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La demanda se publicó en la prensa, consiguiendo el tipo de odiosa publicidad que consiguen esas cosas, y continuó interminablemente. Era bastante duro escribir una segunda novela después de todo el ruido que se había armado. (Miedo a volar me había parecido la obra de una aprendiz cuando la escribí, y ahora iba a ser mi lápida, o por lo menos «follar a calzón quitado» iba a ser mi epitafio.) Pero escribir una segunda novela mientras estaba en marcha el proceso era precisamente el obstáculo que necesitaba para hacer que me sintiera tan horriblemente mal como yo necesitaba sentirme después del éxito. Todos me lo desaconsejaron. Pero participé en cuerpo y alma en el asunto, decidida a ser yo, y no mi suegro de entonces, como Thomas Paine y Espartaco reunidos en uno.

Aquello destrozó dos años de mi vida que deberían haber sido divertidos. Supuso, como cualquier persona sensata habría predicho, un atolladero legal, facturas enormes, y ninguna película. En 1975 regresé a Nueva York, promocioné mi segunda novela, Cómo salvar la propia vida, alrededor del mundo, y sólo me preguntaron por «follar a calzón quitado» y la demanda. De vuelta en Nueva York, empecé una tercera novela, sobre uno de los primeros cristianos que echaron a los leones para que se lo comieran, pero pronto la abandoné y me refugié en mi vieja cámara de seguridad de Barnard, la segura visión del siglo XVIII. Me puse a investigar para escribir un relato picaresco sobre una chica huérfana que se hace poeta, bruja, viajera, prostituta, y por fin madre de una hija encantadora, triunfando en consecuencia sobre su infortunio: la heroína perfecta para redimir mi vida posfama.

Durante los cinco años en que trabajé en este relato del siglo XVIII, fui tremendamente feliz, y mientras ideaba el argumento, también tuve una niña. Escribí sobre ella a través de los ojos de Fanny:

Me maravillé ante la Naricilla respingona (manchada de Sangre del Seno Materno), las pequeñas Manos buscando a tientas que no sabían qué Manos agarrar, la Moquita tratando de chupar ciegamente de no sabía qué pechos, los Piececitos que no sabían qué caminos andarían ni por qué Continentes todavía por descubrir, en qué Países todavía no nacidos.

– bienvenida, pequeña Desconocida -dije, entre lágrimas-. bienvenida, bienvenida.

Y entonces el salado Mar de mis Lágrimas se desbordó y lloré grandes Oleadas de Marea. Lloré hasta que mis propias Lágrimas arrancaron un Trozo de la sangre reseca de las Mejillas Infantiles y me mostraron la Piel translúcida, el Color del Amanecer en verano.

Cuando ingresé en el hospital, no estaba segura de si era mi heroína o yo la que iba a tener aquella criatura. En consecuencia, la partida de nacimiento de Molly al principio decía «Belinda», el nombre de la hija de Fanny. Comprendí mi error, y luego quedé tumbada en la cama inventando nombres para mi hermosa hija. Glissanda, Ozma, Rosalba, Rosamund, Justina, Boadicea… Consideré muchísimos. Luego me vino a la cabeza Molly Miranda. Y Jon estuvo de acuerdo.

– Decidiste una buena cosa, mamá -dice Molly.

El nacimiento de Molly lo redimió todo, y Fanny hizo el resto. Supongo que Fanny es la novela mía que más me gusta (con mucho) porque sus tremendas exigencias me dieron una profunda satisfacción. La exigencia de recrear un argumento y el lenguaje del siglo XVIII, de darle la vuelta a la picaresca masculina, me hicieron completamente feliz de un modo en que no lo había sido desde los seis años; y lo mismo pasó con mi matrimonio con Jon, hasta que dejó de hacerme feliz.

Es más fácil escribir sobre el dolor que sobre la alegría. La alegría no tiene valor. Después de ese espasmo de vida en órbita, me encantó mantenerme en la sombra, oculta en el país.

Consideramos la posibilidad de trasladarnos a Princeton por la biblioteca, a las Berkshire por el paisaje, a Key West por la luz, a Colorado por las montañas, pero terminamos en Weston, Connecticut (a una distancia prudencial en coche de la biblioteca Beinecke y de Manhattan), llevando una vida casi idílica: escritura, yoga, perros y cocina. El único error que cometimos fue dejar que los de la revista People nos fotografiaran para un artículo sobre las parejas felices. Esos artículos hacen inevitable el divorcio, lo mismo que es probable que los artículos de portada de Time lleven a la muerte, la bancarrota y secuestro de los hijos.

Fanny me hizo feliz porque me permitía vivir con el Oxford English Dictionary siempre abierto sobre mi mesa de trabajo; ¿y qué puede hacer más feliz que eso? Jon me hacía feliz gracias a su buen humor y su pretensión de que no había nada mejor que escribir y hacer yoga. Y Molly me hizo feliz porque era un milagro mío, en cierto modo producido por Dios, mientras mi mente estaba en otras cosas, en el origen de la palabra lenzuelo, por ejemplo.

Pero la fama nunca me hizo feliz, aunque eso, claro está, no significaba que quisiera renunciar a ella. La fama es una gran prueba de carácter. ¿Se pierde una o se encuentra como resultado de tenerla? Muchos de nosotros nos perdemos a nosotros mismos, al menos un tiempo. Algunos volvemos. La mayoría no lo hace. En aquella época yo quería perderme en los bosques de Connecticut, cuidando a mi niñita, buscando palabras en el diccionario y leyendo a Smollet o a Fielding o a Swift todas las mañanas para conseguir captar con la mente la cadencia de las frases. La fama me aterraba y me dejaba perpleja. Quería alejarme lo más que pudiera de aquellos recuerdos dolorosos. El reinado de la reina Ana era perfecto. Yo había muerto, pero estaba a punto de renacer como una pelirroja en traje de montar.

Por lo menos había sobrevivido. Ella sería así.

Al releerlo, advierto que este capítulo no contiene nada sobre Henry Miller. Puede que sea porque en él estoy escribiendo sobre mis ansias de sabotaje de mi propia identidad y Henry era lo contrario a eso: me dio clases de cómo vivir.

Curiosamente, conocí a Henry Miller el mismo día que conocí a Jonathan Fast, un día dorado de California de octubre de 1974.

Cogí mi Buick alquilado, bajé por Sunset Boulevard hasta Pacific Palisades, y pasé la tarde con un chico de Brooklyn asombrosamente viejo de ochenta y tres años, que me había estado escribiendo cartas divertidas durante seis meses y ahora aparecía con su carne envejecida y un espíritu más joven que el mío.

Casi siempre en una silla de ruedas, ciego de un ojo, con un pijama puesto y una bata de felpa, con una cara como de antiguo sabio chino, Henry Miller se levantó de la cama para reunirse conmigo y anduvo, con bastante dificultad, en lugar de mantenerse pasivo en una butaca.

Iba a convertirse en mi ojo lúcido en medio del huracán.

Los escritores norteamericanos tienden a ser unos borrachos y unos melancólicos cuya principal relación con sus jóvenes aspirantes parece ser: «Dame una buena razón para que no me suicide». Si les vas a conocer y admirar, lleva ginebra o informes sobre alcohólicos anónimos y prepárate a animarlos. Pero Henry estaba, como él mismo señaló, «siempre alegre y contento». Su temperamento era su don y también su regalo a todos.

Si le hubiera conocido cuando era joven, habría sido más huracán, más caos. Pero el hecho de que hubiera sobrevivido a lo que estaba pasando yo, y haber mantenido el equilibrio, era lo importante de verdad. Calificado de «rey de la indecencia», siguió escribiendo lo que tenía que escribir.

Todo el que apriete el botón sexual de Norteamérica debe estar preparado para sirenas y alarmas. Todo lo demás que hagamos con nuestra vida quedará apagado por eso.