Soy una escritora metódica. Necesito experimentar las cosas para escribir sobre ellas. ¿Son horrorosas? Muchísimo mejor. Sumida en el Blues de toda mujer, mi novela sobre una artista del Nueva York de los años ochenta, decidí que el sadomasoquismo era parte de mi narración. No sabía nada sobre su lado ritual -ligaduras, cadenas, látigos-, lo único que sabía del sadomasoquismo procedía de mi familia. Pero decidí aprender. Recurrí al truco del periodismo. Fui a entrevistar a una que ejercía de estricta gobernanta.
Le encantó que la entrevistase. Sólo hizo una petición: que usara su nombre real en todo lo que escribiera. Era la única petición a la que no podía atender. ¿Suponía eso el comienzo de nuestra relación sadomasoquista?
Por supuesto que me abrió su «estudio» y me dejó mirar. Y por supuesto que me lo contó todo sobre sí misma. Pero había algo más que quería. Quería integrarme en su vida.
– Mando a mi esclava personal a buscarte y traerte a mi estudio -dijo un día por teléfono.
Y claro, una chica sonriente con pantalones estrechos negros y un jersey negro llegó en un taxi negro para llevarme al rascacielos de espejo del centro donde trabajaba Madame X.
Yo nunca había estado con una «esclava personal», y me preguntaba cuál sería el comportamiento adecuado.
El lenguaje del cuerpo de la chica decía:
– Haz conmigo lo que quieras.
Se acobardó. Era una chica, no una mujer. No puedo decir cómo lo supe.
En el estudio -un apartamento de tres dormitorios en un piso treinta y nueve- había tres damas dispuestas a la acción. Una era delgada como una modelo, pelirroja, y llevaba puesto una especie de mono negro de goma; otra era rubia, con pómulos altos y elegantes, y un vestido de terciopelo rojo con cremalleras abiertas por todas partes; y la otra tenía el pelo negro y cara de chico, y llevaba puestas unas botas de terciopelo negro interminables. Las tres eran estudiantes. Una estaba siguiendo cursos de doctorado.
Oculta tras una máscara de goma con una cremallera en la boca, yo era libre de entregarme a mis fantasías. Me moví a mi gusto de habitación en habitación.
¡Qué tópico era todo! Enemas, potros de tortura, nudos corredizos, medias. Y qué repetitivas eran las posturas de sometimiento. Boca arriba, boca abajo, o de rodillas como un sumiso vendedor de zapatos. Lo principal era que nadie se tocara. Lo principal era estar sin control.
Si una está encadenada y sujeta a fantasías sexuales contra su voluntad, tiene placer y al tiempo una ausencia total de responsabilidades. Era un poco como mis Doce Princesas que bailaban. Lo haces en sueños, por lo tanto no lo estás haciendo.
Mi espera en el palazzo es una versión de lo mismo. También yo estoy sin control. También yo anhelo al amante que me puede hacer que le bese el zapato.
Es un juego de abstinencia: estás aprendiendo a vivir del aire. Es sexo minimalista. Se tiene tan poco que se piensa que se ha tenido suficiente.
Yo tuve bastante de sadomasoquismo con aquella visita, pero Madame X no. Quería que volviera más veces. Quería presentarme a sus amigos de París, de Milán, de Roma, que celebraban misas negras y buscaban sangre fresca. El mundo del sadomasoquismo era internacional. Sus practicantes volaban con frecuencia muchos kilómetros.
En París conocí a la mujer de un famoso cantante de ópera que tenía fama de ser la fundadora de una celebrada mazmorra para el amor. Estuvimos sentadas en un salón del Crillon tomando té y hablamos de Proust. La dama era tan comedida que yo ni siquiera podía creer que tuviera cuerpo, y mucho menos un cuerpo que practicaba el sadomasoquismo. Se tenía que ir a un festival de música de Praga. Ni siquiera me dio la llave de su mazmorra para el amor.
Admito que mi investigación no había sido muy profunda, pero no me había atemorizado el sadomasoquismo que había visto.
Mi guía en el asunto prefería la fama al sexo. Contrató a un agente de prensa. Abrase cualquier revista elegante y se encontrará su cara. Había revelado su secreto al mundo. Una vez que pasó eso, nunca pudo volver a evocar lo prohibido. Sólo podía tener programas de llamadas telefónicas como la doctora Ruth, anunciar condones, duchas vaginales, y finalmente pañales para adultos en la tele. Pasó a formar parte del mundo del comercio, y cuando se hace eso, Pan se retira. Ni todos los vestidos de goma del mundo te podrían evitar eso.
El corazón me da un vuelco cuando oigo una motora en el canal. Son mis instrumentos eróticos: zapatos náuticos, el sol mediterráneo, un amante que ni en un millón de años querría por marido.
No creo que se puedan producir fantasías en serie. Por su naturaleza, las fantasías son únicas. He recorrido a fondo libros de fantasías buscando las mías, y no las conseguí encontrar. Madame X dice que me organizará «números» en ciudades del extranjero. Lo rechazo, y no por el sida, ni por lo que podría pensar mi marido. Lo rechazo porque temo la soledad. Cuando se sale de un estudio de sadomasoquismo a la cegadora luz del sol, habiendo visto lo que se ha visto, se está más sola que nunca. Es el secreto terrible que sabía O.
Los barcos son eróticos, y lo son los coches, y los trenes. En un tren que traquetea, al atravesar un túnel bajo una montaña, una puede hacer el amor con el hombre de enfrente, separarse y luego volver a arreglarse la ropa como si no hubiera pasado nada. En un abrir y cerrar de ojos, se hace y se termina. Es el brillante resplandor del sexo debajo de un párpado. ¿Quién te tienta, el dybbuk, tú misma?
¿Por qué la realeza no nos proporciona algo de sexo real? Es agradable pensar en reinas y princesas sin bragas, pero ¿deben retozar con unos hombres tan estropeados y comidos por la polilla? ¿Y siempre deben hacer como si los necesitaran por otros motivos? ¿Consejero financiero? ¿Ayuda de cámara? ¿No sería mejor decir Ayuda de cámara de las partes pudendas de su majestad la reina?
Si yo fuera reina, tendría a todos los hombres guapos que quisiera. Los mataría o los castraría después, o hasta me casaría con ellos. Los hombres hicieron esas cosas durante siglos, y sus consortes repudiadas (Ana Bolena, Catalina Howard) fueron hacia su sanguinaria muerte cantando alabanzas al rey. En cuanto las mujeres, digamos, no fregaron los platos, nos llamaron brujas y putas. Pero admítase una fantasía como ésa y todo el infierno se encrespará. Decidlo, señoras: queréis follároslos, luego matarlos, y seguir vuestro propio camino.
Monstruos contra natura. Goneril, Regan, lady Macbeth. ¿Qué son, sino mujeres con la furia primordial a flor de piel? Y sin esa furia primordial no hay sexo. Mi esclavo personal tendría que ser macho.
Hace años solía haber un libro en rústica en las estanterías que se titulaba El poder de la rendición sexual. Qué título tan démodé para lo que pasa hoy. Nunca he leído ese libro, por lo que no puedo referirme a su contenido. Estaba escrito por una tal «Doctora Marie Robinson». Entonces era importante que los médicos tuvieran que ver con los libros sobre el sexo. En realidad, el libro lo habían escrito un hombre y su mujer, que era psiquiatra. Posteriormente conocí a ese escritor, cuando se casó con una amiga mía poeta.
Ella estaba enamorada. Ella se había rendido. Ella me contó que todo el sexo era rendición. Se refería al título del libro. Era verdad, dijo ella. Ella lo había vivido y lo sabía.
Ahora bien, hay rendiciones y rendiciones. Rendirse a alguien que encarna una fantasía propia es una cosa. Pero rendirse a un violador es otra.
La posibilidad del sexo es la posibilidad de la rendición. Unas personas necesitan determinada ropa, sitios muy lejanos, idiomas diferentes, cadenas, y otras personas lo consiguen más deprisa y con menos líos, pero el hecho de rendirse es el mismo. Historia de O me funciona como ningún otro libro erótico porque capta esa rendición. No cuenta cómo se debe dirigir la propia vida. Reconoce que Eros es algo aparte de -puede que incluso antitético a- la vida. Por lo tanto, lo condenan quienes quieren manuales prácticos por encima de todo. Norteamérica no es un sitio para la fantasía. Aquí los libros tienen que ser didácticos, u otra cosa.