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La mañana tiene un carácter sagrado, fundacional, y Judit la ha hecho suya al saltar de la cama. Ha dormido muy poco, como siempre, pero no por las razones que habitualmente la exaltan, sino por la turbación que siente desde que Regina Dalmau la ha citado en su casa y le ha devuelto la fe en los milagros. Desde que cree que puede derribar las barreras.

Saltar de la cama llena de expectativas y correr hacia el cuarto de baño con los pies desnudos: como en los anuncios de calefacción que ponen por la tele pero en versión ínfima. En su casa sólo disponen de un par de estufas eléctricas que encienden cuando no hay más remedio, y Judit se ha acostumbrado, desde pequeña, a vivir con el soplo húmedo que atraviesa el frágil armazón de los bloques trayendo consigo un agreste perfume a romero y caucho quemado, el olor de la montaña y los deshechos urbanos. Detrás del barrio, de los edificios escalonados sin gracia en una de las vertientes nororientales de la sierra de Collserola, surge el antiguo torreón a cuyo amparo transcurrieron muchas meriendas de su infancia. Todos los días, mientras se cepilla los dientes, Judit siente en la nuca el paisaje de matorrales que hay detrás y que se difumina hacia la comarca interior, tierra desconocida, con otros núcleos urbanos de los que prescinde porque ella se proyecta en dirección contraria, hacia la ciudad prometida que existe lejos del piso de sesenta metros cuadrados, más allá de la cruda realidad que aparece ante sus ojos cada vez que recoge la ropa del tendedero.

Si su madre tiene el piso y el barrio mitificados, que le aproveche, piensa Judit, que ha crecido moviéndose con cautela entre la cuidadosa distribución de muebles y enseres emplazados con exactitud para mayor aprovechamiento del exiguo espacio. Una proeza, repite Rocío cada vez que se le ocurre colocar un nuevo artilugio plegable o encajar una repisa, una hazaña más de la clase obrera, porque es lo que somos, obreros, y a mucha honra. Rocío está siempre en pugna, año tras año, por la salubridad del polígono, por la demolición de la planta asfáltica, por un pedazo de zona verde, por un mercado, por un colegio público, por una guardería…

Hoy, Judit ha sentido en los pies desnudos el goce de las losetas frías y, ya en la ducha, no se ha fijado en los cachivaches que todos los días ofenden su buen gusto, como los tres recipientes de plástico adosados a la pared (colocados por su hermano, heredero del fanatismo materno por el bricolaje) que contienen gel blanco perla, champú verde pistacho y crema suavizante color cereza, y que huelen a ambientador barato. Ha pasado por alto incluso las bolsas de tela con múltiples bolsillos que Rocío usa para guardarlo todo, a falta de sitio para armarios, y los colgadores en los que se apretujan batas, toallas y gorros de plástico.

En su propio dormitorio apenas hay espacio para la cama turca, una librería de conglomerado tan atiborrada de libros que se desmoronó hace pocos días (Paco ha tenido que apuntalar los estantes con ladrillos: «Mira que si llegas a morir aplastada por el peso de la cultura», le ha dicho, aunque sin burlarse; en su casa, eso sí, se respetan los libros) y la mesita de noche donde, Judit guarda las muestras de perfumes que a veces le regalan y que gasta con tanto placer como tacañería. Se ha sentado en la cama, vestida, maquillada y perfumada, sintiendo la sensual caricia de una intimidad poco frecuente; Rocío ha salido temprano, disparada hacia el ateneo para ayudar en los preparativos de una nueva fiesta solidaria por otro desdichado país africano, y Paco duerme en su habitación, reponiéndose de una noche, de guardia en el hospital, prolongando en el descanso el aire de adolescente eterno que lo hace disfrutar de cada uno de sus días.

Ha sido entonces, antes de salir, cuando se ha preguntado si podía permitirse llevar consigo algunos de sus escritos, para someterlos al juicio de Regina. No los cuadernos de anotaciones diarias que, por vergüenza, nunca le enseñará; quizá alguno de sus cuentos, aquellos de los que se siente más orgullosa. Ha optado por dejarlo para una próxima ocasión, para cuando la misma Regina Dalmau se lo pida, cosa que ocurrirá pronto, sobre eso no alberga la menor duda. Hoy sólo lleva consigo una carpeta con las mejores piezas de la valiosa colección de recortes que tiene como tema central a la mujer que, desde hace años, es su guía y su estrella.

Tal como la vemos, con el pelo corto engominado hacia atrás y un abrigo estrecho del que apenas asoman las puntas de unos botines de charol, el cutis muy pálido y el rostro anguloso, parece mayor, y cierta parte de ella lo es, aunque no la que luce como único trazo de vivacidad el rojo escarlata de sus labios y el esmalte de uñas que se advierte bajo el calado de mantilla de los guantes. No, los síntomas de lo que podría ser una madurez verdadera, la plenitud de una conducta regida por el buen juicio, se esconden en los pliegues de lo que Judit no muestra: es una amarga mezcla de decepción y esperanza. Los descalabros que ha sufrido cada vez que ha intentado complacer a los demás (responder a los intentos de su madre para que colabore en la labor social del ateneo, aceptar la ayuda de su hermano para seguir, sin éxito, este o aquel cursillo) le han dejado un regusto de floración abortada, y en esas ocasiones en que ha cedido, en que no ha ido a su aire, se ha sentido como una atleta obligada a correr con un esguince; o lo que es peor -porque es la verdad que se niega a aceptar-, como una joven de veinte años que tiene que lanzarse hacia adelante y que, paralizada, ve cómo su porvenir se convierte en pasado sin dejar de amenazarla.

Tanto como el disfrute de un bienestar que no figura en su mapa genético, añora lo que existió de lujoso lejos de ella y antes de su nacimiento, cierta noción de elegancia que sólo conoce de oídas, y por eso su disfraz (incluidos la falda larga y ceñida y el suéter ajustado, ocultos por el abrigo), que supone rebosante de clase, es sobre todo anacrónico: entre existencialista francesa y vampira de película mexicana. Quizá también viste así porque detesta que su madre, que pronto cumplirá los cincuenta, siga engalanándose como una jovencita. Rocío es infatigable; empleada en la cocina del aeropuerto, costurera y planchadora a ratos, militante vecinal (su actividad, piensa Judit, es el modo en que se manifiesta su resignación), siempre acortando y adornando la ropa usada que le regalan para adaptarla a su optimismo de patio sevillano. No lo reconocerá nunca, pero cuando Judit revuelve en las tiendas de segunda mano en busca de piezas para combinar con clase, no se diferencia gran cosa de la progenitora que aprovecha sobras ajenas.

El motor que la empuja es la ambición. No una ambición cualquiera, el ansia genérica de dinero, fama y poder que en algún momento nos conmociona a todos, sino la ambición muy concreta de ser alguien dotado de una singularidad tal que borre para siempre el lugar de donde procede y la herencia de su sangre. Quiere reinventarse, o mejor podríamos decir que quiere reencarnarse, y lo relevante de su determinación es que sabe en quién e intuye el cómo, y sólo el tiempo que transcurrirá hasta que lo consiga ocupa la mínima parcela de su pensamiento dedicada a la duda.

Si Judit fuera una muchacha simple querría haber nacido bonita para vivir sin tener que empujar puertas ni idear estrategias, sin otro anhelo que el de ir aceptando las mieles sucesivas que se le irían ofreciendo por encarnar la fantasía de los demás. La belleza, si va a favor de la corriente, es lo opuesto del esguince en el atleta: te hace volar.

Como no es simple, Judit sabe, en primer lugar, que no es bella, al menos no a la manera de Conxita Martínez, la más guapa del barrio, que en menos de un año pasó de un modesto estudio de la radio local a presentar un programa matinal de la televisión autonómica, y que en la actualidad conduce un magacín diario de máxima audiencia a la hora de la sobremesa. También sabe que es mucho más importante ser entrevistada que entrevistadora: salir en todas las televisiones, en todas las radios, en todos los periódicos. Ser admirada, amada por quien no te conoce. Y más aún: ser creída. Tal como Judit cree en la mujer con quien tiene una cita.