Le perdoné porque lo tenía que hacer. Cuando me penetraba me sentía completa. Pero cuando se iba, no confiaba en que volviera.
Esta historia no tiene fin. Si apareciera hoy aquí y me tocara, volvería a aquel bosque, aquella laguna, aquella danza del aquelarre.
La sensación de impermanencia hacía su presencia permanente y su irrealidad también le hacía real. Algunas noches voy a dormir pensando que me despertaré en otro país con aquel otro marido. Es mi marido de la luna, y cuando ésta está llena, pienso en él. Habita mis sueños.
Cuando la gente dice «sexo», pienso en él.
¿Qué habría pasado si hubiera unido mi vida a la suya?
Sólo puedo hacer especulaciones. El asegura que no se acuesta con la dama con la que vive, y puede que sea cierto, puede que no. Sólo sé que preferiría ser la mujer hacia la que corre que la mujer de la que escapa, y en cierto modo he asegurado esa situación por no aferrarme a ella. Prefería mantener el sexo vivo en mi fantasía que matarlo por casarme. Pero a lo mejor me estoy engañando a mí misma. ¿Podría haber vivido con el dios de los bosques? Sólo parcialmente. El no quería estar allí a no ser parcialmente. Y yo acepté sus condiciones y seguí con mi vida.
Cuando era niña me encantaba el cuento de hadas de las Doce Princesas. Las princesas se acostaban en sus camas como buenas chicas, pero por la mañana las suelas de sus zapatos estaban todas gastadas porque habían pasado toda la noche bailando. Mi escritura es parecida. Puede que yo lleve una vida de mojigata, pero mis libros ofrecen suelas gastadas, sol, mar, perales, savia entre los muslos. Viví de ese modo un verano, o mejor, quince días de un verano. Viviría siempre de ese modo, pero me temo que es imposible.
La persona adecuada, incluso cuando se encuentra, puede que no sea la compañía adecuada. La pasión no se tiene que mezclar con la vida cotidiana para que siga siendo pasión. Y la vida cotidiana tiende a imponerse y eliminar la pasión. La vida cotidiana es la hierba más resistente de todas.
Descubrí por primera vez el sexo en sueños cuando tenía trece años. Deseaba a un chico alto y pelirrojo (cuyo nombre nunca supe) que corría -llevando una bufanda de Harvard- hacia la estación de metro de junto al Museo de Historia Natural de Central Park West. Cuando se me aparecía en sueños, se me sonrojaba la cara, se me humedecían los muslos, y el corazón me latía con fuerza. Cuando le distinguía a lo lejos, volvían a pasar esas cosas. Nunca supe su nombre, nunca le vi de cerca. De todos modos, le quería. Despertó mi sexualidad.
Cuando terminé primero en el instituto, nunca más le volví a ver, hasta que una vez, en Bath, Inglaterra, donde yo investigaba para Fanny Hackabout Jones, mi novela cómica del siglo XVIII, un bandido pelirrojo del siglo XVIII con unos ojos verdes achinados vino a mi cama y me hizo el amor de modo perfecto. ¿Era un sueño, un dyb-buk, un íncubo? Pero le convertí en el amor de Fanny, Lancelot, y le hice el héroe de mi libro.
El sexo es algo con lo que siempre he luchado. Ejerce tal fuerza en mí que tengo que combatirlo para mantener una vida propia. Cuando era adolescente y descubrí la masturbación, me decía a mí misma:
– Me mantendré lejos de los hombres.
Deseaba a los hombres sexualmente pero no quería que se me impusieran. Era algo que los hombres no podían aceptar. A la mayoría de los hombres les gusta más el poder que el sexo, y si les das una cosa sin la otra, al final se rebelan.
Por eso es por lo que tienden a desaparecer los grandes amantes. No quieren estar a tu disposición. No quieren ser predecibles. En cuanto una encuentra a su compañero lunar, que se prepare para perderlo. No le gusta el calor del sol.
Hay todo tipo de amantes diferentes, que satisfacen de todo tipo de maneras distintas. Hay amor al hablar, amor al cocinar, amor al abrazarse, y algunas veces les acompaña un orgasmo tremendo. Pero la cuestión no es ésa.
En el corazón de toda mujer hay un dios de los bosques. Y este dios no está disponible para el matrimonio, o para las tareas caseras, o para ser padre.
Los hombres, no se dude, tienen un equivalente: Lilith, no Eva. Pero ha habido suficientes libros sobre los hombres. No necesito añadir más literatura. La cuestión es que siempre se es bígama. Casada con uno con el corazón y con otro con el bajo vientre. A veces el corazón y el bajo vientre se unen una noche o dos. Luego se vuelven a separar.
Mi fantasía es un ménage a trois: un marido-luna, un marido-sol y yo. No he llegado a imaginar cómo podríamos vivir juntos. Pero cuando consiga que funcione, lo contaré. Sé que muchas mujeres llevan mucho deseando esto. Y que sólo el miedo y la compulsión hacia una amabilidad inútil les hace asegurar que no lo desean.
En todos los libros publicados sobre el amor y el sexo, raramente se insinúa tan siquiera ese misterio. A veces, de noche, cambiando de canales en la tele, me encuentro con espectáculos de sexo. Los hombres parecen cínicos y toscos y las mujeres hablan todas con acento del Bronx. Los hombres están enamorados de sí mismos y no tienen sitio para nadie más. Mis fantasías no son ésas.
Una vez, mi tercer marido y yo fuimos al Refugio de Platón (un club sexual ahora desaparecido). Fuimos como reporteros sexuales con unos blocs de anillas. Al principio seguimos con la ropa puesta, y luego nos la quitamos porque queríamos verosimilitud.
Anduvimos por el lugar: entramos en la sauna (llena de cuerpos con espinillas), en el bar (mantequilla de cacahuete y mermelada, salami y mostaza: como en una fiesta de chicos muy dédassé), en la sala de las colchonetas (dentistas de New Jersey follándose hidráulicamente a sus higienistas). Finalmente, pasó la excitación y volvimos a casa. La fantasía tampoco era la mía. Mi fantasía habría incluido Beluga, no salchichón, pero eso no era todo. Yo quería una orgía que se acercara a esos sueños que rondan el día entero. El Refugio de Platón no era mi sueño.
¡Oh, las cosas que se han hecho en nombre de Platón! El amor casto ha llegado a llamarse «amor platónico». Pero la verdad es que buscamos el amor ideal, como los amantes cortesanos de Provenza. La consumación física es la cosa menos importante. Es al anhelo del ideal -el amante que nunca se puede poseer- a lo que se dirige la perfección provenzal.
Puede que al amante no se lo pueda poseer nunca porque huye. Puede que no se lo pueda poseer nunca porque el tiempo irrumpe en lo intemporal. O puede que el resto de nuestra vida esté prometido a otra persona. Y sólo en sueños podamos participar en este ménage a trois.
La imposibilidad es parte de su esencia. Sólo la imposibilidad la hace posible. O a lo mejor sólo me digo esto porque soy cobarde. A lo mejor no quiero arriesgarme más allá de los límites de la experiencia.
El chico alto y pelirrojo y yo nunca nos tocamos. Pero cuando yo tenía catorce o quince años, me eligió como innamorata alguien menos inmateriaclass="underline" se llamaba Robbie y era alto y de pelo castaño, con una nariz roma y algo ladeada, y una polla hermosa y grande.
– A lo mejor un día de estos te la meto en la boca -dijo, tanteando la cosa, y sabiendo que iba contra las «normas». ¡Y no teníamos normas ni nada acerca de eso en 1955! Por dentro o fuera del sostén, por dentro o fuera de las bragas, por dentro o fuera de los calzoncillos. Si escribir poesía rimada es tenis con una red (para parafrasear a Robert Frost), entonces «hacerlo» en 1955 era un torneo con sus propias y complicadas normas. Un falso movimiento y una podía quedar fuera de juego. Hasta entonces, una iba delicadamente hasta donde podía, evitando, por supuesto, la penetración, tanto oral como vaginal.