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Como otras miembros de la generación flagelada, tenía muchas cosas que demostrar: a mí misma, a mi madre, a todos los hombres que decían que no era posible hacerlo. Necesitaba demostrar que mi madre se equivocaba. Las mujeres lo podían hacer todo.

– Hemos conseguido el derecho a estar agotadas eternamente -solía bromear yo.

Pero ¿no era eso mejor que el que no me permitieran publicar libros?

¿Lamento mi comportamiento? ¿Cómo lo puedo hacer? Estaba poniendo a prueba mi vida. El derecho de las mujeres a crear vida y arte al tiempo todavía se cuestionaba en todas partes. En muchos sentidos, todavía se cuestiona.

Nunca se me ocurrió tomarme «un permiso por tener familia». Me sentía con tanta suerte por ser mujer y que se me permitiera trabajar, que no tenía intención de detenerme.

Cuando Molly estaba en la cuna, a veces la llevaba a mi estudio para que durmiera en el suelo, debajo de la mesa de trabajo, mientras yo escribía. Pero pronto tuvo demasiado tamaño y hambre para hacer eso. La «Liga de La Leche» en cierto modo no se toma la molestia de decirte que a los bebés crecidos les gusta comer cada hora o así. Molly trataba de sentarse, miraba a su alrededor, agarraba cosas, monologaba. La niñera se marchó y Lula ocupó su puesto. Lula era el sueño de niñera que tiene todo el mundo.

Lula era una antigua agente de apuestas que había pecado y amado a muchos pecadores antes de encontrar a Cristo, pero cuando yo la conocí ya era una mujer temerosa de Dios, cuyo pastor de la iglesia era el centro de su vida -me ponía cintas magnetofónicas con sus sermones-, y tenía una gran habilidad para preparar tartas de batata, manos de cerdo, judías verdes; y para cuidar bebés. Le cantaba a Molly, la acunaba, la untaba de vaselina para evitar la gripe («A los resfriados no les gusta la grasa», decía Lula), y la llevaba a la iglesia en Harlem «para que la bendijeran». Mi madre se enteró y no le gustó. Pero yo imaginé que nunca la bendecirían lo suficiente.

– La nena da palmaditas y alaba a Dios -decía Lula-. La nena dice: «Aleluya».

– Ya lo sé, Lula, ya lo sé -decía yo-, pero mi madre se preocupa.

– ¿Y de qué se preocupa? -preguntaba Lula.

– De que no necesite nada -decía yo.

– Ustedes, los judíos, están locos -decía Lula.

– Como usted diga -me mostraba de acuerdo yo.

Lula podía mandar jaquecas «de vuelta al infierno», curar resfriados con zumo de limón y Vick, y rezar para que los libros subieran en las listas de los más vendidos. Con Lula cerca, nunca tenía miedo. Si el Vick no curaba, lo haría Cristo.

Vino Lula y terminé la novela. Para cuando se publicó, Molly tenía dos años.

Una de las ventajas de escribir una novela sobre el siglo XVIII mientras se tiene un bebé fue la gratitud que me hizo sentir por estar simplemente viva. Si yo hubiera sido Fanny de verdad y ella hubiera tenido mi historial tocológico, habría estado muerta, y Molly también. Por mucho que la ciencia haya hecho cosas para destruir el mundo, es indudable que salvó la vida de muchas mujeres y sus hijos. La naturaleza no es amable con nosotras cuando nos dejan que nos las arreglemos solas. Ahora sobrevivimos al parto y encaramos el dilema de cumplir cincuenta años. Mary Wollstonecraft nunca recorrió ese sendero.

Ansiosas de cada vez más vida, raramente apreciamos lo que tenemos. Muchas de mis amigas se han convertido en madres con cuarenta años y pico, y sus hijos son hermosos y listos. Hemos extendido los límites de la vida, y sin embargo nos atrevemos a enfadarnos por hacernos mayores.

Parece un gran desagradecimiento. Pero las que hemos nacido después de la II Guerra Mundial somos una maldita panda de desagradecidas. Nada nos puso límites. De modo que somos muy dadas a derrochar y quejarnos, y poco a estar agradecidas. Y cuando descubrimos que la vida tiene límites, tratamos de destrozarnos con la ira antes de aprenderlo importante que es la rendición. Somos hijas de alcohólicos anónimos, la generación competente. Tienen que lanzarnos al fondo una y otra vez antes de que entendamos que la vida trata de la rendición. Y si el fondo no sube a nuestro encuentro, nos hundimos en él, llevando a quienes queremos con nosotras.

Sólo unas pocas volvemos nadando al aire y la luz.

El divorcio y lo que vino después

Éste es un capítulo que no quiero escribir. Pero tiene que formar parte de Miedo a los cincuenta, porque el divorcio es la ceremonia con la que mi generación alcanza la mayoría de edad, un rito que imprime carácter y que hace que todo lo que pase después parezca soportable.

Sin duda tiene que ver con lo mucho que vivimos, Todas aquellas mujeres que murieron al dar a luz no llegaron a tener más de un marido, y todos aquellos hombres -si no murieron de viruela o fiebres o gota o un naufragio o por el ron- se volvieron a casar otra vez, sin culpabilidad y sin tener que pasar pensión alimenticia.

Nos casamos como si nuestras vidas fueran las suyas, pero a los treinta años, o a los cuarenta o a los cincuenta, cuando ellas habrían estado muertas, encontramos que somos unas personas distintas. Nuestros valores han cambiado: nuestros placeres parecen más dulces, nuestros pesares más intensos, pero también menos neuróticos. Ahora queremos vidas diferentes con amores diferentes. Acumulamos parejas como los que vivían en el siglo XVIII acumulaban las tumbas de sus familiares. Nunca se supuso que íbamos a vivir tanto.

A los treinta y ocho años, con una hija pequeña y un nuevo libro que se vendía mucho, habiendo dado rienda suelta a la mujer del siglo XVIII que había en mí misma, consideré que lo podía hacer todo. Jon, que tenía treinta y dos, se sentía inseguro con respecto a su carrera, postergado por la niña.

– En esta casa yo siempre soy el tercero -decía-. Primero la niña, luego el libro, ¿dónde encajo yo?

¿Dónde, en realidad? El no podía dar de comer a la niña ni mantenernos. No publicaba libros que se vendieran bien. Debo de haber sido desdeñosa con respecto a su inutilidad, pero eso era lo que pasaba. Era un momento para cuidarle y animarle, pero yo tenía una hija y una fecha de entrega que cumplir y, a pesar de toda mi decisión, no lo podía hacer todo. Los dos estábamos tan entregados a las exigencias de la niña que teníamos poco tiempo para ayudarnos el uno al otro. De modo que empezamos a hacer las cosas hirientes que hacen las personas desesperadas, sintiéndonos los dos agobiados e incomprendidos y solos.

Teníamos más que nunca un motivo para estar juntos y nos estábamos separando más que nunca. Cuando Molly tuvo tres años, habíamos acumulado los suficientes agravios uno contra el otro para sentirnos justificados. La niña era el testigo inocente de todo esto.

Yo me había sentido orgullosa de ser la que ganaba el pan de la casa; ahora lo lamentaba. La presión era excesiva. Jon se había sentido orgulloso de ser uno que contribuía; ahora se sentía desanimado, o a veces lo parecía. Un hijo te echa en la cara todas las funciones paternas que conoces desde la infancia. Yo quería estar «al cuidado de», signifique eso lo que signifique. Él quería estar «libre» para volar lejos.

En una fiesta con motivo de mi treinta y ocho cumpleaños (cuando Molly tenía un año), la tensión y el agotamiento me llevaron a jugar a la ruleta rusa con mi vida. Había bebidas mexicanas, así que tomé docenas de margaritas y ya estaba dando tumbos cuando llegó un «amigo» y me ofreció «unas pastillitas azules» como regalo de cumpleaños. Tomé dos y perdí el sentido de inmediato.

Lo demás sólo puedo reconstruirlo a base de rumores.

El pulso me cayó en picado y me quedé helada. Estuve inmóvil en el suelo del cuarto de baño y después en la cama. Un médico amigo me hizo caminar y me obligó a tomar café y vitamina C. Vomité, tomé más café, y volví a vomitar. Una noche de sueños enmarañados, e imágenes del Sahara en mi garganta.