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El gallo cacarea. Las cigarras anuncian un día achicharrante.

Los cipreses todavía son oscuros, los olivos todavía de un plata mate, los castaños todavía verdes.

El gato negro al que hemos estado dando de comer todo el mes atraviesa la terraza de piedra, enseñándole los dientes al gato marrón y blanco que ha venido a compartir la comida. Viven en esta colina, les dan de comer el bombero y su mujer, nuestros caseros, y otra familia inglesa, pero no pertenecen a ninguno de ellos. Es su colína, no la nuestra. La territorialidad rige el reino animal al que tan a desgana pertenecemos.

Hemos hecho las maletas. Dejamos vino y aceite de oliva y pilas de libros para los siguientes inquilinos que ocupen esta puerta del cielo. La carretera sigue siendo intransitable, pero no para nosotros.

Nada de esto es nuestro. Lo alquilamos por un mes y nos marchamos. Los olivos, los cipreses, los nogales (con sus frutos todavía verdes), no son nuestros, ni estaremos aquí para la cosecha. Me llevo mis poemas y fotografías, los capítulos que escribí aquí, y sigo al siguiente destino.

Todas las cosas que me sacaban de quicio -la muchacha que no quería fregar los platos, sino sólo lavar las toallas para los nuevos inquilinos, el dueño que andaba por allí, haciendo como que estaba arreglando el filtro de la piscina, pero en realidad espiando a mis hijas y sus amigas que tomaban el sol, el horno que no funcionaba, las avispas que nos caían encima siempre que abríamos un melocotón o un melón, o una coca-cola, los gatos semisalvajes que se peleaban-, todo eso terminó por encantar a Molly y ha llenado su banco de memoria de brillantes monedas.

– Siempre pasamos los veranos en Italia -dice-, así mi madre puede escribir.

Y todo el tira y afloja de madre e hija se olvidará mientras los recuerdos se acumulan.

Por supuesto, nos hemos gritado una a la otra en coches mirando mapas de carretera, en la cocina delante de los platos sucios, en las tiendas al ver los precios de las cosas. Por supuesto, me ha llevado al límite con sus interminables necesidades, y yo la he sacado de quicio con las mías, en especial mi necesidad de silencio que las adolescentes encuentran tan incomprensible.

A veces me siento demasiado vieja para enfrentarme a una chica de quince años. A veces me siento tan joven que sólo su existencia me hace comprender que soy mayor.

¿Cómo me he hecho mayor? A veces, todavía me encuentro sentada en la ladera de la colina, tramando venganzas contra el mundo de los adultos. Todavía digo «Mamá» cuando estoy asustada, aunque nunca he llamado así a mi madre, y «Mamá» raramente me serviría de ayuda ahora. En realidad, ella siempre estaba como de paso, aunque me quería. Y en realidad Molly necesita saber cosas que he olvidado que sabía. Como cuándo es el momento adecuado para llamar a un chico o cómo aprender de memoria cosas estúpidas para un examen; como cuándo probar cosas nuevas y cuándo evitarlas por motivos de la propia preservación. Despierto y recuerdo que para ella soy una adulta. Ella me obliga a renunciar a mis costumbres infantiles.

Tengo planes y planes. Termino Miedo a los cincuenta y me dedico a mi novela sobre el futuro, me doy el gusto de volver a escribir poemas, escribir algunos relatos breves, terminar mi musical, completar mi libro de meditaciones, afirmar mi vida todas las mañanas y desearme un buen día, liberarme todas las noches para soñar los sueños necesarios, encontrar placer en el servir a los que quiero, renunciar a la culpabilidad al negarme a sentirla cuando piden mi aniquilación, encontrar disfrute en la enseñanza, disfrute en hablar con las lectoras que me quieren (que creen que tengo respuestas cuando lo único que tengo son unas cuantas preguntas acuciantes), darme tiempo todos los días para dar un paseo o ir a un museo, ser generosa porque eso me recuerda lo mucho que he recibido, ser cariñosa porque eso me recuerda que no me sienta celosa de los que sólo parecen tener más, no dejar que se me escape la vida, librarme del enfado, bendecir a los conocidos y los desconocidos, bendecir la colina de los olivos, bendecir la pinocha que cae de los pinos, bendecir los nogales todavía verdes, bendecir el rosado resplandor del sol que puede que no llegue a ver otro verano, o incluso otro día.

Si cada día me atrevo a recordar que estoy aquí de prestado, que esta casa, esta colina, estos minutos se me han concedido temporalmente, no se me han dado para siempre, nunca me desesperaré. Desesperarse es para los que esperan que van a vivir para siempre.

Yo ya no lo espero.

Cómo casarse

Conocí a mi marido en el cruce de una calle, y casi le atropello con mi coche. Iba a salir con él en una cita a ciegas (concertada por un amigo mutuo que es humorista) y sin duda no quería quedar atrapada en el coche de uno con el que salía sin haberlo visto nunca.

Durante la cena, devoró su comida en menos de dos minutos, al tiempo que hablaba. Yo trataba de recordar la maniobra de Heimlich, aunque puede que él hubiera preferido otra maniobra. Debe de haberme gustado porque le dejé monologar toda la noche. Habitualmente monologo yo.

En aquel momento yo todavía tenía varios novios en varios continentes, y no creía que me hiciera falta un marido, aunque sin duda necesitaba un amigo.

Me molesta admitir esto, pero estaba casada cinco meses después. Navegamos por el Mediterráneo durante nuestro viaje de novios. Entonces nos llegamos a conocer el uno al otro. Ahora recomiendo noviazgos más largos.

Incluso ahora, tenemos laringitis de gritarnos uno al otro: el asqueroso secreto de un matrimonio duradero.

Nunca me divorciaré de él -y cómo podría, si es un abogado especializado en divorcios-, pero puedo pegarle un tiro. Ése es el modo en que dos personas saben que están hechas una para la otra.

Parece que quiere lo mejor para mí (y para él). Sus antecedentes penales no constan en ningún ordenador. Tiene -¡glub!- «buen carácter», como habría dicho mi madre si hubiera dicho alguna vez ese tipo de cosas. Aborrezco escribir nada que sea bueno sobre este matrimonio, porque ya se sabe que es ley de vida que, lo mismo que cuando aparece un artículo sobre las «parejas felices» en una revista se originan divorcios inmediatos, escribir cosas buenas sobre tu pareja en un libro provoca problemas maritales. (Lo mismo que escribir cosas malas.)

Poco después de nuestra primera cita, Ken y yo nos encontramos hablando uno con el otro estuviéramos donde estuviéramos. Yo fui a California a ver a mi agente que vivía allí por un tiempo y, sin motivo aparente, llamé a Ken. Fui a Italia, supuestamente para seguir unos cursos de cocina en Umbría, pero en realidad para ver a un amante poco fijo que movió cielo y tierra para verme sólo una noche, y llamé a Ken. Esperaba que me llamase por teléfono ese amante y siempre era Ken. Me debatía sobre si ir o no a Venecia a ver al otro y en lugar de eso me cité en París con Ken. Lo cierto es que mi inteligente futuro marido me mandó un pasaje a París y en consecuencia yo dudaba si ir en avión a reunirme con un hombre disponible cuando tenía otro no disponible esperando en Italia. Debía de haber cambiado algo en mi masoquista mente o, si no – ¡horror!-, me había enamorado.

Pero no me quería enamorar. Sólo quería estar con alguien que me gustase. El amor nunca ha provocado más que problemas. Como dijo Enid Bagnold: no es para usar y tirar. Así que, cuando conocí a Ken, decidí que había superado el amor. En el pasado, normalmente me había casado con los dedos cruzados.

La primera noche que conocí a Ken fue al volver de aquella boda en St Moritz donde mi mejor amigo, el hermoso romano, se había casado con una princesa guapa y lista, con el von y el zu para demostrarlo. La chica tenía veintitantos años. Yo tenía cuarenta y tantos. El tenía treinta y tantos. En cierto modo me alegró conocer a un hombre de mi edad. Y me gustaba el aspecto de Ken: igual que un oso irrumpiendo en un campamento de Yellowstone.