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Otro profesor al que yo adoraba era Jim Clifford, el johnsoniano, compilador de la documentación de Boswell, que tenía el don -raro en la academia- de enseñar literatura como si fuera parte de la vida. Un tipo del Medio Oeste, alto, que empezó de cantante de ópera, tenía un instinto feminista que nos incitaba a leer a Fanny Burney, Mary Astell y Lady Mary Wortley Montagu, y a pensar en lo dura que era la situación de las mujeres en el siglo XVIII: su falta de independencia financiera, el que no votaran, el que no hubiera control de natalidad. Era creencia suya que no se podía entender a las personas, ni cómo pensaban, a menos que se entendieran las instalaciones de fontanería que tenían (o la falta de ellas) y los medicamentos que usaban. Seguramente esto sea cierto para las mujeres por encima de todo. ¿Cómo podemos apreciar su arte si no entendemos qué ropa interior llevaban -ballenas de los corsés, miriñaques-, sus métodos de control de la natalidad o su ausencia, cómo se protegían durante la menstruación, cómo se lavaban y cómo eran sus retretes? La mujer extraordinaria depende de la mujer corriente, escribió Virginia Woolf. Al insistir en lo físico de la vida en Londres durante el siglo XVIII, Jim Clifford nos hacía pensar en la situación de la mujer en aquella época. Fue una gran suerte.

Inspirada por las enseñanzas de Jim Clifford, escribí una epopeya burlesca al estilo de Alexander Pope y luego una novela breve al estilo de Henry Fielding. Aprendí más sobre el siglo XVIII habitando sus retóricos pareados y sus frases latinizantes de lo que nunca aprendí de los libros sobre libros sobre libros que más tarde me exigieron que leyera en los cursos de doctorado. Pues el tono de cada época persiste en sus cadencias verbales. Al habitar su estilo, se habita la época, casi como si una se estuviera probando las enaguas y miriñaques del siglo XVIII.

Maristella de Panizza Lorch -una italiana menuda, madre de tres hijos, que tuvo a la última chica, Donatella (ahora periodista del New York Times), mientras yo era alumna suya de italiano- fue la tercera de este trío de profesores de Barnard, y sin duda la más importante. Helenista y latinista y especialista en literatura italiana del Renacimiento, Maristella se convertiría en modelo mío de toda la vida, y amiga. Me cambió la vida sólo con ser ella misma: erudita apasionada que simultáneamente era una madre apasionada.

En aquellos tiempos la mayoría de las mujeres que eran profesoras en Barnard seguían otra tradición de la excelencia femenina. No estaban casadas (en cualquier caso, a nuestros ojos) y tenían voces graves y el pelo muy corto. Claro que había sexualidad en sus vidas, pero sus alumnas eran las últimas en saberlo. Llevaban ropa hombruna -como Miss Birch o Miss Wathen- o bien togas griegas y sandalias bajas de piel. Me parecían tan lejanas como la luna.

Pero Maristella era alguien en quien yo me podría convertir. Recitando a Dante y atendiendo a Donatella, su misma existencia en Barnard suponía aires de libertad.

Volviendo la vista atrás, parece patético que yo estuviera tan agradecida por tener una profesora como Maristella. ¡Debería haber habido docenas! Pero lo cierto es que las eruditas que fueran además madres eran muy pocas. Me gusta mucho saber que mi hija irá a la universidad en una época en que hay muchas. Tantas que casi es irrelevante.

La adolescencia es una época turbulenta. Súbitamente vulnerables, súbitamente sexuales, volvemos la vista al mundo para que nos diga qué demonios hacer con nuestros cuerpos y mentes, y el mundo parece decir: tienes que elegirlo tú.

La pasión actual por la corrección política no ha hecho que sea mejor. Lejos de contar con más opciones, las mujeres todavía reciben dictados de ortodoxia. Determinadas mujeres escritoras son kosher -Gertrude Stein, Virginia Woolf, Adrienne Rich, Toni Morrison- y otras no lo son. Como si se tratara de arreglar siglos de desatención, algunas escritoras de color y escritoras lesbianas están siendo alabadas tanto si son buenas como si no. Esto difícilmente crea diversidad y orgullo en la herencia femenina. A largo plazo, nadie se sentirá inspirado si se celebra a una mala escritora debido a su orientación sexual y al color de su piel. Pero en la universidad ya no se aplica lo de buena y mala. «Grande» es una palabra prohibida. Al discutir obras literarias sólo son aceptables los relativismos sociales y políticos. Nuestro equivocado populismo norteamericano por fin ha tenido la temeridad de socavar la «gran literatura» afirmando que el propio término es un concepto intolerante. Espero que eso cambie. El feminismo no puede ser una excusa para la ignorancia. La limpieza étnica del curriculum para librarse de los «varones blancos muertos» es un movimiento puramente dispersador que no ha lugar en la lucha contra el sexismo y el racismo. El objetivo válido de crear un curriculum más variado fracasará si se termina privando a las mujeres, a las personas de color y a los pobres, de los goces de lo que se solía llamar «una educación clásica». Sí, en Barnard estábamos «oprimidas», pero por lo menos nos enseñaron la tradición de modo que la pudiéramos parodiar. Y participar de ella. Eso tiene que ser mejor que abandonarla por completo.

En Barnard me volví a inventar a mí misma y me convertí en el estereotipo de la estudiante a la última moda, puede que como rebeldía contra la imagen desastrada de la época del instituto o puede que como rebeldía contra mi época de leotardos negros de la Music amp; Art. Llevaba tacones de diez centímetros que resonaban en los caminos de ladrillo de Columbia (y donde muchas veces se quedaban sin tapa), faldas rectas y estrechas, conjuntos de cachemir con perlas. Cambiaba de esmalte de uñas diariamente. Nunca salía sin estar perfectamente maquillada (ni sin un par de medias nuevas y un frasco de Chanel N.°5 en el bolso).

¿Se suponía que las chicas de Barnard eran empollonas y se arreglaban poco? Yo les enseñaría. Sería una empollona en secreto que parecía la portada de la revista Seventeen.

Conocí a mi novio el primer mes, planeando deliberadamente perder la virginidad tres meses más tarde, y me libré encantada de ella. Michael y yo «nos fuimos fieles» durante cuatro años. Lo encontré adecuado. La monogamia me mantenía pura para el trabajo, la monogamia con alguien que me pasara a máquina los poemas.

Michael era bajo, tenía unos resplandecientes ojos pardos, pelo castaño muy corto, y un gran talento para las palabras. Toda mi vida me han atraído las mismas cualidades en los hombres: decisión, que me hicieran caso, brillantez verbal y virtuosismo musical. También que les gustaran los libros. Michael recitaba a Shakespeare de memoria, y sabía más de literatura clásica, historia medieval y poesía moderna que ninguno de los chicos que había conocido. Era divertido, era listo, estaba lleno de una energía sin domar. Tenía el toque de poeta que siempre he encontrado irresistible.

«Un gran ingenio está cerca de aliarse con la locura / Y tabiques finos hacen que sus fronteras se establezcan» -escribió Dryden. Es la historia de mi vida, o por lo menos de mi vida amorosa.

¿Cómo podía saber yo que un año después de que nos casáramos Michael estaría hospitalizado en Mount Sinai debido a un episodio esquizofrénico y sedado con millares de miligramos de Torazina?

Ya he contado la historia del ataque de locura de Michael -o una versión novelística de él- en Miedo a volar, de modo que, como la mayoría de los escritores, ya no puedo recordar lo que pasó de verdad. Mis recuerdos se han desvanecido dentro de la narración. Sólo recuerdo fragmentos: su desaparición (estaba remando en el lago de Central Park), su reaparición (trató de saltar conmigo por la ventana para demostrar que podíamos volar), su hospitalización (me llamaba Judas y citaba a Dante en italiano para demostrarlo).