Recuerdo a Jerzy Kosinski acariciándola en un cóctel.
– Daría lo que fuera por experimentar alguna vez un embarazo -dijo.
Pero la bebé no «nació bien». Debía de hacerlo el 1 de agosto, pero se quedó allí dentro, presionándome la vejiga, hasta mucho más avanzado el mes. Antes del 18 no decidió moverse. Yo estaba leyendo un libro del siglo XVIII sobre masques y ridottos en la biblioteca Pequot cuando de pronto noté que estaba empapada. Tranquilamente devolví los libros y conduje hasta casa.
Jon y yo telefoneamos al médico y esperamos a que empezaran las contracciones.
No pasó nada.
Fui a la cocina y preparé un sandwich con un filete inmenso y tomates cultivados en casa. Nada más devorarlo entero, empezaron las contracciones.
Las llamadas cada cinco minutos de los futuros abuelos eran más molestas que las contracciones. Howard insistía en que fuera al hospital. ¡Después de todo era su nieto! Fuimos, por no discutir. Yo había llamado a mi preparador para el parto, y metido en la maleta ejemplares de Inmaculada Decepción y Hojas de hierba. Estaba decidida a tener la bebé de modo natural, significara lo que significase eso.
Como con cada acontecimiento de mi vida, iba a dar a luz en un momento intensamente politizado. Entonces la anestesia se consideraba inadecuada y antifeminista. Sólo las lloronas tenían problemas. ¡Ninguna madre amazona sucumbiría a los espasmos! De modo que pasé por nueve horas enteras de dolor hasta que me quedé sin fuerzas, y cuando el médico sugirió una cesárea, me enfrenté a él, citando textos feministas. Sólo la reducción de la frecuencia de los latidos del corazón de la bebé me hizo cambiar de idea.
Fanny hubiera muerto. La bebé habría quedado marcada por el fórceps, sin miembros, o malograda. Perdida en un sueño del siglo XVIII, yo no podía saber que un nudo en un coxis dañado (debido a un antiguo accidente montando a caballo) hubiera impedido la llegada de mi hija al mundo y que la única opción era una cesárea.
– ¡No me mates, llevo mediado el mejor libro de mi carrera! -le grité a David Weinstein, mi querido tocólogo, cuando me metieron en el ascensor camino de la sala de operaciones. Rescatada por un angélico asistente con una bata verde de saltamontes (y alas invisibles), nos apresuramos fuera del ascensor-con el médico derribando la basura y yo desvariando- en dirección a la sala de operaciones.
A Jonathan no le dejaron entrar. Y por poco, tampoco a mí. Había un círculo sagrado de médicos varones. Me aplicaron anestesia local y se me entumecieron las piernas. Notaba que cortaban, pero nada de dolor.
Alazaron un bulto ensangrentado para que lo viera.
– ¿Es la placenta? -pregunté.
– Es tu hija -dijo David, poniéndome a una criaturita cubierta de sangre color mineral de hierro en los brazos. La habían envuelto a toda prisa en una manta rosa y movía los párpados con sangre coagulada. Sus ojos de un azul submarino se encontraron con los míos.
– Bienvenida, pequeña desconocida -dije, llorando y limpiándole la cara con las lágrimas.
Nacida como consecuencia de la unión repentina de dos amantes predestinados sobre una nube de contaminación de un desfiladero californiano, había hecho todo el camino hasta nosotros avanzando pacientemente con unos pies que nunca tocaban el suelo (como dijo Colette de su hija). Era mía y no lo era al mismo tiempo. Era la cosa más hermosa que había visto nunca y la más aterradora. Dios se había dejado caer dentro de mi vida con la cara de Molly. O si no, un rehén de Dios. A partir de entonces, mi vida ya no me pertenecía sólo a mí.
Agotada, muy alegre, esperé a que me la trajeran a la habitación. Una bebé recién lavada, con los mismos ojos negros, y un mechón pelirrojo en la cabeza, llegó en una caja transparente como un regalo del día de San Valentín. Me la llevé al pecho, preguntando si se debería hacer así. La cosa funcionó. Chupó. Yo no podía dejar de mirarla como si fuera una aparición que se desvanecería tan rápidamente como había llegado.
Luego me derrumbé. Un día o una noche de sueños químicos y luego volví a despertar ante la cara rosa y los ojos negros y el mechón castaño. ¿Cuál era nuestro destino, el suyo y el mío? ¿Qué milagro la había creado? ¿Cómo podía ser tan vulgar y tan extraordinario un milagro semejante? El nacimiento de Molly hizo creyente a esta agnóstica.
¡Qué Milagro es un Recién Nacido! Arrancado del Vacío, con apenas nueve Meses de vida, sin embargo llega con sus dedos de Manos y Pies totalmente formados, sus Labios delicados como Pétalos de Rosa, sus Ojos insondablemente azules como el Mar (y casi ciega), su Lengua de un color más rosa que el interior de una Concha, y encogiéndose y retorciéndose como un Gusano en el jardín en una Primavera lluviosa.
Han pasado casi tres Décadas desde que te advertí, mi propia Relinda, pero nunca olvidaré mis Sentimientos mientras deleito mis Ojos nublados con tu Cara recién salida del cascarón. Los Dolores de los Esfuerzos puede que se desvanezcan (¡ah, que se desvanezcan!), pero la Maravilla de ese Milagro -el más vulgar Milagro- del Recién Nacido es ¡un cuento contado y vuelto a contar siempre que la Raza de la mujer sobreviva.
Esas fueron las líneas que escribí para Fanny cuando la experiencia estaba fresca en mi mente.
Guardé todos los papeles del hospital (la lista de nombres), todas las fotografías (incluido el sonograma a las diez semanas), los dos brazaletes de identificación (el suyo y el mío). Con estos recuerdos hice libros para ella: libros por cada día de recién nacida, libros por cada cumpleaños de niña, y un libro especial por su paso a la adolescencia a los trece años. Yo era escritora antes que madre, y la escritora era quien estaba más formada. La maternidad es un gusto adquirido. Una aprende a humillarse de rodillas. Hacerse escritora sobre la maternidad es la parte más fácil.
Conque la llevamos a casa, pero al principio mis bebés caninos no estaban nada encantados de tener hermanos. Buffy aulló cuando la di de mamar por primera vez, y Poochkin dejó cagadas de escándalo en los rincones de todas las habitaciones.
Vino una niñera horripilante de una agencia de Greenwich y se dedicó a hacer lo que mejor hacen las niñeras: conseguir que los padres se sientan idiotas. Comía por dos, como si fuera un ama de cría. Escondía a la bebé en su habitación y me la traía cada unas cuantas horas sólo para soltar la frase clásica de una niñera:
– Señora Fast, su leche no es lo bastante alimenticia.
El día que tenía libre la niñera, yo llevaba la cuna con ruedecitas junto a mi cama y le hacía mimos a mi bebé todo el día y toda la noche, cuando no estaba dándole de mamar enloquecida o fotografiándola igual de locamente. Sus ojos me hechizaban. Su primera sonrisa hizo que Jon y yo bailáramos un vals por la habitación con la bebé entre nosotros. Estábamos tontos con ella, como si fuéramos los primeros padres de la historia.
Pero yo también estaba decidida a terminar mi novela a tiempo. Todas las mañanas subía a mi estudio del tercer piso, tratando de cumplir con la fecha fijada. Los editores me habían adelantado el tipo de dinero que habitualmente no ganan las mujeres. Nunca se me ocurrió tomar un día libre. Simplemente tripliqué mi trabajo y aceleré. A la bebé la alimentaba la noche entera y al libro el día entero. Producía más páginas, no menos. A lo mejor tenía miedo de que mi talento se evaporase con la maternidad. Ponía diariamente a prueba esta hipótesis.