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Todo escritor, dijo alguien, es hombre o mujer. Pero para un hombre existe un molde que romper o que seguir; para una mujer hay un vacío que hace señas. Los escritores normalmente construyen sobre los cimientos de otro. Pienso en Biblos, en Split, en Estambul. Los restos de una civilización se convierten en la arquitectura de otra. Las mujeres que escriben siempre han echado mucho en falta esos ricos restos creativos. Condenadas a empezar siempre desde el principio, hemos iniciado los registros de nuestra civilización a trompicones. A nuestras matriarcas las han hecho invisibles, a nuestros mitos los han dejado de lado. Parece como sí siempre estuviéramos oyendo a los escritores varones famosos diciéndonos lo que no somos.

En estos últimos años hemos inventado algunas formas nuevas y desenterrado algunas viejas tradiciones. Pero nuestro permiso para ser creadoras es tan desacostumbrado que tendemos a no ser generosas entre nosotras. Preferimos denunciarnos entre nosotras que denunciar a los gurús que se nos imponen como rivales.

Como feministas, le pedimos a la literatura que haga más de lo que la literatura puede hacer: la revolución, enterrar a los muertos, erigir estatuas a nuestras heroínas favoritas. Ése no parece el medio más adecuado para estimular una literatura que sea reflejo de la vida. La vida es un lío mayor que la política, y menos predecible. La vida es simplemente lo que pasó cerca y a alguien. Al pedirle a la vida que sea tan decididamente política, frustramos nuestra necesidad de soñar, de jugar, de inventar.

En nombre del feminismo, algunas de nosotras hemos prohibido que las mujeres sean creadoras traviesas. Nuestras pioneras -Mary Wollstonecraft, Mary Shelley, Jane Austen, Emily Dickinson, las Brontc, George Sand, Colette, Virginia Woolf, Simone de Beauvoir, Doris Lessing- se horrorizarían al vernos suprimir el juego y la libertad de nuestro arte. El juego es la fuente última de la libertad. Si nos convertimos en artistas políticas, deberíamos haber nacido en la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler, o la Unión Soviética de Stalin. Feministas por encima de todo, debemos luchar por la libertad de expresión, porque en caso contrario seríamos condenadas al silencio, con la «decencia» como excusa.

Pero yo no sabía casi nada de todo esto cuando en 1971 se publicó Frutas y verduras. Apareció la misma primavera que la edición norteamericana de La mujer eunuco, de Germaine Greer. Con el nuevo estallido del feminismo en el aire, fue cálidamente recibido. Para un libro de poemas, no hay más.

Mi editor organizó una fiesta en un agradable puesto de frutas y verduras, un local que se llamaba Winter's Market, en la Tercera Avenida. Las grandes cajas de fruta llegaban a la acera. Las naranjas y limones brillaban al sol.

Yo llevaba puestos unos hotpants de encaje púrpura y una blusa a juego con bolsillos estratégicamente colocados encima de los pezones. Unas gafas púrpura de abuela y zapatos púrpura. Esperaba parecer inadecuadamente adecuada, como era de rigueur en 1971.

Los poetas y los editores se apiñaban, tomando ensaladas de fruta y soltándose ingeniosidades unos a otros.

Me senté en una caja de naranjas leyendo un poema sobre una cebolla:

Estoy pensando de nuevo en la cebolla, con sus dos bocas en O, como los agujeros muy abiertos de nadie. Al pelar la piel de fuera, de un castaño rosáceo, se revela una esfera verdosa, calva como un planeta muerto, lisa como el cristal, y un olor casi animal. Considero su habilidad para arrancar las lágrimas, su capacidad para examinarse a sí misma, para abrirse, capa a capa, en busca de su corazón que sólo es otra región de su piel, aunque más profunda y verde. Recuerdo a Peer Gynt. Considero su a veces doble corazón…

Los ruidos de la fiesta apagaban mis palabras. Karen Mender, la joven y guapa asistente que había organizado la fiesta, asombrosamente había conseguido que viniera un equipo de las noticias de la noche. (Un día tranquilo en Vietnam, supongo.)

Me grabaron en vídeo sentada en la caja de naranjas, soltando versos inaudibles sobre las cebollas. Se centraron en mis muslos. También en mis sandalias de tacón tan alto.

– Esto sólo podría pasar en Nueva York -dijo el locutor-, la presentación de un libro en un mercado de frutas y verduras.

– ¿Qué piensa usted de la poesía? -le preguntó un periodista al carnicero.

Este mordió un enorme puro y dijo:

– Sinceramente, prefiero la carne.

– ¿Y eso por qué? -preguntó el periodista, pinchándole.

– La fruta está bien, pero no puede con un buen filete.

La carne siempre tiene la última palabra.

Las noticias de la noche dieron la fiesta dos veces, sin mencionar el título del libro, el nombre del editor o el de la autora.

En cualquier caso, los poemas salieron al mundo, volviendo con buenas noticias. Empecé a recibir cartas, invitaciones, críticas, polaroids de hombres desnudos, cestas de fruta, de cebollas, de berenjenas. Me propusieron lecturas de poemas, me ofrecieron premios de poesía. Revistas de poca circulación que anteriormente me habían despreciado, ahora me invitaban a publicar. Me pidieron que enseñara poesía en mi santuario, el «Y» de la calle 92.

Mis alumnos y yo nos reuníamos en torno a la mesa del comedor del apartamento del West Side que compartía con Allan Jong. Se iniciaban poemas, se reescribían poemas, florecían aventuras amorosas, morían matrimonios. Mis alumnos me enseñaron cosas de la poesía y la vida.

Reuní mis nuevos poemas en un volumen titulado Medias vidas.

– ¿Dónde está la novela? -preguntaba Aaron.

– En marcha -juraba yo. Pero seguía dándole vueltas a El hombre que mataba poetas y sabía que no le podía enseñar eso. (Finalmente me hizo un gran favor al rechazarla, animándome a escribir una novela con la voz que había encontrado en los poemas.)

En julio de 1971, Allan y yo asistimos al Congreso Psicoanalítico de Viena, el primero que se celebraba en Viena desde que Freud había huido de los nazis en 1939. Asistiría Anna Freud, y lo mismo harían Bruno Bettelheim, Erik Erikson y Alexander Mitscherlich.

Apareció un guapo loquero inglés con collares y ropa hindú. Me enamoré de él.

Se iba a convertir en la musa de mi primera novela.

Miedo a la fama

Viena suponía un baño en el pasado nazi. E ir a Europa, para mi familia, siempre ha sido una excusa para sumirse en su origen primigenio. Todos han sido grandes viajeros y grandes descontentos. Europa era un lugar para rebuscar en la memoria, para revivir dramas, ideales, historias, sexo. Mi abuelo había soñado con el París del cambio de siglo durante toda su vida en Nueva York; mi madre había soñado con la Exposición Universal de París de 1931, con sus maquetas de Angkor Wat, y los chicos tan guapos que la perseguían vestida con sus medias de seda y su sombrero de forma acampanada. Ella y mi tía no olvidaban nunca el tremen (después llamado el Liberté, la primera bañera en la que yo también crucé el Atlántico), donde chicos nazis muy repeinados que olían a colonia de violeta las perseguían por las salas art déco, sin saber que eran judías. (Mi madre siempre ha tenido muchos admiradores.) Del Bremen al Liberté, seguimos sus pasos marinos.

Era una tradición familiar: Europa para nosotras era sexo: el lugar donde desaparecía la culpabilidad, las chicas bailaban el cancán y los chicos te besaban bajo los puentes del Sena, o el Támesis o el Arno, sin ninguna consecuencia. Europa era aventuras de una noche con hombres que hablaban escasamente tu idioma y en consecuencia no lo podían contar. Europa era poesía y bacanales y vino y queso y el país de las Doce Princesas. Allí no contaba nada. Después de todo, nos habíamos ido a tiempo. El Holocausto no se nos llevó por delante. Pero jugábamos con el peligro al borde de la llama, dedicándonos al sexo, una invitación al incendio. El hecho de haber escapado por poco al mayor pogromo de la historia hacía a Europa más sexy para los judíos norteamericanos nacidos después de la II Guerra Mundial. Dios sólo hizo dos fuerzas -amor y muerte-, y cuanto más cerca estuvieran el calor era mayor.