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En realidad fue la aventura lo que te llevó a ese punto. Siempre estarás agradecida. Y él lo mismo. Te encuentras con tu antiguo amante en una fiesta o un avión y te mira con su mirada de niño. Le has llegado a sus sitios más secretos y te lo agradece. Tú también le estás agradecida.

Os abrazáis tensos y sin uniros uno al otro, y nada de besos.

Todos los buenos chicos son también malos chicos. Y los queremos porque son las dos cosas. Tiene que ser muy aburrido contar con el hombre perfecto, si semejante prodigio existe. Tiene que ser aburrido ser siempre bueno.

A las mujeres encantadoras les atraen los hombres que rompen las reglas porque nuestra educación de diosas-hembras es tan absoluta que necesitamos profundamente encontrar la parte reprimida de nosotras mismas: la rebeldía. No siempre podemos liberarnos solas, necesitamos a un hombre con el que romper los lazos. ¿Qué lazos? Los lazos de la sangre que todavía nos atan a nuestras madres y nuestros padres.

¡Piénsese en todas las grandes feministas que se largaron con malos chicos! Mary Wollstonecraft se fugó con Gilbert Imlay, un chico revolucionario pero malo que la dejó en la ruina y embarazada. ¿Protestó por ello? Al contrario, escribió: «¡Ahí, amigo mío, no conoces el placer inefable, el goce exquisito que surge de un afecto y un deseo al unísono, cuando el alma y todos los sentidos se abandonan a una imaginación alegre…».

George Sand se casó con un chico malo, Casimir Dudevant, y eligió como amante a un chico malo, Alfred de Musset (por no hablar del excesivamente moralista Frédéric Chopin). Antes que ellos, había habido muchos malos chicos, incluyendo a uno, Stéphane de Grandsagne, que era el padre de su única hija, Solange. Su primer amante, Aurélien de Séze, tenía un nombre que empezaba con las tres mismas letras que su propio nombre, Aurore. Después de esos dos, hubo muchos otros malos chicos que excitaron su pasión y poblaron sus libros.

La pasión y la poesía, para Sand, estaban claramente aliadas. Los malos chicos eran sus musas. Felizmente, los sobrevivió a todos, terminando convertida en una abuela que nunca dejó de escribir. Incluso en plena aventura, incluso en pleno viaje, escribía de cinco a ocho horas por la noche. Cuando le cerraba la puerta a De Musset para realizar su cupo nocturno de páginas, él salía con bailarinas del Fenice, el hermoso teatro de la ópera de Venecia. Esto no interrumpía la escritura de Sand, aunque puede haberle roto el corazón. Tierna y maternal como fue con todos los hombres, sabía que el trabajo, no el amor, la mantenía viva. Ella es la primera de nuestra carnada moderna de escritoras-madres-amantes.

Puede que no se pueda decir que Elizabeth Barrett Browning haya elegido un chico malo arquetípico en Robert Browning, pero sin duda fue el que la liberó de su familia y se convirtió en su musa. «¿Cómo te amo? Déjame contar las maneras», subraya la tradición de las mujeres poetas arrebatadas por el amor liberador. La tradición continúa en este siglo con Anna Akhmatova y Edna St Vincent Millay. ¿Y qué era Sylvia Plath sino una buena chica enamorada de un mal chico arquetípico? Pagó con su vida la hiebestod de su poeta.

Mary Godwin Shelley (la hija que Mary Wollstonecraft tuvo con William Godwin), la escritora que inventó aquel género imperecedero, la novela de terror, se enamoró de un chico malo, Percy Bysshe Shelley. Era un revolucionario, un traidor a su clase, un rebelde sexual, y por eso, al ser hija de su madre, ella le eligió a la temprana edad de dieciséis años. Shelley honró a la madre muerta de ella tanto como Mary, por lo que hubo estremecedoras escenas de seducción en el cementerio con la lápida de Wollstonecraft como amuleto mágico. (Pero bueno, las madres muertas resultan más fáciles de honrar que las vivas.)

Las Bronte -Emily, Charlotte y Anne- sentían todas debilidad por los chicos malos, aunque sólo fuera en su prosa y sus poemas. Heathcliff y Rochester han dado nacimiento a millares de héroes que eran malos chicos en no menos novelas y películas (escritas por personas que nunca han leído a las Bronté, sino que recibieron el arquetipo por medio de la osmosis de la cultura popular). La anhelante voz de los poemas de amor de Emily Bronté ha dado nacimiento a la voz genérica que todavía impregna mucha de la poesía de mujeres del siglo XX.

Las jóvenes quieren amar de un modo que las aniquile. «Toda mi dicha en la vida está en la tumba contigo» es un grito a cuyo eco contribuimos en la adolescencia. Sólo la condición de mujer madura enseña finalmente el valor de la intimidad de las amistades femeninas, las amistades intelectuales, y valora las vidas que están más allá de las nuestras.

A los dieciséis años, Heathcliff y Rochester tienen un fuerte atractivo más que otra cosa. No podemos esperar a renunciar a todo por amor. Debe de haber un motivo evolutivo para esto. ¿Se trata de que Heathcliff y Rochester nos ayudan a soltar amarras con la casa familiar y nos permiten iniciar nuestras propias aventuras vitales? ¿Se trata de que nos arrancan de la infancia? ¿Se trata de que representan una fuerza mayor que la pasión de quedarse en casa con Mamá? Eso creo. Las jóvenes sueñan con romances y pasión cuando los hombres sueñan con conquistas porque esos sueños son acicates para dejar la casa familiar y hacerse mayores. ¿Cómo, si no, podemos encontrar sentido al hecho de que las feministas más furibundas hayan sido también las amantes más furibundas?

Aunque la pasión sexual no asegurase la continuación de la raza humana, sería necesario romper los lazos de la adolescente con su madre para que al final pueda convertirse en su madre. La pasión es el gran catalizador para hacerse mayor.

Muchas mujeres que ponen en acto sus poderes artísticos e intelectuales también están abrumadas por su padre. Mary Godwin Shelley fue un ejemplo perfecto de esto. Su problema era una madre mítica, un padre demasiado real. Este era brillante, pero emocionalmente débil, de modo que se casó con una arpía, como hacen muchas veces los hombres emocionalmente débiles. Percy Shelley se convirtió en madre, padre, y escape para Mary. No había modo de que ella se le resistiera, en especial cuando él juró que se quitaría la vida si no la podía tener.

El tabú edípico exige un desconocido (aparentemente nada parecido al padre) que provoque una pasión que se imponga a todas las consideraciones prácticas. Y el chico malo es perfecto para eso. Debe echarse encima de los moros con un furioso restallar de los cascos de su caballo; debe amar los trabajos creativos de una y llevársela a Italia, a Inglaterra o a la luna; debe ser de un color, una raza, una nacionalidad, una clase diferente; debe hablar un idioma diferente; debe bailar a un ritmo diferente. En caso contrario, el impulso edípico es demasiado fuerte para que podamos dejar la casa de Papá.

¿Por qué nos marchamos cuando llegan nuestros primeros amores? Porque si no lo hacemos, no podemos volver a la casa paterna con los tesoros del arte.

Cuando contemplamos la vida de mujeres que fueron creadoras como Mary Wollstonecraft, George Sand, Sylvia Plath, Colette, Edna St Vincent Millay, Anna Akhamatova, Mary McCarthy y tantas otras, puede que no debamos lamentar que se hayan enamorado crónicamente del hombre equivocado. Enamorarse del hombre equivocado a veces es la única cosa que puede hacer una mujer creadora cuando es joven y necesita marcharse de casa. Enamorarse de un chico malo significa enamorarse del chico malo que hay en una misma, reafirmar la propia libertad, lo desordenado de la propia alma. El chico malo es la parte rebelde de una misma que su educación femenina ha intentado reprimir. Sólo cuando integra al chico malo en la propia personalidad, la mujer puede abandonar los amores tormentosos. Si sobrevive a eso, es más fuerte. Es su rito de iniciación a la vida adulta, su matrimonio de fuerza y ternura, su independencia.