Después de los cincuenta años, no es necesario nada de eso. Nos damos cuenta de que podemos ser el chico malo y la buena chica al mismo tiempo. Después de los cincuenta años podemos afirmar la fuerza del chico malo a la par que nuestro calor materno. Ya no necesitamos al chico malo al lado para proclamar nuestra virilidad. Ni necesitamos a nuestras madres para ser maternales. Ya somos seres humanos andróginos, violentos y tiernos al mismo tiempo.
Al luchar por conseguir nuestra identidad de mujeres, es importante no confundir los diversos pasajes de la vida unos con otros. Las que podemos necesitar en la infancia o adolescencia, no son las mismas cualidades que necesitamos en la madurez. El objetivo de la adolescencia es irse de casa. Y las mujeres de una sociedad sexista han encontrado esto crónicamente difícil. Nuestra biología ha reforzado la propia dependencia de la que nuestras mentes han sido capaces de huir. Las prácticas patriarcales, como los matrimonios arreglados, la mutilación sexual de la mujer y el rechazo del aborto, nos han animado a glorificar el no irse de la casa paterna como una estrategia de autoprotección.
No es extraño que nuestras heroínas creadoras tengan que encontrar estrategias para irse. Para aquellas con tendencias heterosexuales la estrategia de enamorarse de chicos malos era un medio primordial de separación. Cometemos un error al creer que sólo eran víctimas. Primero eran aventureras. Que se convirtieran en víctimas no era su intención. Sylvia Plath no era simplemente una masoquista, sino una aventurera que tal vez recibiera más de lo que se esperaba.
Según me hago mayor, entiendo que las obsesiones aparentemente autodestructivas de mis diversas vidas de más joven no eran sólo autodestructivas. También eran autocreativas. Durante todas las etapas de nuestras vidas, sufrimos transformaciones que puede que sólo se manifiesten cuando se han superado. Los rebeldes y los malos chicos de los que me enamoré eran los precursores de mi amor hacia esas mismas cualidades en mí misma. Estuve enamorada y abandoné a los chicos malos, pero les agradezco el que me hayan hecho la superviviente fuerte que soy hoy.
Hacerse veneciana
Durante esos años de naufragio, esos años de agitación, me enamoré de una ciudad: Venecia, Venezia, La Serenissima, Venedig. Creí que esta isla mágica me salvaría la vida. Creí en los mitos literarios que brotan de ella como su famosa niebla. Volví una y otra vez en busca de amor, en busca de mí misma.
Para los escritores que usan el idioma inglés, Italia se ha convertido más en mito que en realidad.
La culpa es toda de unos cuantos poetas del siglo XIX: en primer lugar los Browning -señor y señora-, que trajeron a las hordas a Florencia en busca de Fra Lippi, y que sólo encontrarían humos de coches, gelato deshecho, museos abarrotados, vendedores de cuero cínicos y plateros estafadores en el Ponte Vecchio; en segundo lugar, Lord Byron, que nadó en el Gran Canal con su criado remando a su lado (llevando su capa romántica y sus pantalones de montar), que le dio nobleza al Palazzo Mocenigo al escribir allí versos del divino Don Juan, pero que se portó asquerosamente mal con las mujeres toda su vida y abandonó a su querida hija, Allegra, para que muriera en un convento en lugar de confiársela a su madre; en tercer lugar, Percy Bysshe Shelley, que dejó su corazón en la playa de Lerici, una vez arrancado de las llamas que consumieron el resto de su cuerpo; y finalmente, pero en absoluto la última, Mary Wollstonecraft Godwin Shelley, que, tras concebir su monstruo humanoide en los Alpes, fue a Italia, sólo para ver cómo se ahogaba su marido, cumpliendo la profecía de su novela.
Olvídese, por el momento, a George Sand y Alfred de Musset (engañándose uno al otro en Venecia), Henry James, John Singer Sargent, John Ruskin, Vita Sackville-West, Nathaniel Hawthorne, el Barón Corvo, Igor Stravinsky, Ezra Pound, y todos los estúpidos que les siguieron. Byron, Browning y los Shelley se bastan solos para explicar la plaga turística de las costosas ruinas de Italia. Llegaron los poetas y escribieron; luego vinieron las hordas. ¿Quién dice que la poesía no tiene importancia económica?
El hechizo que lanzaron esos poetas sobre los sagrados lugares de esta hermosa aunque un tanto deteriorada bota fascinó a todos aquellos a los que les fascinaban los libros. Nosotros fuimos a Italia en busca de amor y poesía, y para nosotros el amor y la poesía eran intercambiables.
La primera vez que vine a Venecia tenía diecinueve años y llegué sola en tren desde Florencia (donde yo seguía un curso de verano, estudiando a los italianos). El curso tenía lugar en la Torre di Bellosguardo, del siglo XIII (ahora convertida en un albergue pintoresco aunque algo decaído que mira a Florencia desde la misma colina en la que tuvieron sus escarceos amorosos Vita y Virginia). Todo en Italia está cubierto con una capa de alusiones sexuales y poéticas; pues Italia es, por encima de todo, el país de los escarceos amorosos poéticos, por lo menos para los norteamericanos y los ingleses. Para los italianos es un país completamente distinto.
Me quedé parada a la salida de la estación de Santa Lucía con un ejemplar de tamaño pequeño y tapas azules de Don Juan en la mano. Los escalones de mármol de la estación me parecieron más grandes y empinados de lo que son. No vi perros muertos flotando ni condones usados ni botellas de Fanta. Sólo vi poesía y amor. Los poetas son los mejores publicitarios de todos.
Tomé el vaporetto para San Marcos, maravillándome ante los palacios del Gran Canal. Al ver una placa que decía «Qui abita Lord Byron» («Aquí vivió Lord Byron»), en la pared del Palazzo Mocenigo, casi me desmayo. Estaba en presencia de la Literatura, ese viejo fraude, ese gigoló intelectual. Como dijo Mary Shelley de su viaje de novios: «Fue romántico más allá del romance».
Y recorrí la hormigueante San Marcos, atravesando el museo vivo de una ciudad.
Un guapo médico chino (no con el que más tarde me casé) me compró violetas, me invitó a un helado y habló conmigo de Byron. Un burdo estudiante norteamericano me invitó a compartir su sórdida habitación en una pensión de mala muerte junto a la estación. Muchos italianos me pellizcaron el culo. Pero yo andaba como flotando, protegida por la poesía.
Nada alteró el hechizo. Yo estaba transfigurada, hipnotizada. Entonces los libros eran mi adicción. Los llevaba en el corazón y en la cabeza.
Entré en una casa con el nombre de Ruskin en la fachada y me recibió un torrente de insultos: aquello no era un museo. Tomé minipizzas para turistas y bebí vino agrio. A mí me pareció el maná.
Los techos de losas rojas medio despegadas, las campanas, las gaviotas, la esfera dorada de La Dogana (la aduana, que enriquecía Venecia con registros y embargos), el gran gorro cónico del campanile de san Giorgio Maggiore, dando cara a la dársena de San Marcos y su campanile, el modo en que los dos campanili se alinean en el canal para servir de señal a los barcos de vela que entran en el puerto, el modo en que los cruceros se deslizan por el canal Giudecca como sobre unos raíles invisibles: todo eso me encantó, me embrujó de tal modo que me hizo volver una y otra vez.
Volví a Venecia con amigas, finalmente con Allan, con Jon, con Will, y muchas veces sola. Me alojé en muchos sitios, desde el Ostello dello Gioventú, hasta hoteles baratos, pensioni medias, o los palacios más absurdamente caros como el Gritti o el Cipriani. Más tarde empecé a alquilar casas, las más alejadas de los turistas que pude encontrar. Me complacía decirme que era, si no nativa, al menos una habituée.
Muchas veces llegaba a Venecia y me preguntaba qué demonios me había traído de vuelta. Era un lugar lánguido, tendía a atraparme, pero el ensorcellement (como lo llama Anais Nin) no siempre era agradable. Me sentía como una mosca atrapada en una tela de araña, como un marino arrastrado al fondo del mar por un pulpo gigante. Nunca estaba segura de lo que quería de mí la ciudad.