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«Oh, Dios» Casi incapaz de respirar, ella metió el dedo en una cuerda que estaba atada alrededor de un poste. El corazón se le salía del pecho. Se quedó mirando aquellos intensos y cálidos ojos, y sintió que se le deshacían las piernas.

– ¿Cómo?

– ¿Quieres que cabalguemos juntos? -repitió él lentamente, dejando que el doble sentido quedara suspendido en el aire que los separaba.

Ella no podía pensar y apenas podía respirar. -¿Y bien? -preguntó él-. ¿Te encuentras en forma? ¿O todavía estás demasiado dolorida por la paliza?

Ninguna paliza le iba a impedir hacer lo que quería hacer. Ella inclinó la cabeza sin apartar la vista de sus ojos oscuros. La estaba mirando con tanta fuerza que apenas podía tomar aire. Se pasó la lengua por los labios, que de repente se le habían quedado resecos, y oyó el viento que soplaba por entre las gastadas vigas.

– Creo que sí -dijo ella con una voz tan sin aliento que apenas pudo reconocer como suya.

– ¿Estás segura? -Una ceja oscura se alzó dubitativa en el rostro de Zach, y luego enganchó un pulgar en la hebilla de su cinturón, con los otros dedos apuntando hacia su bragueta-. Puede que sea una cabalgada muy dura.

Ella sintió las rodillas tan blandas como si fueran de goma y tuvo que apoyar la cadera contra la puerta del pesebre para no caerse.

– Lo sé.

– Puede que sea peligrosa.

Adria tragó saliva con dificultad y sintió una gota de sudor que descendía por entre sus pechos.

– No tengo miedo -dijo ella, aunque solo fuera para convencerse a sí misma. Su corazón iba al galope y su mente daba vueltas alrededor de imágenes eróticas.

– Entonces estás loca, Adria -dijo Zach, maldiciendo entre dientes. Chasqueando la lengua, sacó el caballo del pesebre y lo llevó hacia la puerta trasera del establo.

Adria, sintiéndose como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies, salió detrás de él. Había estado jugando con ella, poniéndola a prueba, y sintió que una nueva rabia profunda corría por sus venas.

– ¡Espera un momento! -le gritó Adria mientras él saltaba sobre la silla.

Él la ignoró y golpeó los flancos del caballo con los talones. El animal empezó a moverse y empezó a correr.

– ¡Espera, Zach, por favor…! -gritó ella con todas sus fuerzas.

Él tiró de las riendas. El caballo se detuvo y dio media vuelta. Los ojos de Zach centelleaban como un chisporroteo de hoguera en medio de una noche negra y sus labios estaban apretados con furia. Un vaquero rudo, dispuesto a hacer las cosas a su manera.

– Seguro que no quieres esto -dijo él con las fosas nasales dilatándose y el rostro duro como una roca.

– ¡Tú no sabes qué es lo que quiero!

– Claro que lo sé. Lo único que quieres… lo que siempre has querido, es meter las manos en el dinero de la familia. Pues bien, eso no va a pasar por mí.

El viento estaba empezando a soplar con fuerza y hacía que el cabello se le fuera a la cara rozándole las mejillas.

– No se trata de eso, y tú lo sabes. ¿Por qué no me dices a qué le tienes tanto miedo?

– ¿Miedo?

– Exactamente. Sales corriendo asustado por algo que no tiene nada que ver con lo que pasó la otra noche en el hotel.

Su boca se curvó en una sonrisa de desaprobación. -¿Tan obvio es de qué tengo miedo? -Se quedó mirándola como si pudiera desnudarle el alma con los ojos. Con un silbido hizo que el caballo diera media vuelta y se echó hacia delante en la silla. El animal salió galopando sobre la hierba seca, dejando tras él una nube de polvo rojo, y ella se quedó allí, sola.

Adria se apoyó en el muro exterior del establo. Cerrando los ojos echó la cabeza hacia atrás y sintió la presión de los tablones de cedro rugoso contra sus hombros. Apretó los puños enfurecida contra la madera y varias astillas se clavaron en sus desnudos nudillos.

«No tengas miedo, Zach.» Aquel hombre era tan endemoniadamente exasperante e incluso así… ¡Oh, Dios!…, aun así sentía que estaba empezando a enamorarse de él.

«¡No puedes hacerlo!» Pero no puedo detenerme a mí misma. «¡Él estaba enamorado de Kat!» Eso fue hace mucho tiempo. «¡Es tu hermano!» Eso no lo sé. No estoy segura. «¡Pero no puedes permitirte correr ese riesgo! ¡No ahora que está en juego todo aquello por lo que has estado luchando!» ¡Es cierto!

«Él tiene razón -se dijo furiosa consigo misma-. Eres una estúpida.» Se separó de la pared y se dirigió hacia la casa. Tenía la intención de dejarlo correr, de encontrar una manera de escapar de allí, de poner tanta distancia entre su cuerpo y el de él como le fuera posible. Podía tomar prestado el jeep o la furgoneta, o llamar a alguien para que viniera a buscarla…

O podía salir corriendo tras él. Un coyote aulló en la distancia y el sol se ocultó detrás de una nube. Sus pasos dudaron durante un instante antes de que se diera cuenta de que no podía dejar las cosas así. Darse medía vuelta y hacer ver que no pasaba nada no iba con su naturaleza, y había llegado ya demasiado lejos, había sufrido ya demasiadas luchas emocionales para echarse ahora a un lado y dejarlo correr.

Dirigiéndose de nuevo hacia el establo, decidió tentar a la suerte. Abrió la puerta de un golpe. Sus piernas se movían solas, sus botas resonaban sobre el gastado suelo de madera de camino al almacén de los arreos. Encontró una brida y volvió al establo. Una yegua de pelo negro sacó la nariz por encima de la puerta de su pesebre y Adria no se lo pensó dos veces. Colocó la brida en la cabeza del animal y a continuación, ignorando el persistente dolor que sentía por todo el cuerpo, sacó al animal del establo. La yegua se puso al trote; Zach ya casi se había perdido de vista, no era más que un punto en el horizonte, pero Adria no pensaba dejarlo escapar. Se apretó al lomo del animal, se echó hacia delante y chasqueó la lengua.

– ¡Vamos! -animó a su montura mientras le apretaba los flancos con los talones.

Como un oleaje de fuerza pura, el animal empezó a ganar velocidad, con sus músculos tensándose y relajándose a un ritmo acompasado, y el frío y duro suelo centelleando bajo los cascos. El viento le azotaba la cara y hacía que sus ojos se llenaran de lágrimas, mientras la entusiasta yegua avanzaba a toda velocidad, cruzando las vastas hectáreas de pradera en las que la hierba había crecido hasta ascender por los viejos troncos de los árboles. A lo lejos, las cimas rocosas de las montañas cubiertas de nieve se recortaban contra un cielo que empezaba a oscurecer.

Ella animó al animal a que corriera más, temerosa de que, si aminoraba la marcha un solo instante, podría darse cuenta de la locura que estaba a punto de cometer y tirar de las riendas dando media vuelta, obligándose a regresar al rancho -a la segundad-, lejos de aquel hombre que tanto podía salvarla como destrozarla.

El caballo de Zach se dirigió hacia un bosque de árboles bajos y Adria siguió tras él.

– Vamos, más deprisa -gritó Adria con el aire saliendo de sus pulmones como un desgarrón, con el miedo de enfrentarse a su destino pululando en las sombras de su mente. Pero aun así, seguía avanzando, dando caza a aquel hombre, y a su sueño, acercándose cada vez más a él.

Al cabo de un rato, él tiró de las riendas y su caballo aminoró la marcha al llegar a la orilla de un ancho río, que bajaba de las colinas y caía formando un salvaje torrente plateado delante de un acantilado. Entonces, como si hubiera sentido que alguien le perseguía, Zach se volvió en la silla.

A ella estuvo a punto de parársele el corazón cuando vio su perfil, de ángulos duros y afilados, como la silueta de las impresionantes montañas que se alzaban ante él, salvaje como el río que avanzaba furioso por el cañón y abría una grieta de agua entre el bosque. Él apretó las mandíbulas y sus ojos se entornaron en un silencioso reproche, pero ella no hizo caso. Apretó los flancos de su yegua y siguió avanzando. En el rostro de Zach no había ni rastro de regocijo.