Un hombre alto, corpulento, desaliñado, con un bigote y barba negros, una poblada cabellera de pelo negro (algo gris en las sienes) y un traje con chaleco incluido y una pajarita roja, Ken daba la sensación de un animal amistoso olfateando el aire. Tenía los ojos pardos y cálidos. Parecía que tenía que recogerse las piernas (como las varillas de un paraguas) para subirse a mi coche. Se volvió y sonrió como un gato mirando un plato de leche.
– Hola -dijo, claramente aliviado. ¿Esperaba que yo fuera Vampira o Boadicea o una amazona con un pecho portando una lanza?
Mi amigo el humorista, Lewis Frumkes, me había contado que tenía más o menos mi edad. Y era listo. Y agradable.
– Una rara combinación -dijo Lewis-. Normalmente son listos o agradables, pero no las dos cosas.
– ¿No será, espero, un soltero accesible?
Lewis quedó desconcertado por esta frase. ¿Cómo podía saber él que yo odiaba a los «solteros accesibles», que normalmente eran laboradictos y sexofóbicos y querían que pensaras en la boda durante la primera cita? Hacía mucho tiempo que yo había decidido que los italianos infieles, los actores sin trabajo, los herederos blancos, anglosajones y protestantes menores de edad, y los casados, eran más sexy.
Mi psicoanalista determinó que era una alergia al matrimonio, que en realidad era una dependencia edípica de mi adorado padre. Era buena dando consejos, aunque siempre pretendía que no daba ninguno. Estaba claro a quién aprobaba y a quién no.
– ¿Dónde está ahora? -decía siempre que hacías referencia a un hombre que era rico o famoso o las dos cosas, y con el que habías salido, aunque fuera brevemente, en el pasado. Las orejas se le aguzaban como las de una matrona de Edith Wharton.
Me miraba como si mis actores eventuales y mis maridos descarriados fueran trayfe.
Quería que me casara y consiguiera tarjetas de crédito, en lugar de dárselas a otros. Creía que hacer eso era como arrojar perlas a los cerdos. Creía que me valoraba demasiado poco. Puede que fuera así. Pero me gustaba el sexo y a la mayoría de los llamados hombres accesibles el sexo les asustaba mucho.
– Si yo fuera soltero, ¿sería acccesible? -preguntó Lewis.
– En absoluto -dije yo, riendo.
Me miró perplejo, sin saber si esto era un cumplido o un insulto.
– Le dije a Lewis que no quería conocer a alguien famoso -dijo Ken-. Pero entonces dijo: «Ella no es de ésas.»
– ¿Quieres decir que estabas juzgándome antes de conocerme?
– Todo el mundo juzga siempre a los demás -dijo él, empujando hacia atrás el asiento del coche y estirando las piernas-. Cada vez que negocio con otros abogados, es un concurso para ver quién tiene más larga la polla. Ya sabes a qué me refiero. Todos tus libros tratan de eso.
– Entonces, ¿por qué te resistías a conocerme?
– Probablemente por miedo. Creía que eras una comehombres. Está claro que no lo eres.
¿Era un cumplido o un insulto? ¿Quién lo sabe? Comprendí inmediatamente que era sincero y estaba muy nervioso. No podía estarse quieto. Como Tigger, parecía más grande debido a lo que se agitaba.
Aparqué el coche en un garaje de la parte baja de la Quinta avenida y nos dirigimos a un horrendo restaurante carísimo del centro, que sería una de las bajas de la quiebra de fines de los años ochenta.
Rechazó la primera mesa, y la segunda. Nos sentamos en la tercera. Un típico neoyorquino, imaginé.
– No… de Great Neck -dijo-, sino del oeste de Central Park cuando era pequeño. Recuerdo que tiraba cupones de racionamiento por la ventana… o me lo recordaban ellos. Yo nací durante la guerra.
También yo, pensé. ¿Debería decirlo? ¿O se esperaba que mintiera sobre mi edad? Con cuarenta y pico años todavía no me había hecho a la idea. Mi psicoanalista creía que no lo debía decir. Yo no estaba de acuerdo. ¿Quién soy sino una persona nacida en plena II Guerra Mundial? Mi edad forma parte de lo que soy. Pero las mujeres, incluso las mujeres deseables, siempre tienen miedo a parecer poco deseables. La sinceridad requiere mucho tiempo. Sin decidir lo sincera que debía de ser, le dejé hablar. No solté uno de mis incontrolables discursos. Nuestra primera cita no tuvo trazas del típico duelo verbal de Nueva York de ¿Puedes mejorar esto?
Ken me contó la historia de su vida, desde los cupones de racionamiento en adelante. Se refirió a sus padres, los colegios a los que fue, sus primeros trabajos -periodismo, cine-, antes de convertirse en abogado. Me habló de dos ex esposas, de una larga relación que acababa de terminar, de una hijastra que adoraba, de su amor por los aviones y de que coleccionaba libros raros. Todo salía de su boca sin demasiado desprecio de sí mismo. Y con muchas bravatas. No muy distinto a mí, desde luego.
No se estaba escondiendo de mí. Muchos de los hombres que conozco se ocultaban y ni siquiera se daban cuenta.
Me dejó perpleja que fuera piloto. La novela que acababa de entregar a un editor aquella misma tarde (y había pasado los últimos tres años luchando con ella) terminaba con Isadora Wing casándose con un piloto aficionado, su cuarto marido. Era todo inventado. Yo nunca había salido con un piloto aficionado. Isadora necesitaba sencillamente casarse con un piloto y recibir lecciones de vuelo para superar de una vez por todas su miedo a volar.
Any Woman's Blues empezaba con la muerte de ella. Había dejado un manuscrito final para que se publicase póstumamente. El ejemplar caía en manos de una feminista sin el menor sentido del humor que tomaba literalmente todas las bromas de Isadora y les ponía objeciones políticas. Pero Isadora no estaba muerta de verdad. Simplemente había desaparecido en el Pacífico Sur como Amelia Earhart. Pero a diferencia de Amelia, se salvaba. Regresaba a Connecticut para volver a ser poeta; desaparecía para el mundo, esto es, no para sí misma.
Mi inconsciente había ideado este mito de renacimiento aéreo/poético porque yo tiendo a hacer metáforas de los conflictos que vivo. Cuando empecé Any Woman's Blues me notaba muerta. Disgustada con mi personaje público, no quería tener que volver a escribir otro libro sobre Isadora, de modo que me deshice de mi heroína más famosa. Pero según escribía, Isadora volvía a la vida, lo mismo que hacía yo. Nos salvamos por nuestras creaciones.
Y aquí estaba yo, con un piloto aficionado, el mismo día en que había entregado el libro.
Todos los autores saben que un libro es como lanzar las runas, como leer los naipes, como un plano de la palma de la mano y el corazón. Creamos un océano; luego caemos en él. Pero también escribimos la balsa salvavidas. Y podemos insuflar un aliento de vida en la boca de nuestras criaturas.
A pesar de todos mis intentos de matar a mi álter ego, Isadora, ésta seguía obstinadamente viva. Lo mismo me pasaba a mí. Ahora todo lo que tenía que hacer era aprender a volar.
Puedo hacerme amiga de este hombre, pensé, mientras él hablaba de por qué le gustaba tanto volar.
– Supone libertad -dijo-, un desafío a los límites.
– ¿Cómo conseguiste ser tan sincero? -pregunté yo.
– ¿Qué otra alternativa hay? -preguntó Ken-. Ahora o nunca.
La primera cita fue un miércoles por la noche. Lo dejé en su apartamento de una de las calles 60 Este y me dirigí a mi casa de Connecticut, donde Molly, Margaret y Poochini estaban pasando las vacaciones de primavera.
Ken llamó a las diez de la mañana siguiente. No jugaba.