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A la mañana siguiente, estoy esperando que llegue de Nueva York mi mejor amiga. De pronto llega una llamada asustada desde el aeropuerto de Roma.

– He perdido el avión a Pisa y he alquilado un coche para ir a Lucca. El único problema es que estoy tan débil que no creo que lo pueda conseguir.

– ¿Qué es lo que pasa?

– Estoy sangrando -dice ella, preocupada. Y luego sigue una explosión de estática y nos interrumpen los sádicos que se ocupan (o no se ocupan en absoluto) de la compañía de teléfonos italiana. Paseo en torno a la piscina esperando que el teléfono vuelva a sonar. Saco el teléfono junto a la piscina y lo miro fijamente, esperando que así sonará. Tomo el sol, riego los geranios. Paseo y pienso. Desde que murió el marido de Gerri, me he sentido responsable de ella, aunque no tenga modo de ponerme en contacto con ella si no vuelve a llamar. La imagino conduciendo por la autostrada bajo el sol achicharrante, aunque se sienta demasiado débil para conducir. Seguro que ha alquilado un coche barato sin aire acondicionado. Aunque estuviera enferma, nadie la convencería de que alquilara una limusina con conductor; Gerri presume de su autosuficiencia. El coche que ha alquilado seguro que tiene los frenos defectuosos y el cambio de velocidades en el salpicadero.

Y luego alzo la vista hacia las colinas de Toscana con sus oscuros cipressi y se apodera de mí una sensación de paz.

Y respiro profundamente y me pongo a tomar notas en el cuaderno de todo lo que recuerdo de mis años de amistad con Gerri.

Nos consideramos una a otra grandes amigas. Es como si tuviéramos doce años, pero extrañamente no los tenemos. Compartimos las enfermedades, los bultos en el pecho, los miedos neuróticos sobre los hijos; los miedos auténticos sobre los hijos. Nos contamos secretos tremendos sobre nuestros maridos, ex maridos, maridos muertos. Sabemos el tamaño de su polla y cuánto dinero ganan y si son/eran divertidos o aburridos en la cama y si roncan/roncaban, van/iban de putas, y si nos recuerdan/recordaban a nuestros abuelos, padres, tíos o hermanos que llevan largo tiempo muertos/todavía están vivos.

Yo no tengo hermanos. Ella tuvo dos. Uno, divertido y guapo, murió de sida. Y la eligieron a ella para que le ayudara a morir. Su hermano mayor todavía vive. Gerri es la hija mediana, como yo.

Pero yo tuve dos hermanas que muchas veces me envidiaban, y ella siempre fue mi hermana preferida, que sabía que yo también tenía problemas. Había con todo cierta rivalidad, pero raramente salía a relucir. No es que nos gritáramos y peleáramos y nos dijéramos cosas terribles una a la otra. En diecisiete años, se llegan a decir cosas espantosas. Pero la otra siempre surge detrás de los gritos. No soy capaz de decir cómo sabemos eso. No siempre lo puedo hacer con mis hermanas de verdad. Aunque últimamente, empujadas por nuestro sentido de la mortalidad propio de la edad madura, estamos tendiendo puentes nuevos unas hacia otras.

Gerri y yo nos conocimos un domingo por la tarde de los años setenta. Yo llevaba un traje de baño color marfil hecho de ganchillo, con más agujeros que mallas, y ella llevaba un traje de baño de competición, probablemente Speedo. (Es aficionada a los deportes, y yo no. Es incapaz de creer que la mire con expresión de desconocimiento cuando menciona a jugadores famosos. Toda su familia es muy aficionada a los deportes. Cuando no están lanzando pelotas o viendo lanzar pelotas a otras personas, realizan inversiones: un mundo que me desconcierta tanto como los deportes.)

Cuando conocí a Gerri, las primeras cosas en las que me fijé fueron sus enormes ojos brillantes verdigrises, su rizado pelo castaño rojizo que le rodeaba la cara como un halo de cobre, sus pómulos altos, su gran boca que parecía una apetecible ciruela.

En muchas cosas éramos opuestas. Ella tenía tres hijos, y yo entonces no tenía ninguno. Gerri siempre había querido ser madre y quedó muy sorprendida cuando la maternidad dejó de ser una ocupación a tiempo completo. Yo nunca había querido ser madre, pero creí que era estupendo, como ella decía. Tenía facilidad de palabra y era lista, pero no sentía la necesidad de poner las cosas por escrito. Era una atleta y yo una persona sedentaria. Casi no podía creer que fuera judía. Esquiaba como una blanca, anglosajona y protestante.

Muy pronto descubrimos que casi teníamos la misma edad, que las dos habíamos seguido los mismos cursos de verano en Florencia, que a las dos nos encantaba Italia, los chistes verdes y tomar vodka con zumo de naranja las noches de verano junto a la piscina. Nadábamos en piscinas de vodka como el nadador de John Cheever. Vivíamos en la misma calle de Connecticut (donde yo pasaba todo el tiempo en aquella época). Por entonces, ella sólo iba a Connecticut los fines de semana.

Yo vivía con Jon y nuestra relación iba por entonces maravillosamente. Todavía no hablábamos de casarnos. Escribíamos el día entero en casa, hacíamos yoga, y nos ocupábamos de nuestros dos perros y uno del otro. Gerri estaba casada con David, un fortachón atractivo con unos músculos como el David de Miguel Ángel, ojos verdes (uno de ellos estrábico), y tenía tres hijos fabulosos: una chica atlética (y poética) que se llamaba Jen, y dos divertidos chicos que se llamaban Andy y Bob. Eran los chicos mejores que había conocido nunca: revoltosos, encantadores, listos.

Nos adoptamos una a la otra de inmediato.

Como consideraba que mi amiga era una especialista en maternidad, le pregunté si debería tener un hijo. (Por supuesto que ya conocía la respuesta. En caso contrario, nunca pedimos consejo.)

Ella dijo sin dudar:

– Nunca lo lamentarás.

De modo que fue la madrina de Molly signifique eso lo que signifique. (Creo que significa que es alguien en quien se puede confiar.)

Cuando yo estaba embarazada de Molly, al verano siguiente, Gerri me ayudó a hacer que mi embarazo fuera una prolongada celebración. Recuerdo días junto a la piscina, con nuestras familias alrededor, y noches en mi jacuzzi, cuando los cuatro lanzábamos miradas de reojo a los cuerpos desnudos de los otros y decidíamos que nuestra amistad era más importante.

Cuando nació Molly, Gerri y yo nos sentimos todavía más unidas. Entendí lo que le había pasado en lo que ella consideraba que eran los mejores días de su vida. Por entonces yo sentía terror por tener que cuidar a una recién nacida. Trataba de imaginar que yo era Gerri, pero no lo era. No siempre podía ofrecer esa gran concentración que exigen los niños, pero por lo menos tenía un modelo de alguien que sí lo había hecho.

Mi propia mente estaba crónicamente dividida. Cuando le cantaba a mi niña, oía los cantos de sirena de mi libro. Cuando estaba enfrascada en mi libro, echaba de menos a mi hija.

Desde el comienzo, Gerri y yo respetamos los talentos que nos gustaban de la otra. A ella le gustaban los libros y le hubiera gustado hacerlos. Yo le leía capítulos de Fanny y ella me animaba a seguir. Más tarde, invirtió el dinero que me proporcionó para realizar la versión musical. Siempre que mi obra estaba en peligro, Gerri estaba allí para salvarla.

Me gustaban los niños y adopté a los suyos.

Me divorcié; ella nunca lo hizo. Cumplió cincuenta años la primera. Perdió a un hermano primero, a su padre primero. Me atendió durante el divorcio. Yo la atendía durante sus aflicciones, llorando con ella durante años, después de que sus demás amigas creyeran que ya no lloraba.

Pasé temporadas terribles con algunos hombres y ella siempre estaba allí. Después de la muerte de su marido, era la única persona, aparte de Molly y Ken, que podía interrumpirme cuando estaba escribiendo.

Gerri sentía que la muerte la acechaba. Yo sentía que me acechaban los problemas y la soledad. A veces la soledad, al menos en parte, era cuestión mía, pero no podía decir lo mismo de la suya. Yo necesitaba la soledad tanto como ella la aborrecía y temía. A veces yo me libraba de los hombres para poder escribir. Pero ella se aferró a su matrimonio, haciendo que fuera bien aunque tenía muchas posibilidades de ir mal.