Contengo la respiración cuando el comité entra en el dormitorio. Todos los centímetros de la casa tienen moqueta excepto el pequeño foyer con espejos. La cama de agua es, naturalmente, ilegal, algo que sé. Pero afortunadamente mis inspectores generales son demasiado mojigatos para tocar la superficie de la cama. Después de haberse excitado tanto, se marchan, un tanto sorprendidos de que aparentemente me atenga a las normas.
Ahora se inicia una campaña de acoso. Hay llamadas a las tres de la mañana sin que nadie diga nada, y anónimos escritos con rotulador que meten por debajo de la puerta. En una ocasión, a Molly la increpan en el ascensor por mis supuestos pecados.
Will y yo consultamos con unos abogados. No nos dicen nada y quieren cobrar mucho. Prometen establecer negociaciones con la junta de vecinos. Tengo un súbito fogonazo: ¡se trata de otro problema que no puede resolver la ley! Y, en cualquier caso, ¿qué estoy haciendo en semejante edificio? Soy del West Side, que es donde me crié. Resulta que el apartamento donde viví de pequeña está en venta. Un agente inmobiliario llama, preguntando si lo quiero ver. Lo veo, y me entero del precio. ¿Dos millones de dólares? Cuando mis padres vivían allí, el alquiler era 200 dólares al mes. Thomas Wolfe tenía razón: nunca se puede volver a casa.
Will, Molly, Margaret y yo alquilamos un apartamento en Venecia durante tres meses aquel verano y ponemos tranquilamente en venta el apartamento de Gracie Square. Una tarde, Will y yo estamos tumbados en la cama, viendo al agua del canal hacer sus mágicas ondulaciones en el techo, cuando mi contable llama dando la noticia de que alguien quiere comprar el apartamento de Nueva York.
– ¡Véndalo! -digo yo. Will y yo damos saltos de alegría, luego bailamos por la habitación, riendo.
¡Maricas, gente del mundo del espectáculo y judíos, unios! ¡ No tenéis nada que perder a no ser vuestras propiedades inmobiliarias! (Y en todo caso, ¿quién quiere en estos días propiedades inmobiliarias?) Las madres solteras con amantes jóvenes no pueden vivir en los edificios «buenos» de Nueva York. Mi error fue querer vivir en un edificio «bueno». Mejor me aferro a los que son como yo.
Conque vendemos las Torres Prepucio y nos ponemos a buscar una casa de piedra. Ni un edificio de apartamentos del East Side más.
Encontramos una casa estrecha en la calle 94, entre Park y Lexington, en la que viven un agradable psiquiatra, su saltarina mujer y tres niños muy listos. Esperan trasladarse a París. Encima de la cama hay un carteclass="underline" «La salud mental es nuestra más preciada riqueza.» Encuentro que es un presagio excelente, de modo que compro la casa de inmediato.
Necesita de todo: tejado nuevo, cocina nueva, lavadora, caldera, baños. Hago lo que siempre hago con las casas: gasto hasta que se termina el dinero, luego vuelvo a trabajar para terminar el libro.
Antes o después abandono las reformas gritando que necesito dinero en efectivo. Tres de los cuatros pisos son acogedores, aunque el jardín y el piso bajo siguen sin terminar. Por entonces, las paredes están cubiertas con papel pintado de William Morris de la misma cosecha victoriana que la casa; las cajas de las escaleras son púrpura y los candelabros venecianos. Mi padre dice que parece una casa de putas.
– ¿Cómo te diste cuenta? -pregunto yo.
Adiós Torres Prepucio. Nadie puede decirme con quién vivir en mi propia casa de piedra. Pero la casa no resulta demasiado práctica. Como los dueños siempre han sido médicos, el sótano está lleno de viejo instrumental, radiografías de cajas torácicas, pelvis, cráneos. Antiguos pacientes, hablando diversos dialectos españoles, todavía aparecen en mitad de la noche en busca de ayuda. Hasta de día es oscura la casa, y, por motivos de seguridad, todos los miembros de mi comuna -excepto Poochini, el bichon (sucesor de Poochkin)- estamos obligados a llevar activadores del sistema de alarma cuando sacamos la basura o abrimos la puerta.
La casa resolvió nuestros problemas de alojamiento durante un tiempo. También le dio algo que hacer a Will y a mí algo de lo que estarle agradecida. Pero me volvió a dominar el antiguo dolor de cabeza. Los espíritus de los inquilinos anteriores y de sus pacientes seguían por allí. Tuve los peores sueños posibles en aquella casa, sueños que debían de pertenecer a los pacientes de uno de los antiguos dueños. O si no, los sueños llegaban desde épocas anteriores.
¿Estaba enterrado en el hueco de la escalera el cuerpo de Rupert Brewery (para quien se levantó la casa)? ¿Había asesinado aquí algún esposo ultrajado a su esposa infiel? Contraté a una curandera psíquica (que tenía fama de que había ayudado a Margaret Mead en su último año) para que me exorcizara la casa. Prometió que haría eso, pero sólo si antes me hacía paciente suya. Yo iba a su «estudio» de la York Avenue, me tumbaba en una mesa, y ella le hablaba a mi inestable glándula tiroides, me palpaba mi sano hígado y describía las visitas astrales que le hacía a mi casa a las cinco de mañana. («Voy a primera hora de la mañana. ¿No me ve?») Luego le pagaba en metálico.
La mujer siempre insistía en cuánto odiaba los exorcismos (limpiezas, los llamaba ella), en el gran dolor de cabeza que le provocaban. Pero debió de obrar maravillas, porque vendí la casa ganando mucho dinero en la operación justo cuando el precio de los inmuebles se hundía.
De modo que me mudé otra vez. Cuando conocí a Ken, él estaba viviendo en un edificio especializado en «maricas, gente del mundo del espectáculo y judíos». Compramos un apartamento mayor en aquel edificio y nos instalamos. Yo estaba encantada de encontrarme en un piso veintisiete después de años de oscuridad. Y estaba encantada de estar entre los míos. El edificio también era un albergue de perros y gatos. Al parecer, a los «maricas, gente del mundo del espectáculo y judíos» les gustan los animales.
Molly se cambió al colegio The Day, donde las madres no llevaban el diamante Krupp el día de la fiesta y a los chicos no los iban a buscar en limusinas. (Muchos de los alumnos de los colegios privados de Nueva York iban a clase en limusinas en los años ochenta, antes de que a sus padres los mandaran a la cárcel.)
Yo siempre estaba en aprietos o sin dinero, pero de algún modo me las arreglé para pagar las facturas y cuidar de mi hija. Incluso aprendí a ser una madre decente. Finalmente Jon y yo dejamos de demandarnos uno al otro e iniciamos conversaciones. A veces incluso recordábamos los viejos tiempos y por qué nos amábamos uno al otro. Y a Molly se le iluminaba la cara como con un millar de velas.
No puedo esperar ser yo la que cuente su parte en la historia, aunque sé que no me resultará fácil. Hasta que Molly se haga cargo de ella, la historia real seguirá sin contar. Le toca a ella contarla, no a mí.
En el divorcio todo es a la vez vulgar y único. Dos escritores -enfrentándose a la fama, el rechazo, los problemas de dinero, y su propio dolor- tratan de educar a una hija. La hija que educan resulta que es como los dos, aunque como ella misma por encima de todo: tremendamente divertida, cínica, maestra en los juegos de palabras. Tenía que serlo para sobrevivir a sus padres.
Mi generación está sembrada de divorcios. Volviendo la vista atrás, muchas veces nos preguntamos por qué. ¿Qué ganamos con no seguir juntos que les venga bien a nuestros hijos? ¿Ganamos algo, en definitiva?