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Para los nombres de las mujeres creo en la propia invención: un nombre que encarne el deseo. Un nombre que debería adoptarse cuando una se dedica a una vida de trabajo.

¿Ya es demasiado tarde para mí? Mi nombre de escritora ya se ha fundido extrañamente con mi esencia. Puede que recupere mi nombre de soltera (que, después de todo, es el nom de théátre de mi padre: Mann). Durante veintitrés años yo fui una desafiante «Mann». Luego me sometí a un matrimonio freudiano.

Puede que cuando esté terminado este libro reaparezca la autora.

Es raro que me llevara tanto tiempo encontrar un nombre, pues en Heidelberg tuve la suerte de contar con ese extraño tipo de psicoanálisis que pone los cimientos de la vida de un escritor.

Mi psicoanálisis con el profesor Herr Doktor Alexander Mitscherlich sólo pudo haber tenido lugar por la intervención de los ángeles del psicoanálisis. Si la cosa funciona, habitualmente se debe a ellos. Revolotean sobre las salas de consulta de tres continentes mandando por los aires a los que se psicoanalizan, como esos vientos barbudos con los carrillos hinchados de los mapas antiguos.

Atascada en Heidelberg con un marido con el que no podía hablar, encontré, gracias a un psiquiatra de Nueva York, a un tal Herr Professor Doktor Alexander Mitscherlich. Dijo que hablaba inglés. Y resultó que ejercía en Heidelberg.

El médico norteamericano era al que yo había consultado sobre mi pánico al matrimonio, mi miedo a que el matrimonio me esclavizase a los deberes conyugales, y que entorpeciera mi trabajo de escritora.

– Absurdo -había dicho este psicoanalista-. Los hombres también trabajan en casa. Cortan el césped, arreglan cosas, sacan la basura. Es una responsabilidad parecida, ¿no le parece?

No me parecía. Pero entonces no tenía recursos feministas para demostrarlo. El problema no tenía nombre todavía. Creía que debía de estar loca.

A diferencia del médico de Nueva York que me lo recomendó, el doctor Mitscherlich no era sexista. No pensaba a base de clichés. Había estado huido de Alemania durante doce años por culpa de los nazis y vivió y ejerció en Suiza y en Inglaterra. Había esperado hasta el final de la guerra. Lo que no evitaba que yo -en mi ignorancia- le llamara nazi cuando estaba en el sofá, cosa que siempre le ponía mortalmente nervioso.

Fue en el mes de octubre de nuestro primer año en Alemania cuando me apeé del tranvía por primera vez delante de su consulta.

Entré en el patio de adoquines de una clínica del siglo XIX con altas paredes amarillas. El doctor Mitscherlich acechaba en su despacho rodeado de libros. Había alfombras orientales en el suelo. Un antiguo sofá para el psicoanálisis me amenazaba y me negué a tumbarme.

– Entonces, siéntese frente a mí -dijo el médico.

Obedecí.

Era un hombre atlético y alto, de unos sesenta años. Una cara alargada, unos ojos intensos gris-azulados, unas gafas gruesas brillando como puros rectángulos, una atención total.

Llevaba bata blanca, una corbata de punto púrpura, zapatos con suela de crepé que rechinaban cuando andaba. Su bata parecía un Engelhempd o «camisa de ángel» (como los alemanes llaman a estas prendas). De hecho, parecía angelizarle. Cuando hablé, sus ojos me pertenecían por completo.

¿Por qué había venido?

Estaba bloqueada con mi escritura, bloqueada con mi matrimonio, sentía nostalgia de Nueva York, y estaba contenta de encontrarme lejos de mi familia. Necesitaba a mi marido. Odiaba a mi marido. Me aburría con mi marido. Quería escribir. No podía escribir. Nunca podía mandar los manuscritos porque los revisaba sin parar. Sabía que no quería terminar bloqueada y resentida para siempre.

Desde la primera sesión, me tomó en serio y tomó en serio mis poemas, incluso antes de tener motivos para hacerlo.

Pronto me tumbé en el sofá, desde el que distinguía los títulos de los libros en inglés, alemán, húngaro, checo, francés, italiano, español. Yo recordaba mis sueños y los relataba. Vagando de los sueños a los recuerdos, a mi vida en Heidelberg, sencillamente «conté el desgraciado Presente para rememorar el Pasado», hasta que antes o después «éste vaciló en el verso donde / mucho antes habían empezado las acusaciones» -según Auden describe el proceso de su poema sobre Freud-. Tenía una espina clavada en la garganta, me aguijoneaba el corazón hasta que dije cuál era el dolor.

El psicoanálisis implica una rendición, y ¿quién se quiere rendir? Nadie. Luchamos hasta que no tenemos otra opción, hasta que el dolor es tan grande que debemos rendirnos. El ego quiere fuerza bruta. El ego prefiere la muerte a la rendición. Pero la vida no deja de reafirmarse. Tropezamos contra las mismas piedras repetidamente hasta que un día, después de un desenmarañamiento trivial, el suelo parece lo suficientemente despejado para que podamos caminar sobre él sin dar traspiés.

Y así iba la cosa, un lunes tras otro lunes, un martes tras otro martes, un miércoles tras otro miércoles, un jueves tras otro jueves, un viernes tras otro viernes. Se hacía más fácil durante un tiempo, luego se volvía más duro. Se hacía aburrido, luego soportable, luego nuevamente imposible. Continuábamos como si avanzáramos por una novela que hemos llegado a odiar. Sólo la disciplina para poder terminarla nos empuja a seguir. Y en un punto cercano al final, la luz vuelve a brillar, como por un triforio.

El triforio que el doctor Mitscherlich tenía en su consulta de Heidelberg sigue siendo, para mí, la mejor imagen de cómo empezó el psicoanálisis a arrojar un poco de luz sobre mi dolor. Se iban sucediendo los días grises, uno tras otro. Llovía sin cesar, como siempre llueve en Alemania. Y un día, de pronto, vi penetrar los rayos del sol.

Al terminar mi primer año de psicoanálisis, el doctor Mitscherlich trasladó su consulta a Frankfurt. Desde mi triste apartamento del Ejército, estaba a un cuarto de hora de coche de la Heidelberg Bahnhof, una hora de tren hasta Frankfurt, veinte minutos de tranvía hasta el Instituto Sigmund Freud.

Pocas veces me perdí una sesión.

Salía de casa a las siete y veinte, llegaba a la estación de Heidelberg a las siete treinta y cinco, aparcaba mi viejo Volkswagen Escarabajo (o «Beatle», como le llamaba yo), tomaba el tren de las siete cincuenta a Frankfurt/Darmstadt, llegaba a la Frankfurt Bahnhof a las ocho cincuenta y dos, esperaba hasta las siete y nueve por el tranvía (hiciera el tiempo que hiciera), luego recorría andando varias manzanas de casas y estaba en la sala de espera del doctor del Instituto a las nueve cuarenta. Mi sesión empezaba a las diez en punto.

Jamás he tenido que hacer cosas tan complicadas y persistir en ellas, excepto en cuestiones amorosas.

Supongo que de eso se trataba.

Había dejado de llamar nazi al doctor M., pues me había enterado de que sus silencios ocultaban su fama de antinazi, escritor, investigador de las condiciones que hicieron surgir el nazismo. Sociedad sin padre, era una expresión suya. Se había hecho famoso por sus estudios sobre las causas ocultas del nazismo. Era una estrella y yo no me había enterado. Más importante aún, él siempre me trató como a una estrella mucho antes de que yo lo fuera. Su creencia en mí fue lo que hizo posible toda mi vida creadora.

Cuatro días a la semana emprendía el mismo viaje de vuelta, corriendo para alcanzar el tren de las doce y pico, y llegando a mi apartamento de Heidelberg hacia la una y media o dos.

Tenía que comprar la comida, me quedaban tres horas para escribir, luego preparar la cena. Por la noche había fiestas con los oficiales y sus Frauen a las que teníamos que asistir. El viaje a Frankfurt nunca me pareció que no mereciera la pena. Sólo en dos ocasiones no me atuve al horario previsto y perdí el tren. En las dos ocasiones estaba en el andén, viendo cómo se alejaba el tren.

El tren se convirtió en mi vida. En él leía, tomaba notas, garabateaba poemas y relatos. El balanceo me tranquilizaba y surgían fantasías eróticas. Tomaba nota de ellas, las convertía en fábulas, las exploraba con el psicoanalista.