Las niñeras iban y venían. No les gustaba estar encalladas en la región más que a mí. No les importaba si yo terminaba un libro o no. Habían venido a Norteamérica a encontrar marido o conseguir un título o un permiso de residencia o drogarse; en cualquier caso, las jóvenes. Las de más edad eran tan raras como si las acabaran de soltar de un manicomio, o estaban deprimidas de modo crónico. Las demás te dejaban si no querías pagarlas en metálico.
W. H. Auden escribió una vez que, en su utopía, todas las estatuas públicas serían de famosos cocineros muertos en lugar de condottieri. En mi utopía, las estatuas públicas serían de mujeres que llevaron una vida pública y una privada con idéntico celo: Harriet Beecher Stowe, Margaret Mead, Hillary Rodham Clinton. (Zoé Baird es la Juana de Arco de todas ellas. Se ocupó de cuidar a sus hijos, pero de modo erróneo. La auténtica maravilla es que encontrara tiempo para ello.)
Yo me había convertido en mi padre y en mi madre. Y los dos guerreaban entre sí dentro de mi cabeza.
Todo esto es lo habituaclass="underline" simplemente la experiencia normal de mi generación flagelada. Atrapadas entre nuestras madres (que se quedaban en casa) y la generación siguiente (que dio por supuesto el derecho a realizarse), sufrimos todos los cambios de la historia de las mujeres dentro de nuestros cráneos. Considerábamos equivocado todo lo que hacíamos. Y todo lo que hacíamos era intensamente criticado. Ése fue el destino de nuestra generación.
La capacidad de una mujer para realizarse depende de la infancia y de los cuidados infantiles. En Norteamérica, donde no nos gusta que una clase inferior haga las «tareas femeninas», las propias mujeres se han convertido en una clase inferior. Por amor. Nadie duda que el amor es real. Lo es el amor que sentimos por nuestros hijos. Pero se espera que sea algo invisible y que nunca lo mencionemos. Alfred North Whitehead, que después de todo no era mujer, dijo que la verdad de una sociedad es lo que no se puede mencionar. Y el trabajo de las mujeres todavía no se puede mencionar. Puede que a las mujeres que escriban se las odie porque la abstracción hace posible la opresión y nos negamos a ser abstractas. ¿Cómo lo podríamos ser? Nuestras búsquedas son concretas: comida, calor, hijos, una habitación propia. Estos elementos básicos son raros, incluso para las privilegiadas. No queda lejos de un milagro el que una mujer con un hijo termine un libro.
Nuestra vida -desde el hijo a la mesa de trabajo- es la vida de la mayoría de la humanidad: sin tener nunca el tiempo suficiente para pensar, el agotamiento eterno. La élite masculina, con las mujeres esclavizadas para que atiendan las necesidades corporales, raramente considera que nuestras dificultades sean «reales». «Real» es el déficit público, las guerras del petróleo en Oriente Medio, o cuánta de la leche de nuestros hijos puede llevarse el Pentágono.
En eso consiste la auténtica división del mundo actuaclass="underline" entre los que dicen despreocupadamente «Tercer Mundo» creyéndose parte del «Primero», y los que saben que son del «Tercer Mundo», vivan donde vivan.
Las mujeres son «Tercer Mundo» en todas partes. En mi país, donde la mayoría de las mujeres no se consideran parte de lo que importa, son de tercera clase, atrapadas en el mito de que son de «primera».
Antes de tener a mi hija yo también estaba atrapada en ese mito. Sólo después del nacimiento de Molly me enteré de lo que era el mito. Sólo entonces me fundí con mi madre.
Después de Lula, hubo varías niñeras con las que no quería dejar sola a mi hija, y luego apareció Mary Poppins, alias Bridget-de-Brighton. Bridget-de-Brighton tenía tetas grandes, el pelo negro, los labios rojos y una cara con una forma hermosa. Pronto se enamoró del electricista que estaba realizando la instalación de mi estudio. Poco después, se marcharon a New Hampshire con el pack de seis latas de cerveza de él, la camioneta de él, las herramientas de él, las recetas de quiche con tomate, tarta de limón y flan de ella, y el deseo de ella de cuidar (ya que no a mí) de un hombre. Su novio tenía celos de Molly, quería una niñera para él.
¿Cómo, si no, pudieron esos dos jóvenes bastante responsables haber dejado a mi niñita sentada en la bañera y bajar la escalera para cargar la camioneta? Con ese sexto sentido materno que vive en las suprarrenales, salí corriendo de mi estudio y encontré a mi hija haciendo gorgoritos en su baño. ¿Y si me la hubiese encontrado debajo del agua? Cuando la niñera y el electricista se marcharon, atropellaron a mi querido Poochkin, mi primer hijo. Aullando como alma que lleva el diablo, el perro murió en la mesa de operaciones del veterinario. No sabía muy bien si quien había muerto era él o yo.
Poochkin se había ido, pero Molly, como suele pasar, fue creciendo. Me acostumbré a escribir de sol a sol durante los fines de semana que ella pasaba con su padre. Modifiqué mi horario de concentración a base de una intensa voluntad. (Igual que George Sand, igual que todas las mujeres que escriben, yo escribía la noche entera y al amanecer caía agotada en el sofá.) Casi no dormía. Pero ¿cómo dormir cuando el espectro de tu bichan lloriquea a la puerta durante largas noches lluviosas? Buffy se había ido con Jon; Poochkin murió bajo las ruedas de la camioneta del novio de la niñera (sería reemplazado -aunque, claro, nunca reemplazado de verdad- por Emily Dog-genson, una bichan campeona, y Poochini, un cariñoso cachorro de su carnada). Por supuesto que no se puede reemplazar a los perros, como no se puede reemplazar a las personas, cada uno tiene su propio y particular olor personal. No me extraña que mis pérdidas más profundas siempre vengan precedidas por las de perros. Los incluyo en poemas.