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Antes de que nos casáramos, nuestros padres organizaron una cena en un restaurante del campo. Luego Ken llevó a sus padres en coche de vuelta al Sugarbush Inn y yo llevé a Molly. En algún punto del camino tomé una carretera equivocada y me dirigí hacia Nueva York. La lluvia arreciaba. Conduje y conduje…

Molly estaba muy enfadada, como de costumbre, por mi espantoso sentido de la orientación.

– Ya lo sabes, mamá -dijo-, no te tienes que casar a menos que quieras hacerlo.

En ese momento, Ken y su padre aparecieron en coche detrás de nosotros.

Sólo después de que nos casáramos nos dimos cuenta de que todos los motivos para que lo hiciéramos eran inevitables. Su innata tendencia Prozac se imponía a mi pesimismo. Tenía la loca tenacidad de mi padre. Nunca se rendía. Se despertaba riendo en plena noche. Necesitaba quererme más de lo que necesitaba alejarse de mí. Yo necesitaba quererle a él más de lo que necesitaba sentirme abandonada y desheredada.

¿Por qué nos casamos en vez de limitarnos a vivir juntos? Porque necesitábamos saber que cuando llegaran los malos momentos seguiríamos juntos y saldríamos adelante. Y ha habido todo tipo de malos momentos. Problemas sexuales, problemas de dinero, las dificultades de las familias con hijastros. A veces discutimos como salvajes y hacemos el amor como amantes. A veces nos volvemos la espalda uno al otro. Incluso cuando nos gritamos y nos tiramos cosas, somos amigos. ¿Quién es el hombre y quién es la mujer? A veces ninguno de los dos lo sabe. El matrimonio es andrógino, como las amistades íntimas.

Los dos aceptamos el hecho de que, al intentar que sea un matrimonio de iguales, estamos haciendo historia (como el resto de nuestra generación pionera). Los dos aceptamos el hecho de que no nos pertenecemos uno al otro. Los dos somos capaces de decir al otro lo que sea; y hemos tenido discusiones tan fuertes que parecía que el sol nunca volvería a salir.

Pero en el fondo de todo eso, hay una sensación de que somos responsables uno del otro, si no de la felicidad del otro. Hay empatía, admiración, respeto hacia la inteligencia y la sinceridad del otro. No puedo imaginar el escribir un libro tan desnudo como éste si no fuera por este matrimonio.

Al ver que se meten conmigo, Ken dirá:

– ¿Qué más da que te ataquen o se burlen de ti? Ya has pasado antes por eso. No borra tus palabras.

Y me doy cuenta de que he pasado por todo y he llegado al otro extremo, riéndome y leyéndole en voz alta en la cama a mi mejor amigo.

Los hombres no son el problema

Criada, como la carne en el sandwich, entre dos hermanas, siempre he sido consciente de la crueldad de las mujeres, de la feroz competitividad posible entre hermanas. Cuando era niña, me apetecía formar parte de las Brownies o Girl Scouts y no me atreví porque mi hermana mayor consideraba a las Girl Scouts gazmoñas y patéticamente estrechas. En Barnard, premiada con mi presencia en el Cuadro de Honor (algo que te daba el dudoso privilegio de llevar una toga negra y mantener el orden en los exámenes finales), se lo oculté a mi hermana mayor, también alumna de Barnard, sabiendo que se burlaría de mí. Ella era la rebelde y yo era la virtuosa, mientras que mi hermana menor, Claudia, estaba, creía yo, a mi cargo, mi responsabilidad, era mi cruz. Solía tumbarme en la cama y fantasear que las tijeras de cortar las uñas del cuarto de baño de mi madre desaparecían misteriosamente del estuche y aparecían clavadas en el corazón de mi hermana. Luego hacía complicados planes para evitar que pasara eso, desbaratando mi propio deseo.

Conque sé lo malas que pueden ser las mujeres con otras mujeres. Lo sé debido a mis propios deseos reprimidos. Los hombres de mi vida normalmente han sido más amables y menos críticos. Incluso mi carrera literaria ha sido alentada por hombres amables, desde James Clifford a Louis Untermeyer, desde John Updike a Henry Miller y Anthony Burgess. A veces estos mismos hombres, famosos en cuanto sexistas, demostraban una aprobación bondadosa de la imaginación femenina mayor que muchas mujeres. Muchas mujeres, de hecho, parecían exigir que la literatura no fuera divertida, que las heroínas formaran parte de una ideología u otra. Al escribir prosa y poesía, muchas veces tenía la sensación de que no lo podía hacer bien porque la verosimilitud no era el objetivo sino una corrección política tan bizantina que parecía que nadie la podía establecer, ni siquiera las que dictan las leyes. Si escribía sobre una mujer dominada por un hombre, se consideraba que estaba haciendo mal, como si mi prosa creara el hecho, como si el espejo puesto ante la naturaleza fuera una espada.

Si escribía sobre la ternura de dar de mamar a una recién nacida, se me consideraba contrarrevolucionaria, mala hermana, como si el pecho no fuera un símbolo nuestro. Si escribía sobre mujeres que podían ser crueles, se me consideraba traidora, como si no fuera una traición mayor pretender que todas las mujeres eran buenas. No se me permitía jugar en la página. Todo se consideraba desde un punto de vista político y en consecuencia peligroso. Me di cuenta (como han descubierto muchas mujeres que escriben) de que las reglas son mucho más rigurosas cuando proceden de mujeres que de hombres.

Tuve un episodio amargo relacionado con esto en 1979, cuando era una madre reciente que había dejado de amamantar y leí un conjunto de poemas sobre el embarazo y el parto en un festival de poesía de mujeres en San Francisco. Empecé con:

Amamantándote La primera noche de luna llena, el primitivo saco del océano se rompió, y te di nacimiento, mujercita con la parte de arriba de zanahoria, una naricita respingona, saliendo a empujones de mí como mi madre me empujó fuera de sí misma, como hizo su madre, y la madre de su madre antes que ella, todas nacemos de una mujer.
Soy la segunda hija de una segunda hija, pero tú serás la primera. Verás la frase «segundo sexo» con desconcierto, preguntándote cómo alguien, a no ser un loco, podría llamarte «segunda» cuando eres tan espléndidamente primera, confiriendo hasta a tu madre el carácter de primera, de inmensa, de plena como la luna cuando está más llena e ilumina el cielo.
Ahora la luna está llena de nuevo y tienes cuatro semanas de edad. leoncita, leona, aúllas buscando mis pechos, le gruñes a la luna, cuánto quiero tu avidez, tu exigente cara roja, tu hambrienta boca que aúlla, tus gritos, tus lloros que sólo escriben vida con grandes letras de color sangre.
Has nacido mujer por la pura gloria de serlo, pequeña pelirroja, hermosa chillona. No eres el segundo sexo, sino la primera del primero; y cuando las fases de la luna completen el ciclo de tu vida, te coronarás con la alegría de ser una mujer, diciéndole a la luna pálida que se hunda a sí misma en el océano azul, y exultante, exultante, exultante de la rosada maravilla de tu maravillosa y llena de luz identidad.