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Los azules cielos del verano y la resplandeciente laguna podían ser decepcionantes. Los turistas lo invadían todo como unos mendigos sucios y quemados por el sol, con prisa por volver a casa y contar lo que habían visto.

Pero cuando se vive en Venecia durante un tiempo, en verano o invierno, se descubre que la ciudad tiene un millar de secretos y que te deja penetrarlos sólo en su momento.

El verano de 1983 me invitaron a la antigua Unión Soviética para que asistiera a una reunión de escritores. Fue aquel hombre encantador, el desaparecido Harrison Salisbury, quien me invitó. El grupo incluía a Studs Terkel, Susan Sontag, Robert Bly, Gwendolyn Brooks, Irving y Jean Stone. Se dijo que aparecería Voznesenski, pero no lo hizo. Sí muchos apparátchiki. Fuimos en tren de Moscú a Kiev. Yo estaba horrorizada por el modo en que la cara negra de Gwendolyn Brooks provocaba miradas de asombro en Moscú y Kiev. Fue mi compañera de compartimento en el tren y nos pasamos toda la noche levantadas, hablando de poesía y maternidad.

¿Por qué Venecia siguió a ese viaje? Fue por Carly Simón. En caso contrario, yo habría vuelto directamente a Connecticut, donde me esperaba Will.

– Nos veremos en Venecia el uno de agosto en el Cipriani -había propuesto Carly Simón unos meses antes durante un agradable almuerzo que tuvimos en el Village.

Presumíamos comparando a nuestros amantes jóvenes. Los llevaríamos a Venecia y veríamos qué pasaba. (¿Pensábamos intercambiar parejas? Sólo en la fantasía.) Conque me alojé en el Cipriani (que ni siquiera sabía que existía antes de que lo mencionara Carly). Y después de Moscú, me reuní con Will en el aeropuerto de Milán. Corrimos a la habitación de un hotel a desahogarnos -o corno se llame lo que hicimos-, y luego tomamos el avión para Venecia al caer la tarde. La visión de la ciudad cuando una está enamorada resulta enriquecedora, no oprimente.

Entonces yo tenía dinero -o creía que el dinero me pertenecía más a mí que a Hacienda-, de modo que ocupamos una suite junto a la piscina del Cipriani. No salíamos de ella durante el día.

Nos quedábamos en la cama toda la mañana y la tarde, haciendo el amor y pidiendo cosas al servicio de habitaciones; de noche recorríamos las calles.

Carly nunca apareció con su amante de entonces, Al Corley. Había sido una de esas exuberantes proposiciones de las que una enseguida se queda amnésica. Pero nosotros no echábamos en falta a nadie. Por la noche, Will me enseñaba a nadar en la enorme piscina sin bañistas (construida de tal tamaño porque alguien había confundido los metros con los pies). Explorábamos las pequeñas calltde Giudecca en la oscuridad. Bebíamos en cafés, en nuestra habitación, en la cama, junto a la piscina. Hacíamos el amor como si lo estuviéramos inventando, pensando que lo inventábamos. En eso éramos como todos los amantes.

Venecia se convirtió en nuestra ciudad preferida. Todos los veranos íbamos a un apartamento de alquiler, o una casa, o un piano nobile, con Molly y Margaret. Yo me sumía en los ritmos de adagio de la laguna. Por las mañanas Will salía a por pan recién hecho. Desayunábamos perezosamente. Luego yo escribía. Después salíamos todos a almorzar en un trattoria cercana.

Desde los cinco años de edad, Molly veraneó en Venecia. Nos bañábamos en la piscina del Cipriani al caer la tarde, luego nos duchábamos, tomábamos el vaporetto hasta casa, nos cambiábamos y salíamos a cenar: una familia de cuatro miembros.

El día giraba en torno a la escritura, los paseos, los baños, las comidas. Las tensiones de Nueva York quedaban lejos. Yo no dejaba de tomar notas, imaginar poemas, iniciar relatos que creía que tenía que escribir. A veces se convertían en libros y a veces no. Pero el tranquilo ritmo de vida alimentaba este florecer. Y el mundo acuático lo bautizaba. Siempre volvía a casa con la cabeza llena de brotes exóticos.

¡Cuánto he soñado en Venecia, ese barco que flota en el mar Adriático! Era como dormir en una goleta, con el agua chapoteando y ondulando a los costados. A veces pienso que sólo voy a Venecia para dormir.

Durante esos veranos empecé a investigar el gueto de Venecia y quedé embrujada por el siglo XVI.

Will y yo siempre llegábamos cargados de libros para leerlos juntos. Leíamos en voz alta, subrayando y anotando las páginas. Desde las primeras veces, nos presentaron a venecianos que nos enseñaron la ciudad, y abrían museos y bibliotecas para nosotros. Empezamos a explorar la ciudad para ver si había un relato que me quisiera contar, o contar a través de mí.

El gueto de Venecia nos conquistó. Para demostrar su solidaridad conmigo, Will empezó a llevar una Estrella de David incrustada en cristal veneciano. También empezamos a leer historias de los judíos de Venecia.

Gracias a Cecil Roth, Riccardo Callimani y las propias piedras, la Venecia del siglo XVI empezó a resultarme viva. Era un refugio insular, con judíos infiltrados que buscaban asilo en él. Sefardíes de España, askenazíes de Alemania, judíos levantinos del Oriente Próximo, se mezclaban y unían en Venecia con cristianos y musulmanes, creando la magia de la cultura veneciana.

Inmediatamente vi una analogía entre aquella isla de Venecia y la isla de Manhattan. La Venecia del siglo XVI era el Manhattan de comienzos del siglo XX: rebosante de judíos que llegaban de Europa y Oriente Medio, destinados a enriquecer el mundo cristiano y a cambiarlo para siempre.

Los judíos venían a Venecia porque Venecia los aceptaba, y pronto se convirtieron en vendedores de ropa, antigüedades, libros. Se especializaron en las artes escénicas, la impresión, la encuademación de libros, las antigüedades; como ahora. Construyeron sinagogas, teatros, editoriales, empresas comerciales. Practicaban las artes. Al centrar sus energías en las pocas cosas que no les estaban prohibidas, se convirtieron en una fuerza. Y prosperaron. Y Venecia prosperó. Añadieron otro tipo de fermento a la gran tarta azucarada de la Serenissima.

Durante las prolongadas y perezosas estancias en Venecia, empezó a susurrarse un relato entre las piedras. A una chica judía, la auténtica Jessica, la tiene encerrada en el gueto su padre, Shylock (o Shallach, como debe de haber sido su nombre antes de adoptar la forma inglesa).

En una excursión diaria de lo más corriente, nuestra Jessica se encuentra con un joven inglés en el gueto, adonde había ido para oír predicar a sus famosos rabinos y para aprender las nuevas artes escénicas (por las que eran famosos los judíos de Venecia del siglo XVI). Sólo tiene veintiocho años, es poeta, actor, dramaturgo, y ha venido a Venecia con su lascivo patrón bisexual, el conde de Southampton. La peste ha cerrado los teatros de Londres y viaja con su señor (que está locamente enamorado de él y también, como les pasa a los amantes furiosos, quiere ser su mentor).

Will -pues ése, irónicamente, es el nombre del joven- y Jessica se enamoran a primera vista, como pasa en todos los cuentos de hadas, y su amor les empuja a huir del gueto, huir de Southampton, de Shallach y de todo el cinismo, pues el amor nace para imponerse al cinismo.

Algo así se estaba cociendo en mi cabeza cuando terminé otra novela -Parachutes amp; Kisses-. Ese invierno me llegó una invitación inesperada para que formara parte del festival de cine de Venecia. Notando que necesitaba sacar a la luz esa novela, acepté de inmediato, llevando conmigo a Will de cavaliere servente.

El festival de cine era una casa de locos. Eugeni Yevtushenko había venido de Moscú, con una mujer británica de la que estaba destinado a separarse muy pronto, y se comportaba como un mongol. Alto, teatral, acostumbrado a llenar los estadios de adoradores, tenía ganas de pelea. Günter Grass, fumador de pipa, meditabundo, llegó de Alemania con un estado de ánimo parecido, pero era demasiado listo y serio para demostrarlo. Balthus debería haber seguido pintando. Se alojaba en el Gritti, con su hermosa esposa japonesa y sus hijas, y parecía tomarse la cosa con toda la tranquilidad del mundo, lo que era inteligente. Le veíamos raramente y nunca en las proyecciones. Los hermanos Taviani -Paolo y Vittorio- eran sencillos, divertidos y extremadamente nerviosos. Iban a presentar Caos, su brillante película pirandelliana. Michelangelo Antonioni no estaba físicamente bien, pero era apasionadamente serio y vio todas las películas.