margaritas, cayó al río y se ahogó. Te digo, mi Felipe, que no queda rey en el mundo que tenga de qué estar más triste que este señor don Hamlete de Dinamarca.

La Viga De Oro

Se acercó una mañana el enano del castillo a hablar con mi amo muy en secreto, y yo bien vi que venía caviloso y con novelas de mucho bulto, que no reparó en aquellas sus monadas de costumbre, de tenerme haciéndole la reverencia en la portada, refirmarle el estribo y sacudirle el polvo de los hombros con mi montera. Me echó el paraguas en las manos, saltó de la yegua, y sin llamar a la puerta del horno pasó a conferencia con el señor patrón aquel confianzudo. Se tenía por muy señor el barrigolo, con aquello de que sabía francés y adornaba su peinado con cintas de colores. Me puse yo, después de arrendar la yegua a la sombra, a montarle una badana nueva a la muela pequeña, donde afilábamos las navajas, y estaba probando cómo saliera el arreglo en mi navajilla de Taramundi, cuando gritó por mí don Merlín y allá me fui a sus órdenes. Paseaba mi amo muy severo por la cámara, y el enano estaba sentado en el arca, y era tan carriquillo, que siendo un arca banquera, no llegaba con las puntas de los zuecos al suelo.

– Amigo Felipe -me dijo mi don Merlín-, en anocheciendo el día de hoy tienes que salir de viaje, sin decir a nadie adonde vas ni a qué. Pondrás tu ropa mejor, y al cuello esta campanita de plata, y en la mula de nuestra ama llevarás el cesto grande de las manzanas, bien limpio, y le pones una manta nueva por cama de fondo. Y te vas por el camino de Facios hasta la laguna, y en los peñascos de los Cabos posas el cesto en la hierba, la tapa levantada, y tú te pones de espaldas al cesto, y estás quieto y callado hasta que sientas un largo silbido, y entonces te vuelves y sin mirar para el cesto dejas caer la tapa, pasando por la argolla de mimbre la clavija, y quizá te cueste subir el cesto a la mula, pero ya te mandaré fuerzas con una memoria mía. Y sin más te vienes a medio trote para Miranda.