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Entre reuniones que nunca se celebraban y un diluvio de publicidad el libro, yo estaba muy ocupada viendo a Jonathan Fast y enamorándome de él. Me había hecho amiga de sus padres durante las cenas en casa de los Untermeyer. Entretanto, Julia estaba ocupada fastidiando a toda la industria del cine con su mal proceder. Y cuando directores como Hal Ashby y John Schlesinger, y actrices como Goldie Hawn y Barbra Streisand habían renunciado al proyecto debido a las locuras de Julia, ésta decidió dirigir ella misma la película.

Entonces fue cuando nos enfrentamos. A pesar de haber hecho un breve curso de dirección en el American Film Institute, Julia era una novata. (También lo era yo, por supuesto, pero yo no estaba planeando dirigir la película.)

Por entonces, Jonathan y yo estábamos viviendo juntos en Malibú y yo trataba de quitarme de encima el matrimonio con el doctor Jong. Nuestra casa de Malibú tenía una cama de agua desde la que se veía el Pacífico, una bañera desde la que se veía el Pacífico y un patio central como una jungla abierto a los elementos. Las serpientes y los lagartos jugaban en él. Una vez, al llegar a casa, me encontré una serpiente en el cuarto de estar, y no del tipo habitual que se encuentra en los cuartos de estar de Malibú.

La casa era una de esas casas de muñecas montadas por unos carpinteros para que el productor mantenga relaciones sexuales con una starlet a media tarde los días de entre semana.

Eramos felices. Estábamos enamorados. Pero también estábamos traumatizados. El Newsweek estaba preparando un artículo de portada sobre mí y había situado fotógrafos en las matas de dondiegos y buganvillas. Jonathan trataba de emprender una carrera de escritor de guiones y sufría los tormentos habituales del rechazo. Yo trataba de apartarme del mundo y escribir una segunda novela, aunque los amigos escritores me aseguraban que no merecía la pena, pues cualquier cosa que escribiera después de Miedo a volar probablemente sería condenada, y no había segundos actos (o segundas oportunidades) en la vida de los norteamericanos.

– Escribe guiones de cine -decía Mario Puzo-, se gana más dinero.

Yo era una mocosa licenciada en literatura, y paseaba la vista por Malibú -con sus multimillonarios de origen extranjero corriendo por la playa, haciéndose más ricos y más canosos- y sólo pensaba en la literatura con una «L» mayúscula.

– Si no escribo la segunda, ¿cómo voy a poder escribir la tercera? -le pregunté a Mario.

– Si no escribo la tercera, ¿cómo voy a poder escribir la cuarta? Si no escribo la cuarta, ¿cómo voy a poder escribir la quinta…? -etcétera.

Yo quería ser Ivy Compton-Burnett o Simone de Beauvoir, no Robert Towne.

– Los tontos mueren -murmuró Mario Puzzo.

O puede que sólo dijera:

– Majadera.

¿No estaba en Hollywood? Bien, pues entonces sería Isherwood, Huxley o Thomas Mann; desde luego, no los hermanos Marx. Mi elevada idea de la literatura siempre me ha agotado.

O a lo mejor es el empeño que puso mi padre en el mundo del espectáculo que ha tomado el camino erróneo.

Durante la época en la que Julia puso la mano sobre una piedra y se declaró directora y yo me ungí como la Enamorada de la Literatura, conocí a un determinado hombre. Lo trajo alguien a una fiesta de nuestra casa de la playa. Podría haber sido cualquiera. Pasaron bastantes personajes desagrables por nuestra casa de Malibú el año en que fui famosa de verdad.

– Te presento a un gran amigo íntimo mío -dijo un conocido, utilizando unos adjetivos que denotan una completa ignorancia del significado de la palabra «amistad».

El modo de ganarse la vida el íntimo, el gran amigo, no estaba claro. Podría haber sido un director comercial, un encargado de personal, un productor y un domador de leones, todo al mismo tiempo.

Podría haberlo sido. Aquello era Hollywood.

No resulta noticia para nadie (excepto para una esnob literaria en 1974) lo que Hollywood les hace y les hacía a los personajes que han lavado y planchado su pasado para parecer actores-personajes. Las trampas financieras se omitían. Los fracasos se borraban y los éxitos se proclamaban a los cuatro vientos por remota que fuera la asociación. Los nombres de famosos que se soltaban en una conversación llegaban a llenar el suelo como las hojas en otoño.

El señor «encargado, productor o lo que fuera» tenía unos ojos verdes muy brillantes, y un enmarañado pelo gris, Me parece recordar que llevaba joyas de Zuni y túnicas de lino que parecían togas romanas, pero seguramente debe ser un error. Pretendía que de niño había predicado en los carnavales cristianos. Pretendía que había sido un pecador convertido en penitente y que había visto la luz, aleluya. Me recordaba a uno de los primeros cristianos rezando antes de que le arrojaran a los leones. Yo le recordaba, al parecer, lo mismo.

Este caballero y yo nos pusimos a hablar cerca de la bañera ante el luminoso telón de fondo de la puesta de sol sobre el Pacífico (y los dos nos felicitamos por estar silueteados sobre ella). El había seguido el asunto de Miedo a volar por las columnas de cotilleos. Estaba escandalizado por lo que me pasaba.

– Julia dice que ahora es directora y ni un actor la puede aguantar más allá de una sola reunión. No es asunto mío, pero si quieres hacer algo con ese contrato, puedo conseguir que recuperes los derechos. Te han jodido. Te ofrecieron unos acuerdos miserables. Y los agentes conspiran para que los aceptes

Había echado el anzuelo. Mi cerebro parecía una bomba a punto de explotar. Mi lioso de turno estaba preparado para echárseme encima como un león. Mi detector de liosos estaba averiado.

A los pocos días, a Jonathan y a mí nos invitaron a conocer los leones de nuestro nuevo amigo.

Guardados en un desfiladero secreto del desierto, vagaban por un ambiente preparado para que pareciera la sabana africana.

Nos invitaron a Jon y a mí a acariciarles, movernos entre ellos, entre sus garras. Posamos para polaroids que verían Howard y Bette Fast en Beverly Hills, sabiendo que harían los sonidos adecuados de padres judíos contentos.

Nuestro domador saltó entre los leones, gritándoles para demostrar que le podría gritar a cualquiera. Utilizó taburetes, sillas, látigos. Su mujer, una hermosa actriz que trabajaba poco, parecía igualmente apasionada por ellos.

– Será mejor que salgáis de la jaula -dijo, inquietantemente-. Esto podría ser peligroso.

Nos quedamos fuera viendo cómo nuestro domador metía la mano dentro de la bocea di leone y luego sonreía. ¿Cómo podía saber yo que estaba mostrando cuál era mi papel en todo este asunto?

De las guaridas de los leones pasamos a los bufetes de los abogados. Mr. «encargado y todo lo demás» me explicó por qué demandar a Julia, a Columbia Pictures y a ICM sería algo completamente seguro y sin riesgos. Yo creía que estaba hablando de mí; hablaba, claro, de sí mismo. Me proporcionó un abogado, se ofreció como productor y me metió en la pesadilla de mi vida (sin faltar agentes que declaraban). Me prometió, naturalmente, encargarse de todos los gastos, pero sus promesas fueron las promesas de un predicador de los carnavales.

Si alguien te promete una demanda «gratis» o que nunca tendrás que volver a pagar impuestos en tu vida, corre a esconderte. El truco de lo de los impuestos también me lo hicieron, hacia la misma época de mi vida, y he estado pagándolo desde entonces. Estos dos terribles errores de apreciación se convirtieron en un modo de destrozarme a mí misma y a mi fama a la vez.

Criada a base de películas en las que el tipo humilde se impone al sistema, yo no tenía más idea de lo que era un tribunal de lo que un ratón tiene de un concurso de quesos.

Cualquier idiota habría sabido que demandar a una empresa de cine en la ciudad de Burbank era tan inteligente como entrar en una guarida de leones en un desfiladero del desierto. Mi nuevo consejero esperaba una rápida capitulación y una victoria instantánea. Demostró que mantenía menos contacto con la realidad que yo.