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Lo único que sabía es que no podía quedarse toda la noche debajo de la cama. Para buscar inspiración, repasó las razones que le habían llevado hasta allí.

Durante su vida, se había sentido muchas veces sin esperanzas, listo para dar el gran salto. Pero había aprendido que a menudo, cuando parecía que ya nada se interponía entre él y un río o un tren o una acera, los demás le proporcionaban razones inesperadas para volver a desear vivir.

Siempre, desde pequeño, había disfrutado de la desgracia ajena. La aparatosa caída de un amiguito que se rompía los dientes jugando en el patio, el humillante suspenso de un compañero del colegio, la repentina muerte de la mascota, del abuelo o del hermano de un amigo, siempre habían despertado en su interior una sincera, intensa y sana energía vital.

En esto no se sentía distinto de los demás. A pesar de la hipocresía reinante, tenía comprobado que la infelicidad ajena era para muchos una fuente de felicidad. Era algo natural. Así era cuando sus compañeros de universidad celebraban las derrotas de Los Angeles Lakers, cuando su prima invitó a una copa a sus amigas para brindar por el fracaso del matrimonio de su ex marido, y cuando la señora Norman se alegró de que la fiesta de su amiga Rose hubiera sido un auténtico desastre.

Creía que lo que le diferenciaba de los demás era que él había racionalizado esta característica de la naturaleza humana y la había convertido conscientemente en su filosofía de vida. Había aprendido que la vida valía la pena siempre y cuando pudiera disfrutar del dolor ajeno.

Su búsqueda de motivaciones para vivir se concretaba en encontrar razones para la tristeza ajena. Y la razón de ese día para seguir en el mundo era Clara. En las escasas cinco horas siguientes necesitaba dar un paso más hacia la infelicidad de la chica.

Pero ¿qué hacerle?

Su mente regresó a la noche en que su vida cambió. A algo que le había ocurrido hacía más de diez años, cuando aún no trabajaba de portero.

También entonces era invierno. Cillian estaba en medio de un viejo puente colgante en las proximidades de su pueblo natal, a pocas millas de Talequah, Oklahoma. Un hombre solo en un puente en mitad de la noche; el más común de los escenarios de suicidio.

Fue entonces cuando descubrió que había algo más motivador que jugar a ser dios con su vida.

Se había subido a la barandilla del puente; abajo, las aguas negras del río Illinois, puestas para acogerle. Poco antes había encontrado dos razones para quedarse y más de cinco para saltar. Estaba decidido, pero de pronto descubrió que no se hallaba solo.

Un hombre en chándal se acercaba haciendo jogging por la carretera. Cillian disimuló. Se sentó en la barandilla, como si estuviera admirando ese feo paisaje.

El corredor enfiló el puente y llegó a su altura. Intercambiaron una mirada. Le pareció que el deportista había sospechado sus intenciones, pero no detuvo su carrera. Cruzó al otro lado.

Cillian volvió a concentrarse en la tarea que le había llevado allí. Pero el sonido de un golpe violento le interrumpió de nuevo.

Se dio la vuelta a tiempo para ver un coche que se daba a la fuga por la carretera nacional paralela al río después de haber atropellado al corredor. El hombre del chándal yacía en la calzada.

Corrió hacia él. Estaba malherido. Le salía sangre del oído y no podía mover las piernas. Un inquietante temblor recorría su cuerpo. Al ver a Cillian, sintió un atisbo de esperanza. Le señaló su móviclass="underline" estaba a un par de metros, en el suelo, inalcanzable para él. «Pida ayuda, por favor», consiguió susurrar.

Cillian miró a ambos lados del puente, la calle por la que había llegado y la carretera nacional. No había nadie.

«Por favor… una ambulancia…» El móvil seguía en medio de la calzada. «Se lo suplico… una ambulancia.» Fueron las últimas palabras inteligibles que salieron de su boca.

Cillian se sentó en la acera y observó, sin hacer nada, al hombre del chándaclass="underline" yacía en el suelo rodeado de un enorme charco de sangre.

El deportista nocturno le miraba. Y Cillian le miraba a su vez. En silencio. Hasta que el hombre exhaló su último aliento.

Fue un subidón. Cillian se quedó un rato sentado en la acera sin entender por qué se sentía tan bien.

A medio camino de vuelta a casa, bordeando los campos de maleza, fue cuando se dio cuenta de que se había olvidado por completo del puente y de sus intenciones suicidas. Era la primera vez que le ocurría.

Esa noche no pegó ojo. Y casi al amanecer tuvo la revelación: había algo más motivador que jugar a ser dios con su existencia. El control de la vida de los otros ofrecía más posibilidades.

Haber decidido sobre la vida y la muerte, sobre la felicidad o el dolor de otra persona le había infundido una energía vital que nunca antes había experimentado.

Llegó a la conclusión de que la vida merecía la pena si podía controlar el dolor ajeno. Dominar la vida de otros era motivo suficiente para continuar viviendo.

A partir de esa noche sus posibilidades de supervivencia se multiplicaron: no era sólo una vida la que estaba en juego, sino la existencia de las miles de personas que le rodeaban. Se abría una nueva dimensión.

Y a partir de esa noche, bajo la constante amenaza de su suicidio, se dedicó a explorar nuevas formas de ser dios con la vida de quienes tenía cerca.

La muerte del corredor le había proporcionado además otra idea. En su cabeza resonaba sin cesar su última súplica: «Por favor… una ambulancia», «Por favor… una ambulancia», «Por favor… una ambulancia».

Se inscribió en el curso para voluntarios esa misma semana y al poco tiempo ya estaba de servicio en una ambulancia de uno de los principales hospitales del estado.

Su estrategia era simple: hacer lo contrario de lo que se suponía que debía hacer. En resumen: no hacer nada. Alcanzó su máximo resultado cuando un chaval de doce años tuvo un grave accidente con su skate.

Cillian y su compañero llegaron a los pocos minutos. Una fractura abierta en la pierna y un hematoma en la cabeza. La tibia del niño salía unos centímetros del pantalón. Nunca había visto a nadie sufrir tanto. La madre del pobre chaval se sentía impotente ante el dolor de su hijo.

Pusieron al niño en la camilla y lo metieron en la ambulancia. Su compañero ocupó el asiento del conductor, él se quedó atrás, con la madre y el herido. El sufrimiento en estado puro: el dolor físico del pequeño y la tortura psicológica de la madre.

La madre rogaba a Cillian como si de verdad fuera dios: «Dios mío, Dios mío, salve a mi niño, se lo suplico… se lo suplico». Y como dios, actuó.

Debería haberle inyectado una dosis de morfina para paliar un poco el dolor, pero lo que le inyectó fue simple suero que no hizo ningún efecto. El chaval seguía chillando como un cerdo y perdiendo mucha sangre; Cillian no había taponado la herida como debía. La madre empezó a llorar, histérica. El niño se desmayó por el dolor poco antes de llegar al hospital, pero el tiempo que aguantó sufriendo fue suficiente para Cillian. Un par de días después su compañero le contó que, desafortunadamente, el niño se había salvado. Pero los diez minutos que Cillian había compartido con el pequeño y su madre habían valido la pena.

Nunca consiguió repetir algo parecido. Y al cabo de un tiempo se cansó de su voluntariado en la ambulancia. De hecho, esperar que un conductor borracho, una imprudencia o una enfermedad le ofrecieran el control sobre la vida ajena resultaba un poder divino algo limitado. Con el tiempo, ese hobby ya no le motivaba. Pero entonces encontró un trabajo mejor.

Y ahí estaba. Portero de un edificio de lujo en Nueva York, la persona de confianza de un puñado de vecinos que vivían a su total disponibilidad.

Pero ¿qué iba a hacerle a Clara?

Cuando volvió a mirar su reloj de pulsera, marcaba las 23.40. El apartamento estaba muy tranquilo, en penumbra. Clara había apagado la luz del salón. Cillian intentó captar una mínima señal de vida en la otra habitación, pero sólo oía los diálogos de una película del Oeste repleta de disparos y puñetazos. Eso era extraño; Clara solía mirar otro tipo de programas. «No me jodas -pensó-. ¿No te habrás dormido delante de la tele?»