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Luego empezó con las burlas.

– ¡Qué estúpida eres! ¿Crees que le importas, que te aceptaría en su casa? ¿Crees que eres una hija para él? ¿Que te acogería en su familia? Pues escúchame bien: el corazón de un hombre es miserable. No es como el vientre de una madre. No sangra, ni se ensancha para hacerte sitio. Yo soy la única que te quiere. Soy lo único que tienes en el mundo, Mariam, y cuando muera no tendrás nada. ¡No tendrás nada porque no eres nada!

Luego intentó la táctica de la culpabilidad.

– Me moriré si te vas. Vendrá el yinn y tendré uno de mis ataques. Ya lo verás, me tragaré la lengua y me moriré. No me dejes, Mariam yo. Quédate, por favor. Me moriré si te vas.

Mariam permaneció en silencio.

– Tú sabes que te quiero, Mariam yo.

Mariam anunció que se iba a dar un paseo, porque si se quedaba temía decir cosas que hirieran a Nana: que sabía que lo del yinn era mentira, que Yalil le había contado que Nana tenía una enfermedad con un nombre y que tomándose unas pastillas se pondría mejor. Podría haberle preguntado a Nana por qué se negaba a ver a los médicos de Yalil, como él había insistido que hiciera, por qué no se tomaba las pastillas que él le había comprado. Si hubiera sabido expresarse, podría haberle dicho que estaba cansada de ser un instrumento, de que le contara mentiras, de que la reclamara como suya, de que la utilizara. Que estaba harta de que Nana distorsionara la verdad de su vida y la convirtiera a ella en otro de sus motivos de queja contra el mundo.

«Tienes miedo, Nana -podría haber dicho-. Tienes miedo de que encuentre la felicidad que tú nunca has tenido. Y no quieres que yo sea feliz. No quieres que disfrute de la vida. Tú eres la que tiene un corazón miserable.»

Al borde del claro había una atalaya que a Mariam le gustaba frecuentar. Se sentaba allí, sobre la hierba cálida y seca, y contemplaba Herat, que se extendía a sus pies como un tablero de juegos infantiles, con el jardín de las Mujeres al norte de la ciudad, y el bazar Char-suq y las ruinas de la antigua ciudadela de Alejandro Magno al sur. Mariam distinguía los minaretes a lo lejos, como gigantescos dedos polvorientos, y las calles que, imaginaba, bullían de gente, carros y mulas. Veía las golondrinas que descendían en picado y volaban en círculos, y las envidiaba porque habían estado en Herat. Las golondrinas habían volado por encima de sus mezquitas y bazares. Tal vez se habían posado incluso en los muros de la casa de Yalil, o en los escalones de entrada de su cine.

Cogió diez guijarros e hizo con ellos tres pilas. Era un juego al que se entregaba a veces en secreto, cuando Nana no la miraba. Colocó cuatro guijarros en la primera pila, por los hijos de Jadi-ya, tres en la segunda por los hijos de Afsun, y otros tres en la tercera por los hijos de Nargis. Luego añadió una cuarta pila. Un undécimo guijarro en solitario.

A la mañana siguiente, Mariam se puso un vestido de color crema que le llegaba hasta las rodillas, unos pantalones de algodón y un hiyab verde en la cabeza. Estuvo un buen rato preocupada porque el hiyab verde no hacía juego con el vestido, pero eso no tenía remedio, porque las polillas habían dejado el blanco lleno de agujeros.

Miró la hora. Llevaba un viejo reloj de cuerda con números negros y esfera verde, regalo del ulema Faizulá. Eran las nueve. Se preguntó dónde estaría Nana. Pensó en salir a buscarla, pero temía la confrontación, las miradas de agravio. Nana la acusaría de traicionarla. Se burlaría de sus absurdas ambiciones.

Mariam se sentó. Trató de pasar el rato dibujando un elefante de un solo trazo, tal como le había enseñado Yalil, una y otra vez. Se quedó entumecida de estar sentada, pero no quiso tumbarse por miedo a que se le arrugara el vestido.

Cuando por fin las manecillas del reloj señalaron las once y media, se metió los once guijarros en el bolsillo y salió. De camino al arroyo, vio a Nana sentada en una silla a la sombra de un sauce llorón. Mariam no sabía si su madre la había visto.

Al llegar al arroyo, esperó en el lugar acordado. Unas cuantas nubes grises con forma de coliflor surcaron el cielo. Yalil le había enseñado que las nubes grises tenían ese color porque eran tan densas que la parte superior absorbía la luz del sol y proyectaba su propia sombra sobre la parte inferior. «Eso es lo que se ve, Mariam yo -le había dicho-, la oscuridad de su vientre.»

Pasó un rato.

Mariam volvió al kolba. Esta vez, rodeó el claro por el oeste para no tener que pasar por delante de Nana. Consultó su reloj. Era casi la una. «Es un hombre de negocios -pensó-. Le habrá surgido un imprevisto.»

Volvió de nuevo al arroyo y esperó un poco más. Unos ruiseñores sobrevolaron la corriente y luego se posaron, perdiéndose de vista entre la hierba. Mariam observó una oruga que avanzaba despacio por el tallo de un cardo verde.

Aguardó hasta que las piernas se le agarrotaron. Esta vez no volvió al kolba. Se subió las perneras de los pantalones hasta las rodillas, cruzó el arroyo y, por primera vez en su vida, inició el descenso de la colina en dirección a Herat.

Nana también se equivocaba sobre la ciudad. Nadie la señaló con el dedo. Nadie se rió de ella. Mariam recorrió los bulevares ruidosos y atestados de gente, flanqueados de cipreses, dominados por un trasiego constante de transeúntes, gente en bicicleta y garis tirados por mulas. Nadie le arrojó ninguna piedra ni la llamó harami. De hecho, apenas le dirigieron la mirada. Inesperada y asombrosamente, allí no era más que una persona entre otras muchas. Se detuvo ante un estanque de forma ovalada que había en el centro de un gran parque, donde se cruzaban varios senderos de guijarros. Maravillada, acarició los hermosos caballos de mármol que bordeaban el estanque y contempló el agua con ojos opacos. También observó a unos niños que botaban barquitos de papel. Vio flores por todas partes, tulipanes, lirios, petunias, iluminados sus pétalos por el sol. Había gente paseando por los senderos, sentada en los bancos, tomando té.

A Mariam le costaba creer que estuviera realmente allí. El corazón le latía de emoción. Deseó que el ulema Faizulá pudiera verla. Qué atrevida le parecería. ¡Qué valiente! Se dedicó entonces a imaginar la nueva vida que la esperaba en la ciudad, una vida con un padre, con hermanas y hermanos, una vida en la que amaría y sería amada, sin reservas ni horarios, sin vergüenza.

Alegre y vivaz, volvió a la amplia avenida que discurría junto al parque. Pasó por delante de viejos vendedores ambulantes de rostro curtido, sentados a la sombra de los plátanos, que la contemplaron con aire impasible desde detrás de sus pirámides de cerezas y sus montones de uvas. Niños descalzos corrían en pos de coches y autobuses, agitando bolsas de membrillos. Mariam se detuvo en una esquina y observó a los transeúntes, incapaz de comprender cómo podían permanecer indiferentes a las maravillas que los rodeaban.

Al cabo de un rato, se armó de valor para preguntar al anciano propietario de un gari tirado por un caballo si sabía donde vivía Yalil, el dueño del cine. El anciano tenía las mejillas redondas y llevaba un chapan a rayas con los colores del arco iris.

– ¿No eres de Herat, verdad? -dijo afablemente-. Todo el mundo sabe dónde vive Yalil Jan.

– ¿Podría indicármelo?

El anciano le quitó el papel de plata a un caramelo y preguntó:

– ¿Estás sola?

– Sí.

– Sube. Te llevaré.

– No puedo pagarle. No tengo dinero.

El anciano le dio el caramelo. Dijo que de todas formas hacía dos horas que no llevaba a nadie y que estaba pensando en dejar el trabajo por ese día. La casa de Yalil le pillaba de camino.