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Michael había dejado la facultad de derecho y había estado trabajando con un investigador de mercado loco que estaba haciendo un modelo informático de los hábitos de compra de Norteamérica y vendiendo los resultados a las agencias de publicidad. El jefe de Michael se hizo rico pero Michael se volvió loco. ¿Y quién no se habría vuelto loco si noche tras noche tuviera que mirar cómo esos enormes ordenadores de los años sesenta vomitaban datos sobre Tide, Clorox y Ivory Snow y cómo el consumo de detergentes se relacionaba con el grado de estudios y lo que se veía la tele? Michael se despreciaba por el trabajo que hacía. Pero le atrapó un ansia de lucro que superaba sus sueños más enloquecidos. Una pena, pero se vino abajo antes de que llegara el oro a espuertas.

Me convertí en una visitante diaria del ala de psicóticos del Mount Sinai durante el largo y ardiente verano de 1964, cuando Harlem ardía. La ciudad se balanceaba al borde del apocalipsis y así estábamos nosotros. Aturdido, enrabietado, Michael me reñía y trataba de que le ayudase a escapar. Yo me encontraba dividida entre mi lealtad hacia él y mis deseos de seguir estudiando, escribiendo, viviendo.

Sus padres -su madre era una morena menuda con una separación entre los dientes delanteros, tendencia a llevar sandalias de tacón abiertas sin talón, que fumaba tres paquetes al día, y su padre un hombre alto, calvo, perplejo, pero discutidor- llegaron de California y decidieron inmediatamente que la que había vuelto loco a su hijo era yo. Que todo era culpa mía. A fin de cuentas, yo era su mujer. La madre de Michael, una princesa judía de West Hartford, Connecticut, se había casado por debajo de su categoría (como todas las princesas judías) y terminado como la esposa de un oficial de la Armada en San Francisco. Echó la culpa de todos los fracasos de nuestro matrimonio a la aparente riqueza de mis padres. Los padres de Michael se habían esforzado por añadir un porche a la casa y llevar pizza a la mesa. Mis padres los encontraban decididamente déclassés. Los padres de Michael, a su vez, encontraban a mis padres decididamente esnobs. (Y los cuatro estaban en lo cierto, claro.) Ellos cuatro sólo se pusieron de acuerdo en la necesidad de poner fin a nuestro matrimonio.

Lo consiguieron. Cuando la póliza del seguro de enfermedad de Michal caducó, sus padres y mis padres hicieron un trato: volvería a California. Me consideraban su enfermera. Mi padre y yo fuimos en avión a San Francisco con Michael y con un psiquiatra a cuestas. A Michael lo sedaron a fondo con objeto de que le permitieran subir al avión.

¡Un vuelo tremendo! ¡La ciega guiando al drogado! Más tarde, viviendo en Alemania con Allan, traté de describir aquella época en un poema: los estremecedores detalles de estar enamorada de una persona que de repente abandona las convenciones que constituyen lo que el mundo llama «cordura» quedan evocados en «Vuelo a tu casa». La brillantez de Michael se había pasado de rosca y se convirtió en locura. El mundo por el que andábamos estaba pintado por un surrealista. Creíamos que podíamos hundirnos en los charcos de lluvia y hablar con las manzanas. Al principio, yo más bien me sentía atraída por todo eso que repelida. Resultó que también había más que una pizca de locura dentro de mi.

Vuelo a tu casa
1
«Muerdo una manzana y luego me aburro antes del segundo mordisco», dijiste. También eras Sansón. Yo te había cortado el pelo y encerrado bajo llave. Además tu habitación tenía un micrófono oculto. Un interno anterior dejó su musa con las alas desplegadas en el ventanal. Con el resplandor del último sol del día veíamos sus pechos enormes y bizcos aparecer salpicados de diamantes ante los basureros de Harlem. Te tragabas las pastillas y maldecías a los internos. Me llamabas Judas. Olvidaste que yo era una chica.
2

Tus manos no eran pájaros. Llamarlas

pájaros habría sido demasiado fácil.

Trazaban círculos en torno a tus ideas

y tus ideas eran a veces parábolas.

Aquel domingo de repente despertaste

y te encontraste detrás del espejo,

con las manos agarradas a la mesa del desayuno

a la espera de una señal.

Yo no tenía nada que decirles.

Hablaban con los huevos.

3
Paseamos. El paraguas automático se te abrió quedándote encima de la cabeza como un halo negro. Pensamos en hundirnos en los charcos de lluvia como si fueran desagües. Dijiste que los edificios reflejados llevaban al infierno. Los árboles bailaban para nosotros las personas se hacían a un lado y desaparecían dentro de sus voces. Las ciudades de nuestras gafas nos llevaban dentro. Te mantenías en equilibrio, oyendo caer las monedas, ¡pero la aguja todavía estaba quieta!. Aquello demostraba que eras Dios.
4
El ascensor se abre y me revela agarrando violetas africanas. Horas después me desvanezco en un abismo cuyas dimensiones son 23 horas. Tranquilizado, frágil, te pavoneas por los pasillos entre los jóvenes psiquiatras atildados, las chicas que tejen tapices todo el día, los deshacen toda la noche, y la obesidad hace presa en ellas. Tarareas. Dices que me odias. Me gustaría darte un meneo. ¿Recuerdas cómo fue? Estabas junto a la ventana hablando de volar. Tus manos volaron a mi cuello. Cuando aterrizaron encontraron nuestros brazos sembrados por el suelo como juguetes rotos. Los dos estábamos llorando.
5
Sigues fijo. En algún sitio del subsuelo de mi mente sigues fijo. La fruta hablaba contigo antes de hablarme a mí. Las manzanas lloraban cuando las pelabas. Las mandarinas chapurreaban en japonés. Clavaste la vista en una ostra y tragaste a Dios. Eras el hombre hueco, con Milton metido en tu pie izquierdo.