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Al principio no se llevaban bien, pero ahora cada uno imitaba las posturas del otro o se sentaban como sujeta-libros a los dos lados de la puerta. A Buffy le gustaba más Jon, y a Poochkin yo. Cada uno de nosotros tenía un acompañante canino en el estudio. Pero Buffy era una perra de alma profunda. La habían abandonado, a fin de cuentas, y la salvamos nosotros de la muerte. Tanto los perros como las personas son más amables después de tocar fondo.

Si me las puedo arreglar con esta perra -pensaba yo- no hay nada que no pueda hacer. Incluso tener un niño, aunque sea escritora.

Pero dudaba, temiendo aún el eterno Waterloo de las mujeres. En el verano en que yo tenía treinta y cinco años, me entretenía con los gatos abandonados de los aparcamientos de los supermercados, lloraba al ver a perros muertos por coches, escribía poemas sobre la inteligencia e intuición de los perros.

Mirando un día a Buffoon, pensé que un recién nacido nunca tendría mayores problemas. Y había que verla ahora: el perfecto animal de compañía. Lo que yo no sabía era que la analogía entre perros y niños sólo dura un año o así. Después los niños son unas criaturitas tercas que se empeñan en hacer su santa voluntad, hasta más o menos la edad de doce años, cuando se convierten en dybuks o íncubos, dependiendo de la persuasión religiosa de uno.

Pero de hecho W Buffoon, Scruffoon, Spitoom, la muy distinguida Ms Woolf, quien me decidió a tener un niño. Era otro tipo de rendición. Una vez que un perro te entra en el corazón, no es difícil abrírselo a un niño.

Poochkin había sido mi acompañante en los paseos, mi musa, mi protección en las calles de Nueva York, mi hijo, mi amante. Pero Poochkin fue desde el principio un cachorro de hichon sano, perfecto. Se suponía que a Buffy había que quererla por todos los problemas que había tenido. Supongo que yo sabía que los problemas eran parte de la maternidad, y que si una es capaz de querer demasiado a un perro, puede hacer lo mismo con un bebé o un hombre. (Esto podría ser un libro de mucho éxito: Mujeres que cuidan a perros y los quieren demasiado)

¡Unbebé! ¡Unbebé! Nos pusimos a pensar en nombres. Plantamos un huerto y compramos un todoterreno (que no es el coche ideal para el embarazo pero, a pesar de todo, es familiar).

Molly fue tan hija de Buffy como mía. La devoción de Buffy y de Jon estaban establecidas. La mía oscilaba. Sabía que se admite que las mujeres son capaces de hacer la partenogénesis y no volver la vista atrás. Pero yo necesitaba la seguridad de un hombre y un perro. ¿Podría adiestrar a Buffy para que fuera como Nana en Peter Pan? Eso era fundamental. Mentalmente yo viajaba por Wiltshire, Londres, Costa de Marfil, el Caribe; corporalmente, me estaba preparando para tener un bebé.

Siempre he tenido ganas de escribir un libro que recogiera la quintaesencia de la rareza de la vida de un escritor: vivir una vida extravagante e imaginaria en el propio estudio, en los cuadernos de notas, en los montones de libros, mientras se desarrolla alrededor otra vida cotidiana. El modo en que se enlazan esas líneas entre sí son parte del relato. ¿Cómo se puede escribir esto una mañana…

Había cinco Delincuentes, encabezados por un Chico de Diez años, que babeaba y se movía como un Tonto, y gritaba sin parar:

– ¡Maldita trujal ¡Me ha Embrujado!

En el centro del Círculo dos hombres sujetaban a la hermosa Doncella del Aquelarre al frío Suelo, mientras los otros la violaban por turnos, con la mayor Brutalidad que podían reunir; y menos, parecía, por el Placer que una bestia irracional podría encontrar en un Acto de Pasión tan salvaje, que por demostrar su Brutalidad a sus Rudos Hermanos. Puede que la violaran unas diez o doce veces; y aunque al principio ella gimió y se resistió, al cabo de un tiempo pareció que se quedaba quieta, con los Ojos vidriosos mirando fijamente al Cielo, murmurando con la boca:

– Santa Madre de Dios, ten Piedad.

Después de eso, el Bruto que entonces la estaba atormentando con su hinchado Órgano rojo, quedó dominado por la piedad y, sacando su feo Aparato de su pobre Conejo tan maltratado (del que ahora salía una sangre oscura), se lo introdujo en la boca, diciendo:

– Esto te enseñará a rezar al Demonio.

Y hundió su Órgano tan profundamente en la Garganta de ella que se puso roja y se asfixió y pareció a Punto de Morir. Después de eso, el Bruto se retiró y cada uno de los Hombres se la introdujeron en la Boca, hasta que la boca le sangró tan terriblemente como sus pobres Labios. Cuando yo creía que había visto lo peor y no podía resistir el seguir mirando, uno de los más feos del Grupo, un Golfo con nariz de Fresa y los ojos pequeños de un Cerdo, sacó su Cimitarra de su funda e, ignorando los Gritos de Piedad de ella y los Ruegos de los otros miembros del Aquelarre, hizo un corte en la Carne de su frente, y hundió tanto la Cimitarra que la Cara entera de ella se llenó de sangre, y pronto abrió los Brazos y expiró…

…y sentarse luego a almorzar con la familia? Se puede.

Y al exotismo de la escritura en cierto modo lo impulsa la cotidianidad de la vida diaria.

Pero ¿qué pasa con esos momentos de la vida diaria en que una parece sangrar en el libro, cuando una no sabe si es Erica o Fanny, cuando no sabe si la embarazada es Fanny o una misma?

Este libro, este embarazo, estaban destinados a alimentarse uno al otro, cada uno de ellos cebado y transformado por el destino del otro.

Yo había llevado a Fanny, de ser la Cenicienta de una gran familia de Wiltshire, a que la violara su padrastro, a que huyera «en busca de fortuna», a encontrarse con un aquelarre de brujas que adoraban a la Diosa-Madre, a unirse a una banda de ladrones como la de Robin Hood que se llamaban «Los alegres», a que en Londres la obligaran a ganarse la vida como puta en un burdel, cuando de pronto el libro quedó interrumpido por un viaje a París para promocionar mi segunda novela, Cómo salvar la propia vida, o, como la titularon en francés, ha Planche de salut.

Jon y yo nos alojamos en un pequeño hotel cerca de St.-Sulpice. Caímos exhaustos en la cama una noche, agotados por el viaje y llenos de buen vino, los dos con ganas de dormir, pero en lugar de eso nos acercamos el uno al otro, e hicimos el amor interminablemente, como si estuviéramos en trance.

Después, yo quedé despierta y él se durmió. Notaba el seno como lleno de luz. Parecía que había un enorme planeta rojo que brillaba dentro de mí. Sentía ese latido cinco centímetros debajo del ombligo que hace que una se sienta como una cinta de Moebius que introduce el cosmos al interior.

Por la mañana, me sacaban unas fotos para una revista de papel cuché con los leones rampantes de una fuente detrás, cuando la traductora me preguntó por qué tenía aquella expresión de picardía en los ojos.

– La noche pasada hicimos un bebé -dije yo, sorprendentemente, sin estar ni siquiera segura de que fuera verdad.

– ¿Y qué pasa con el libro siguiente? -me preguntó, creyéndome.

– ¿Qué pasa? -dije yo, alegre, con esa euforia absoluta que de hecho presagia el embarazo.

Hortense Chabrier era una pelirroja menuda que fumaba sin parar y que adoptó el papel de protectora literaria mía. Tenía dos hijos y participaba en un ménage á trois muy civilizado con mi otro traductor francés, Georges Belmont. Yo había conocido a Georges y Hortense por medio de Henry Miller. Henry y Georges eran antiguos y grandes amigos de los años treinta, y Hortense era una brillante y joven editora que trabajaba para Robert Laffont. Henry había descubierto Miedo a volar y se la había mandado, sólo para descubrir que había sido rechazada por Laffont con la excusa: «La mujeres francesas no necesitan psicoanalistas.» (Probablemente porque cuentan con franceses.)