Hablábamos de regímenes alimenticios, de ejercicios físicos, de comida, de niños caprichosos, criados caprichosos, hombres caprichosos. Todas me animaban a dejar Nueva York, mi marido, mi familia, y trasladarme allí. El ritmo de vida era más tranquilo, y podría escribir.
Pero yo sólo podría escribir sobre el pasado, creía, y al final no escribiría nada porque la hierba me cubriría las manos. El cementerio me estaba dominando, y Venecia hacía que el proceso fuera agradable. La barca que rema hacia la puesta del sol estaba esperando al borde del canal. El seductor chapoteo del agua creaba el sonido de Venecia: vieni, vieni.
La muerte que ofrecía no era la petite mort. Era la grande. Y era inexorable.
Los amantes venecianos, quienesquiera que fuesen, de cualquier sexo, sólo eran sus ayudas de cámara, su artillería, sus apoyos. Ellos eran el cebo seductor. Pero sólo nos podíamos quedar por propia voluntad, que es como le gustamos a la muerte. Nos espera en Venecia, paso a paso, remo a remo, orgasmo a orgasmo.
Recordé la primera vez que me sentí atraída por Piero, ocho o nueve años antes. Navegábamos en su barco cerca de San Marcos una perfumada noche de mediados de julio. Era la fiesta del Redentore, que conmemoraba la liberación de la Serenissima de una plaga de hace medio milenio. Habían construido un puente de barcos desde la Piazza del Giglio, en San Marcos, a Santa María della Salute, en Dorsoduro, y hasta la magnífica iglesia del Redentore, de Palladio, en Giudecca. Toda la ciudad andaba por encima del agua, o eso parecía. Los que no cruzaban los puentes, llevando velas, comida, prosecco, estaban reclinados en sus barcas sembradas de flores, tomando el fruto de la viña. La música de Vivaldi, Monteverdi y Albinoni flotaba sobre las aguas. Los prohombres -los futuros tangentopolisti que ahora abarrotan las cárceles- estaban ocultos en una especie de palco real flotante construido sobre pontones que también difundía la música veneciana sobre las aguas. Los equipos de televisión pasaban en pequeñas motoras para transmitir la festa a los ávidos ojos del resto de Italia, que todavía considera a Venecia una rareza: medio italiana, medio otra cosa.
La suntuosa duquesa de Piero estaba preparando langostas, calamares, y risotto negro hecho con la tinta de las seppie venecianas. Yo observaba con asombro tanto su habilidad como su imperturbabilidad. Piero se me acercó.
Me echó el aliento en la nuca, me pasó un dedo por el antebrazo de un modo posesivo, premonitorio. Me tomó con sus ojos.
Yo estaba perdida en sus ojos pardos de fauno, olía el fuego bajo su piel morena, admiraba su rizado pelo rubio de sátiro. Su sudor era libidinoso y delicioso, ¿o era el mío? Parecía que teníamos el mismo olor.
– Lo siento, pero no estoy libre del todo -dijo, haciendo un gesto hacia la duquesa.
Lo que quería decir era lo opuesto, como sucede tantas veces: Me alegra no estar libre del todo. Ella es mi vacuna, mi protección, mi escudo invisible. Pero me encantaría traerte a Venecia una y otra vez a base de pequeños lametazos y mi mágico sabor.
Y así comenzó la cosa. Se fue destilando en la laguna durante un año entero, se consumó una noche de luna llena un año después, siguió intermitentemente durante años y terminó para siempre cuando huí de Venecia dominada por el pánico, sin ni siquiera haberle visto.
El viento soplaba con fuerza desde el canal. Ventanas, macetas y pianos resonaban tocando melodías interrumpidas, y una nube de polvo soplaba por encima de todo. Me miré en el espejo. Estaba blanca como un espectro.
– Mujer a la que llamo madre, si en efecto es ése tu nombre -dijo mi hija que ahora tenía quince años-, tenemos que irnos de aquí. Va a pasar algo terrible.
Al cabo de una hora, habíamos hecho las maletas y habíamos alquilado una góndola taxi para que nos llevase a donde se alquilaban coches.
Mientras íbamos en coche hacia terra firma, nos alcanzó una terrible tormenta, que hizo balancearse a nuestra furgoneta y oscureció sus ventanillas.
Habíamos escapado con el tiempo justo. Los espectros se arremolinaban y gritaban por encima de la laguna. Las damas del jardín del cementerio exclamaban:
– Non scappi! («¡No huyas!»)
Pero yo pisaba el pedal a fondo y tenía Milán en el punto de mira. De vuelta a la vida, a la prisa y fealdad del tráfico, a lo mundano de los negocios, a teléfonos que no ponen en contacto con los muertos.
También se marchó Browning, y también Byron y los Shelley. George Sand dejó Venecia en cuanto tuvo terminado el libro. Sólo Aschenbach se quedó. Y Pound. Y Stravinski. Están enterrados allí.
Una vez lejos, las damas del oscuro jardín no me podían atrapar.
– Mamá -dijo Molly-, nunca me había alegrado de marcharme. Adoraba Venecia cuando era pequeña. ¿Qué pasó?
– Entonces eras demasiado joven para Venecia -dije yo, conduciendo enloquecida.
– No lo entiendo.
– Todavía no estamos preparadas para Venecia -dije.
Pero con el ojo de la mente vi las aguas cerrándose sobre la ciudad, los mosaicos dorados flotando y deshaciéndose, los santos bizantinos haciéndose pedazos.
Esta condenada Atlántida un día se hundiría bajo las cálidas aguas y nadie haría nada por impedirlo. Los arqueólogos del 5040 harían excavaciones, maravillándose de la obra de arte de la muerte.
Pensé en el día en que enterramos a nuestra amiga, la artista Vesty Entwhistle, en el verde jardín del camposanto de San Michele, la isla cementerio, y en cómo echamos teselas doradas en la tierra de encima de ella porque había utilizado unos cuadrados dorados parecidos en sus mosaicos. Otra vida para alimentar a los abundantes espectros. La Serenissima triunfa siempre que en ella se entierra a alguien.
Doce años después, los enterradores desentierran los huesos de los que no son lo suficientemente famosos para atraer a nuevos turistas. Arrojan esos huesos sin valor en un osario común, en una isla osario de la que sólo me han hablado al oído. Pues durante los primeros doce años uno saborea la inmortalidad. Y luego, si ya no eres famoso, afuera contigo: calavera, pelvis, vértebras, tibias, todo. ¿Qué inmortalidad es de hecho mucho más larga que eso? La inmortalidad, después de todo, es el recuerdo de una en las mentes de los que te quieren.
Ya no quiero morir en Venecia. Y por lo tanto, claro, no puedo vivir allí.
Imagino que ya soy demasiado mayor para arriesgarme a ser veneciana.
La vida picaresca
Para cualquier escritora, la más inefable de todas las verdades sobre sí misma es la historia interior, la historia que escribe sin saber por qué, la historia automática, instintiva, con la que el inconsciente la alimenta intravenosamente. Mi historia es picaresca.
Averigüé esto después de haber escrito seis novelas, todas ellas novelas de un camino u otro (el camino a Viena y vuelta, a California y vuelta, al Londres del siglo XVIII y vuelta, al divorcio y vuelta, etcétera). En cada una de ellas, una atribulada heroína que sonríe triunfa sobre la adversidad después de encontrar muchos problemas y enredos, hijoputas y malos chicos, en el camino de la vida.
Nacida en una familia ruso-judía melancólica, hiperintelectual, fóbica, paranoica, yo necesitaba un relato semejante. Y un final semejante. Y lo mismo mis lectores.
En la edad madura, me aferraba a la memoria porque necesitaba entenderme a mí misma antes de que fuera demasiado tarde. ¿Y qué mejor modo de entenderse a una misma que contemplar los mitos con los que has vivido?
Mi generación creció con un mito impuesto: el mito de al final vivieron felices; lo que siempre implica a un hombre: un príncipe que viene algún día. Si nosotras escribimos de este mito o de su opuesto -no hay príncipe, y aunque lo haya, nunca llega, y aunque llegue, nunca lo encuentras-, todavía seguimos considerando nuestras vidas en términos de este mito. Pro-príncipe o anti-príncipe, los términos del debate estaban definidos, y no por nosotras. Tratábamos de escribir sobre otros mitos -un día mi princesa vendrá o yo soy mi propia princesa-, pero todos se derivaban del mismo. El armazón del argumento era el mismo. Estábamos reaccionando, no creando. No habíamos expandido los términos en los que considerábamos nuestras vidas.