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– ¿Y si le sale al camino la otra familia? -preguntó el enano, que yo bien veía que andaba sobresaltado y con miedo.

– Llevarás -me tranquilizó mi amo- unas cajas de cerillas portuguesas, y si sientes que brincan por los caminos unos perritos como ratones, avivas el trote y no pares de encender cerillas. También puedes gritar que bien les ves el rabo rizado.

!Mucho me gustaban a mí estas encomiendas! Casi no almorcé con el apuro, y todavía no eran las cinco cuando ya tenía la mula en la era, el cesto con la manta de cama, y ya estaba vestido con mi chaquetón y calzado con los zuecos solados de estreno, y para gastar el tiempo le hice al cesto una clavija nueva, de boj, retomeada de ambas puntas. El enano del castillo, que andaba con su pamela y su espadín muy fantasioso paseando por el patio, del portalón a la casa, quitaba del bolsillo del chaleco el reloj, lo ponía a la oreja, y me daba la hora. Estudia la clavija, y me mandó hiciese la maniobra de cerrar el cesto a ojos cerrados, y quedó contento, tanto que me palmeó en la espalda y me dijo que me encontraba un hombre hecho. Y tan pronto como se puso el sol por la banda de Meira, salió mi amo al balcón y me mandó que montase y partiese, y que estuviese a la letra a lo ordenado, que bien seguía él mi aventura con su pensamiento. Aun me reí un algo al salir de casa, que el enano tuvo que arrimar un canto para empinarse en el hierro del postigo y abrirme el portalón. Tentado estuve de mandarle que me quitase la pamela, como yo le quitaba a él gorra o montera. Torcí por el camino viejo, y me fui entrenando en encender cerillas sin soltar el ramal ni perder paso, y le hice trotar a la mula y con el trote brincaba la campanilla que llevaba al cuello, tal como si un monaguillo loco corriese una función por las huertas en la noche que cerraba. Y cuando me di cuenta, ya estaba en los Cabos, y levantando niebla de la laguna, toda la noche era una tiniebla. Hice como se me mandó, y sólo me aparté de lo dicho en que la mula estaba avisada y no sosegaba, y la amañé al peñasco pequeño y le di una manzana, y poco a poco se fue quedando. Pocas cosas habrá en el mundo más calladas que la laguna grande de Esmelle cuando no es tiempo de ranas. Ladraron los perros del castillo, y yo seguía con el oído el coro, que les respondieron los de Pacios, después los de Seixido, más lejos los de Pineiro y los nuestros, y al final la perra del cazador de Belvís, y me parecía, oyendo aquellos conocidos acentos, que tenía presente compañía, cuando mismamente en la punta de mis orejas surgió el silbido, tan cerca que sentí la verga del aire en la nuca. Aguardé un avemaría, me volví para donde estaba el cesto, y sin intentar siquiera mirar para él bajé la tapa, pasé la clavija, y levanté para la albarda el cesto tan fácilmente como si fuera una pluma. Sería la memoria de ayuda que mandó don Merlín, por lo que se vio. Monté, y me alargué en un trote por la vega, y como la mula de mi ama está acostumbrada a aquel paseo, iba graciosa y suelta por el camino de Miranda. Los que el enano dijera, la otra familia, no salían a la jugada, pero yo, por sí o por no, encendí dos cerillas, le hice deletrear vísperas a la campanilla, grité que veía rabos rizados, y llegué a las puertas de Miranda con algo de miedo, que sentía bullir y soplar en el cesto, y una conversación como cacareo de gallinas.

Estaba la portalada abierta, y José del Cairo, también de ropa nueva, tenía encendido el farol de vara con que don Merlín y doña Ginebra van a la procesión de San Bartolo al Seixo, y la puerta del horno estaba abierta de par en par y todas las luces encendidas, y el enano con la pamela en la mano, y mi señor con el doble manto y el solideo de borla. Bajó el cesto y acudió mi amo a levantarle la tapa, y no bien lo hizo, brincaron fuera del mimbre seis hombrecillos de menos de cuarta leonesa, muy vestidos de verde y colorado, con grandes sombreros, y todos, excepto uno, se arrodillaron delante de don Merlín, quitándose el chapeu, y el que permaneció de pie, ése hizo una cortesía de medio paso atrás, y dio las buenas noches, y su hablar era el cacareo que escuché viniendo de camino.

– Hace muchos años, señor príncipe -dijo mi amo a aquel juguete con mucho respeto-, que nos vimos en Truro, cuando os educabais en aquella escolanía, y vivíais en la manga de mi primo el señor sochantre, que santa gloria haya.

El titulado de príncipe hizo otra cortesía de medio paso, y siguió a don Merlín a la cámara, y tras él entraron los otros cinco dedales y el enano del castillo. Y en verdad yo estaba pasmado de la tropilla que transportara. Y ni recordaba meter en la cuadra la mula, ni de soplar el farol de vara que José del Cairo, porque sabía que me gustaba la broma, me ponía delante de las narices.

No sabía salir del patio ni irme para el lecho, por ver en qué paraba aquella audiencia, y me senté al pie de la higuera a encender las cerillas portuguesas que me quedaran; en esto estaba cuando salió el enano del castillo a mandarme que trajera unas roscas y un sorbo de vino tostado, y con el pretexto de servir me colé en la cámara, y estaba la hueste menuda sentada en el arca, el señor príncipe en el sillón de mi amo, don Merlín en la banqueta de renchido leyendo latines en un libro, y el enano tenía la palmatoria cabe el atril, y pasaba las hojas, subiéndose para dar la talla de quintas a una medida de trigo. Leía mi amo muy entonado, como clérigo de epístola, y el príncipe estaba atento, como sabedor de aquella ciencia, mientras los otros pequeñajos de su familia roían sonoramente en las roscas, tras remojarlas en el tostado.

– Todo esto asienta don Cornelio Agripa -dijo mi amo dejando la lectura y quitándose las antiparras de concha-. Y aunque yo sea de otra escuela, en lo que toca a este secreto voy a la letra con él. La viga de oro, sobre la que se asienta el segundo arco de la tierra, se corresponde en el hombre con los cuatro últimos huesos de la rabadilla, y en las estrellas con lo que llaman el Tahalí los arábigos; y los cristianos decimos las Tres Marías. El segundo arco de la tierra tiene un apoyo en Armagh de Irlanda, donde se abre el pozo de San Patricio, y el otro lo tiene en Roma, debajo de la basílica de San Juan Laterano, y la dovela magistral, mismo a pique de la imperial ciudad de Aquisgrán. Así, pues, ese espesor de oro que encontrasteis ancheando un campo para mejor jugar a los bolos, parte es de la viga de oro, y si os ponéis a amonedarlo en vuestras cecas, seguro que en dos o tres años se viene abajo media Francia, y de las Flandes no quedará ni un surco. Y tengo para mi que las onzas que troqueléis no valdrán para ese retracto que pensáis de la hija de doña Carolina.

– Esa hija de doña Carolina -cacareó el principe-, es nuestra reina y señora, y el pueblo pigmeo está huérfano desde que partió a aprender el bordado y el dulce de almendra con la Delfina de Tule, y yo, su don París, marido prometido, envejezco soltero. Y por correos que paran en Londres en el patio de Escocia supimos que vive en una jaula de plata, disfrazada de paloma colipava, a lo que graciosamente se presta, tan pequeñita y donairosa que es. Y la Delfina de Tule, que es una vieja tornadiza, dice que no la deja volver, riéndose de sus soledades, si no hay previo pago de once cosechas de los almendros de Palermo y de mil brazas de seda murciana, que tanto despilfarró la prenda nuestra, puesta de aprendiza. Y nosotros pensábamos amonedar ese espesor de oro secreto, y ésta fue la causa de venir a consulta a Miranda, que no sabíamos cuál era la cifra real de Tule, y qué armas ponen allí en la cruz de las monedas.

Lágrimas le brotaban de los ojos a aquel don París príncipe, y los suyos al verlo llorar también las vertían caudalosas, pero no por eso dejaban de mordisquear las roscas, que eran de Santa Clara, bañadas en almíbar por mi ama doña Ginebra.

– La cifra real de Tulé -explicó don Merlín-, es un cuervo en una barquichuela, y las armas son las lises de Francia, que llegaron a aquella familia a través de una tía segunda que tuvo un hijo de extranjís de un francés que naufragó en las costas de Tule, y era medio músico y planchador de almidón en la corte de Versalles, y aquella tía segunda, lady Fog, lo tomó por punto fijo, y lo titularon los de Tule por infante don Scarefly, y es abuelo de la Delfina que ahora rige, miss Spindle llamada. Y la moneda que corre en Tule no es de oro, que lo es de ámbar electrón, y allí el oro es como por aquí el hierro y no más, en lo tocante a estima. Que se lo diga a Vuestra Alteza el enano de Belvís aquí presente, que fue de pincerna a Tule cuando allá llevaron a la hija de doña Carolina.