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Al final del acto en la funeraria Frank E. Campbell, después de que hablaran los chicos y Gerri y otros miembros de la familia, yo leí ese poema; «el poema de David», lo llamo yo para mí misma. La multitud llegaba hasta la calle. Los encargados de la funeraria no tenían suficientes sillas preparadas. Hasta los famosos -a veces los famosos en especial- cuentan con pocos que asistan a su funeral que no sean curiosos. Cuando su momento de éxito ha pasado, no acude nadie, ni siquiera un amigo. Pero David tenía amigos que ninguno de nosotros conocíamos. Había chicos a los que había dado clase, adultos a los que ayudó, amigos de hacía mucho tiempo, compañeros de la universidad y conocidos de muchos años atrás. Aparecieron todos para decir por qué estaban allí.

Mi amiga dijo unas hermosas palabras que ninguno de nosotros recuerda. Ella y sus hijos se mantuvieron con los brazos echados por encima de los hombros, balanceándose levemente. Todo el mundo trataba de encontrar algo de humor en la profunda oscuridad, pero todos sabíamos que nosotros seríamos los siguientes.

Fue esta muerte la que me hizo tomar conciencia de que yo era mortal.

Sabía que David se había querido llevar a sus hijos a su última excursión y que Gerri se lo había impedido. Sabía que también había querido que fuera ella y que Gerri se negó. Ya había estado allí anteriormente, y notó la muerte en el aire. Lo único que puedo pensar es que David no quería envejecer. Un ciego presentimiento había detenido a Gerri y ahora ella conocía la culpabilidad de estar sola.

Sólo he visto la parte externa del dolor, de modo que resulta difícil imitar el dolor con palabras. Me fijé en la resistencia de Gerri a dejarle ir; como si dejarle ir le matara para siempre, como si ella fuera la guardiana sagrada de su recuerdo y si dejaba de centrarse en él durante un solo segundo, se escaparía.

Emily Bronté sabía de esto. Nos llega a todos con el dolor. Queremos olvidar para seguir viviendo, pero tenemos miedo de que el olvido haga que el muerto muera otra vez. Y esta muerte será la definitiva.

Fría la tierra, y la profunda nieve apilada sobre ti, Lejos, removida muy lejos, fría, ¡en la aterradora tumba! ¿He olvidado, mi único amor, el amarte, Separados al fin por la oleada que lo separa todo del Tiempo?

Las primeras noches, Gerri y los niños durmieron juntos, como perritos o gatitos. Luego todos se enfrentaron a su propio dolor, cada uno de diferente modo.

Llegó la ropa, luego los esquís, luego los «efectos personales». Había que ocuparse de cuestiones legales: dinero, montones de documentos inútiles. Mi amiga titubeó entre todo ello, sin querer vivir. A veces por la mañana estaba bien, pero las noches eran malas. El sueño también le hubiera vuelto a matar. No podía abandonarse al sueño por miedo a perder a David, cuya débil relación con la vida era su recuerdo.

Lo que más recuerdo era que todo el mundo quería animarla, enterrar al muerto, que se volviera a casar. Pero ella necesitaba llorarle. Su necesidad resultaba más dolorosa por el rechazo de la muerte que impregna nuestra cultura. Gerri tenía que gritar y rebelarse y mesarse el pelo. Tanto los de Nueva York como los de Aspen encontraban que eso era inadecuado.

«Sacúdete el polvo y sigue», dice la voz colectiva de la sabiduría colectiva. «¿No te has estado lamentando demasiado tiempo?» Implícita en esa cuestión estaba la idea de que cualquier compañero es reemplazable. Consíguete otro; igual que una «se consigue» un perro nuevo. Pero ni siquiera un perro puede «ser reemplazado» hasta que se le haya llorado lo suficiente. Al cachorro nuevo nunca se le quiere hasta que se haya llorado bastante al antiguo para arrastrarle al mar con las lágrimas. El cachorro nuevo espera con los ojos húmedos hasta que se haga esto. Sólo entonces se le puede abrazar de todo corazón.

La gente me susurraba que dos años eran suficientes. Cómo se atrevían a juzgar el dolor de otra persona es algo que yo no podía entender. Puede que no se permitieran que les afectara la ausencia de nadie, o tal vez creían que una debe rechazar los sentimientos para estar a la última. Era como operarse los ojos y la barbilla, como mantenerse en forma; las emociones no queridas eran como la carne no querida.

Nunca me he quedado viuda, pero sé lo destrozada que quedé cuando se marchó Jon. Me sentí igual que si me quedara viuda. Ahogada por fluidos y sentimientos que nunca había dejado que me dominaran, al principio no quería que me consolaran. Ni siquiera los sementales me distraían, ni los viejos amigos, ni Will. El sexo fue anodino temporalmente, pero tenía que seguir viva hasta que me cicatrizara la herida. Llevó siete años. Y me volví a casar, exactamente siete años más tarde.

De pronto llama Barbara Follet. (He estado tomando estas notas en mi diario y, cuando miro el reloj, veo que han pasado cinco horas.)

– Me voy corriendo a Lucca a buscar a Gerri. Ha perdido tu número de teléfono y sólo tenía el mío. Ha perdido la dirección de tu casa.

– ¿Cómo está? -pregunto.

– Débil por culpa de la gripe y la cistitis, al parecer, pero se pondrá bien, creo. Necesito el número del médico.

Se lo doy y vuelvo a quedar sentada inmóvil junto al teléfono. Pienso que es raro que ya no espere pegada al teléfono a que me llamen hombres, sino a que mis amigas se ayuden unas a otras.

Un timbrazo, una Gerri muy acelerada.

– Estoy en el vestíbulo del hotel de Lucca. Barbara acaba de darme tu número de teléfono. Lo había dejado junto a las direcciones en el mostrador de donde alquilé el coche en Roma. Estaba aterrada. Luego encontré el número de los Follet en un trozo de papel.

– No des explicaciones. Barbara va camino de ahí para llevarte al médico.

Como una hora después llega una caravana de coches, removiendo las piedras de nuestra carretera.

El primero es un taxi (con Barbara y Gerri dentro), luego un nieto de los Follet conduciendo el coche de Gerri, luego el guarda de los Follet conduciendo el coche de Ken Follet, con matrícula de Londres.

Deslumbrada por el sol y la visión, Gerri se desploma en mis brazos. La conduzco a la cama, llevando mucha agua, una infusión de poleo y sus medicamentos. Parece débil y cansada. Margaret y yo metemos su ropa manchada de sangre en un barreño de agua fría.

– La lavaré -digo yo.

– Por el amor de Dios, no hagas eso -dice ella.

– Sólo es sangre -digo-. ¿Cómo puede darnos miedo la sangre después de todos estos años de menstruación y maternidad?

Ella cierra sus ojos agotados.

– Trata de dormir-digo.

Y se desmaya.

Más tarde sale la luna, un poco más llena esta noche. Me quedo sentada mirándola mientras las otras cinco mujeres de la casa duermen.

¿Qué me apetece hacer con esta vieja luna? Quiero que me libere, Ya no quiero esta vida picaresca impuesta por la sangre de las mujeres, por la atracción de las mareas, por la atracción de la luna. Quiero sexo para dejarme ir. Y quiero encontrar ese sitio de mi interior que une a los hombres y los convierte en el centro de todas las aventuras.

Ahora estoy preparada para personificar a Erica Orlando (y no me refiero a Disney World). Estoy preparada para convertirme en una criatura andrógina que salta de siglo en siglo, con un guardarropa lleno de enaguas, y vestida con miriñaque, redingotes y chales, pamelas y gorritos, pelucas y postizos. Estoy preparada para recorrer el camino sin que se me reconozca como ser sexuado, cantando detrás de un velo, una careta, un capuchón, lo mismo que aquellas estatuas ambiguas del jardín de mi amiga veneciana. Sería liberador no tener sexo, como la muerte; desplegar las características masculinas o femeninas según le convenga a quien voy a seducir de inmediato.