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Y entonces la Diosa Madre -extrañamente ausente durante un tiempo- regresó, se ablandó y me mandó a Margaret.

Apareció, me enteré más tarde, porque su hija, que tiene poderes psíquicos, había visto un anuncio en el Bridgeport Post.

– Creo que es para tif mamá -dijo.

– ¿Una niñera? -dijo Margaret-. Yo nunca he sido niñera.

– Pero criaste a cuatro hijos, mamá, y te gusta leer.

Al parecer, la agencia había puesto un anuncio encabezado por «Famosa escritora». Las vibraciones fueron buenas. Kim, la hija de Margaret, nos presagió cierta luz para los años siguientes. Molly fue creciendo. Yo escribía. No moriría ningún perro.

Cuando conocí a Margaret comprendí que la cosa iba en serio y me sentí afortunada. Tenía unos ojos azul claro que se encontraron al instante con los míos. Viuda desde hacía casi un año, después de atender a «mi Bob» durante una larga enfermedad, Margaret necesitaba un hijo al que cuidar tanto como yo necesitaba a Margaret. Su marido se había puesto enfermo en cuanto se jubiló. Siguieron dos años muy duros, luego su prolongada agonía.

Deprimida y sola en Florida, Margaret sentía un dolor profundo cuando yo la conocí. Iba a las reuniones de alcohólicos anónimos para aprender a no hacer enfadar a Dios.

En cuanto mujer de un camionero que hacía largos viajes conduciendo un camión de dieciocho ruedas, estaba acostumbrada a ocuparse de todo y a tomar decisiones rápidas. Se le había muerto un hijo y conservaba otros cuatro. Había cedido a su vida como yo no había hecho. Vino para enseñarme cómo.

Cuando conocí a Margaret, era rechoncha: una mujer baja con aquellos intensos ojos azules y el pelo grisáceo. Estuvo viviendo una década con Molly y conmigo. Molly tenía cinco años cuando apareció, quince cuando Margaret al fin se jubiló. (Entre medias hubo otra jubilación anticipada, que no duró.)

Margaret no era una sirvienta, a menos que fuera sierva de Dios. Necesitaba que la necesitaran. Para imponerse a la muerte, necesitaba hacer que las cosas crecieran.

– Nunca haría esto por nadie, excepto por usted -decía siempre.

Era mi maestra, la guardiana del respeto por mí misma, además de la niñera de Molly. Me introdujo en la meditación diaria, en el cuidado de mi propia alma, en el vivir cada día. Vivir con Margaret era como tener una segunda oportunidad en la infancia. Yo había tenido una neurótica infancia judía. Ahora estaba aprendiendo otra cosa.

La madre de una niña pequeña también necesita una madre. Molly, Margaret y yo reconstruimos la tribu primitiva. Nuestra casa de Connecticut podría haber sido las cuevas de Lascaux. Margaret me proporcionaba las cinco horas al día sin interrupción que necesitaba para escribir. También me ayudó a mantener el corazón inflamado.

El suyo fue el regalo más preciado que he recibido, después del nacimiento de Molly y de la leche especial que me consiguieron mis padres. Mis padres me dieron la vida. Molly dio significado a esa vida. Margaret me ayudó a mantener viva esa vida.

Espero haberle dado tanto a ella como ella me dio a mí. Sin ella, la maternidad se hubiera tragado todos mis escritos.

Molly, Margaret y yo viajamos por todo el mundo. Mimamos, y luego les dimos la patada, a numerosos hombres. Margaret les daba de comer a mis pretendientes sopa de gallina, informándoles infaliblemente de que yo estaba «en la ducha» cuando llamaban mientras yo estaba en la cama con otro; y estaba con Molly cuando no estaba yo. Me enseñó que la maternidad es una responsabilidad compartida. Me enseñó también cómo prestar atención a mi hija. Cuando Molly reclamaba mi presencia, Margaret se retiraba a un papel de ama de casa muy efectiva.

En los primeros años de la adolescencia, Molly tuvo la suerte de contar con dos madres contra las que rebelarse. A las dos nos hizo las gracias suficientes. Y nos enfadó. Todas las chicas necesitan por lo menos dos madres para alzarse contra ellas.

¡Cuánto ha rebajado nuestro mundo la vida de las mujeres! La campesina egipcia que araba el limo de aluvión del Nilo por lo menos contaba con hermanas y sobrinas que la ayudaran. Podía ser pobre y analfabeta, pero raramente estaba tan sola como nosotras en nuestros elegantes cuartos de baño. Pienso en la mujer norteamericana «privilegiada» en un cuarto de baño palaciego con un niño pequeño entre las piernas mientras está sentada en la taza. Tiene aparatos de sobra, pero nunca el par de manos extra que más necesita. Puede que las mujeres norteamericanas tengan los mejores cuartos de baño. Pero muchas veces no tienen a nadie con quien compartir a sus hijos.

Las mujeres norteamericanas leen las páginas de «estilo» de los periódicos, que en realidad son una glorificación del consumo. Nos enseñan cómo ocultarnos bajo maquillaje para que nos quieran. Y nosotras nos ocultamos voluntariamente, pensando que así nos hacemos más libres. El maquillaje no es más facultativo para nosotras que el velo para las mujeres árabes: es nuestra versión occidental del chador.

A los treinta y nueve años, tenía una hija de tres, todas las responsabilidades de un hombre, y todos los inconvenientes de una mujer. Me ganaba la vida contando eso, y se supone que las mujeres hacen lo contrario. De pronto entendía cosas sobre la discriminación contra las mujeres de las que había estado protegida en mi vida anterior. Sin ayuda para mantener a la niña, no tenía más elección que seguir escribiendo -era el único modo de ganarme la vida que conocía-, aunque la escritura siempre me ha puesto en medio de un fuego cruzado entre los sexos. Quería una vida tranquila, pero no tenía la menor idea de cómo conseguir tenerla. Vivía la experiencia típica de mi generación, y a un nivel de privilegio que la mayor parte de mi generación dista mucho de tener. Privilegiada o no, resultaba tremendamente fatigoso. Me habían educado para ocupar un lugar en un mundo que ya no existía.

Si tuviera que vivir como un hombre, pensaba, afirmaría mi derecho a los placeres del hombre: concubinas núbiles.

Mi cuadragésimo cumpleaños era inminente y estaba buscando el regalo definitivo. ¿No me lo merecía por todos mis esfuerzos? ¿Por mantener vivos el fuego y a mi hija?

Imagínese, si se quiere, a un tipo de veinticinco años con ojos azules. Mide uno ochenta y cinco, tiene una nariz perfecta, dientes de nácar, una sonrisa deslumbrante, un pecho moreno, brazos, bíceps y pantorrillas musculosos. Y por si esto no fuera bastante, también adoraba la poesía, tenía inclinaciones literarias, y una polla que también tenía inclinaciones literarias. Se curvaba hacia arriba como una bruñida cimitarra.

¿Cómo le conocí? No por medio de una carta insertada en un periódico en la que solicitaba hombres con apéndices largos (aunque mis lectores me las mandan con regularidad), sino en un gimnasio, a través de un amigo. Estaba sudando en uno de los aparatos, un modo de conocerse muy de los años ochenta.

Will Wadsworth Oates III era la rama que florece de un árbol familiar podrido. Vino a tomar el té una noche de invierno y nunca se marchó, a no ser para comprar más chocolatinas.

«Horizontalmente hablando», como Lorenz Hart escribió de Pal Joey, «es como mejor está.» Pero verticalmente también estaba bien. Sabía llevar puesto un esmoquin. Tenía una educación familiar que le hacía saber qué tenedor usar. Nunca confundiría el contenido de un lavamanos con el consomé. También resultaba guapo con sombrero, señal del mujeriego, o de un actor. Navegaba, nadaba, cantaba, y se desnudaba en segundos. Era también muy agradable. Mis amigos gay le adoraban. Mi amigas suspiraban y le llamaban gigoló a espaldas mías. (Pero era un gigoló intelectual, como suena.) Era bibliófilo, romántico, héroe picaresco. Le gustaban los libros difíciles y las mujeres fáciles.